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Remo Morán: Decidí ir a buscar a Nuria a su casa

DECIDÍ IR A BUSCAR a Nuria a su casa, cosa que nunca había hecho, y así fue como conocí a su madre y a su hermana, la pequeña y listísima Laia. Era una calurosa tarde de sol, pero la gente no se privaba de transitar por las calles repletas de puestos de comida y helados, y con mercancías de todo tipo que las tiendas empujaban casi hasta el bordillo de la acera. Abrió la puerta una mujer delgada, un poco más baja que Nuria y que me invitó a pasar sin venir a cuento, como si esperara mi visita desde hacía mucho. Nuria no estaba. Quise irme pero ya era tarde, y la mujer, con gesto cortés pero decidido, bloqueaba la salida. No tardé en comprender que pretendía sonsacarme información acerca de su hija. En la sala adonde fui empujado había trofeos sobre pequeños pedestales de falso mármol; a ambos lados de la chimenea, como viejos anuncios de recompensas, colgaban fotos y recortes de prensa enmarcados con vidrio y tiras de aluminio. En ellos se veía a Nuria patinando, sola o acompañada, y algunos recortes estaban escritos en inglés, francés, algo que tal vez fuera danés o sueco. Mi hija patina desde los seis años, anunció la madre, de pie en el quicio de la puerta que separaba la sala de una cocina espaciosa y con las persianas bajas, lo que le daba un aire de bosque oscuro, de claro de bosque a medianoche. En la sala las cortinas filtraban una luz amarilla y agradable. ¿Usted ha visto patinar a mi pequeña?, dijo en catalán, pero antes de que pudiera contestarle repitió la pregunta en castellano. Dije que no, nunca la había visto patinar. Me observó como si no me creyera. Tenía los ojos tan azules como los de Nuria, pero en los de la madre no era posible vislumbrar la voluntad acerada que refulgía en los de la hija. Acepté una taza de café. Desde el fondo de la casa llegaba un ruido monótono y regular, pensé que estarían partiendo leña pero era absurdo. ¿Usted es sudamericano?, inquirió la madre tomando asiento en un sillón de flores sepia sobre fondo gris. Respondí afirmativamente. ¿Nuria iba a tardar mucho? Eso nunca se sabe, dijo mirando una bolsa donde sobresalían palillos y madejas de lana. Mentí acerca de mi disponibilidad de tiempo, aunque de alguna manera ya sabía que no iba a poder largarme tan fácilmente. ¿De qué país? ¿De Argentina? La sonrisa de la madre, pese a ser más bien neutra, parecía darme golpecitos en la espalda invitando a que me explayara. Respondí que era chileno. Ah, bueno, de Chile, dijo la madre. ¿Y a qué se dedica? Tengo una tienda de bisutería, murmuré. ¿Aquí, en Z? Moví la cabeza aceptándolo todo. Qué raro, dijo la madre, Nuria nunca me ha hablado de usted. El café estaba ardiendo pero lo bebí aprisa, a mis espaldas alguien chilló, de reojo vi pasar una sombra en dirección a la cocina y la madre dijo: ven, te quiero presentar a un amigo de Nuria. Ante mí, sosteniendo una lata de Coca-Cola, apareció la pequeña de la familia Martí. Nos dimos la mano y sonreímos. Laia se sentó junto a su madre, apenas separada por la bolsa de las lanas, y esperó; recuerdo que llevaba pantalones cortos y que en ambas rodillas se apreciaban grandes costras marrones. Mi esposo sólo la vio patinar una vez, pero se murió feliz, dijo la madre. La observé sin entender una palabra. Por un momento imaginé que quería decirme que su marido había muerto mientras veía patinar a Nuria, pero obviamente era desmesurado pensar aquello, y mucho más pedir una aclaración, así que me limité a asentir con la cabeza. Murió en el hospital, dijo Laia, que no me quitaba la vista de encima mientras sorbía su Coca-Cola con una lentitud escalofriante; en la habitación 304 del hospital de Z, puntualizó. La madre la contempló con una sonrisa de admiración. ¿Otro café, señor Morán? Dije que no, muchas gracias, aunque el primero estaba riquísimo. Cosa extraña, para entonces tenía la impresión de que la decisión de irme o quedarme ya no dependía de mí. ¿Sabes qué está haciendo Nuria allí? Pensé que Laia se refería a la Nuria de carne y hueso y me giré, sobresaltado, pero a mis espaldas sólo estaba el pasillo vacío. El dedo índice de Laia señalaba una de las fotos enmarcadas. Confesé mi ignorancia y me reí. La madre, comprensiva, se rió conmigo. Dije que había creído que Nuria estaba detrás de mí, qué tonto. Eso es un "bucle", dijo Laia, un "bucle". ¿Y sabes qué está haciendo allí? La foto había sido tomada desde lejos, para que se viera bien la magnitud de la pista y del aforo; en el centro, un poco escorada a la derecha, una Nuria con el pelo más corto había sido inmovilizada en el instante de una huida quimérica. Eso es un "bracket", dijo Laia. Y ese es el final de una serie de "treses". Y aquella es la figura "catalana", inventada por una patinadora catalana. Después de confesar mi admiración me dediqué a observar las fotos una por una. En algunas Nuria tal vez no tuviera más de diez o doce años, tenía las piernas como fideos y se veía muy delgada. En otras patinaba con un chico de pelo largo y cuerpo atlético, los brazos entrelazados, ambos sonriendo ostensiblemente: dentaduras blancas, expresiones concentradas y, sin embargo, felices. En el remolino de fotos de pronto me sentí agotado y triste. ¿Cuándo volverá Nuria? dije. Mi voz sonó como un quejido. Más tarde, después del entrenamiento, dijo Laia. Su madre, sin que yo lo notara, había sacado los palillos y ahora estaba tejiendo con una expresión de satisfacción en el rostro, como si hubiera averiguado todo lo que quería averiguar. ¿Entrenando? ¿En Barcelona? Laia me dedicó una sonrisa de camaradería: no, en Z, patinando o haciendo jogging o jugando al tenis. ¿Patinando? Pa-ti-nan-do, repitió Laia, siempre vuelve tarde, y luego, después de comprobar que su madre no nos hacía caso, me dijo al oído: con Enric. Ah, suspiré. ¿Conoces a Enric?, dijo Laia. Respondí que sí, que lo conocía. ¿Así que todos los días entrenaba con Enric? Todos los días, gritó Laia, hasta los domingos…

Gaspar Heredia: Soy un recluta en este pueblo del infierno, dijo el Recluta

SOY UN RECLUTA en este pueblo del infierno, dijo el Recluta cuando pregunté por qué lo llamaban así. Un recluta, un novato a los 48 años, un pardillo que no conoce las trampas ni tiene amigos en quien afirmarse. La rebusca en contenedores le daba algo de dinero, el resto del día vagaba por algunos bares apartados de la playa, nada turísticos, en las salidas de Z, o bien se pegaba como una lapa a la sombra siempre imprevisible de Carmen. Ésta le había puesto el nombre de Recluta y en su voz era como mejor sonaba: Recluta haz esto, Recluta haz lo otro, Recluta cuéntame tus penas, Recluta vamos a beber. Cuando Carmen decía Recluta uno podía escuchar la música de fondo de una calle de Andalucía llena de pobres conscriptos de permiso, buscando una pensión barata o un tren para escapar del cataclismo tantas veces soñado; su silabeo arrastrado y luminoso, que al Recluta, por otra parte, le encantaba al grado de poner los ojos en blanco, tenía algo de baño colectivo de hombres con un agujerito en el techo por donde la hija pequeña del Capitán General observaba la tortura de cada mañana bajo las duchas frías. Bueno, entonces una ducha fría era algo tentador, el calor espesaba el aire y uno se pasaba las horas sintiendo amargura y boqueando, pero en la voz de Carmen esa ducha fría era terrible. Terrible, sí, pero deseable y metódicamente de maravilla; el Recluta trabajaba en los contenedores o pidiendo las cajas de cartón directamente en las tiendas y almacenes, luego vendía su mercancía a un trapero, el único de Z, un cabroncete y explotador de mucho cuidado, y allí concluía la jornada. El resto del día intentaba pasarlo junto a Carmen, propósito no siempre conseguido. Por cierto, aquella era su primera estancia en Z, aunque la amistad con la cantante se remontaba a uno o dos años atrás, en Barcelona. Por ella he caído en este pueblo sin piedad, explicaba a quien quisiera escucharlo, siguiendo a esa veleta llegué una noche de perros, jefe, y ella muchas noches ni siquiera se queda conmigo. A lo que Carmen respondía que su independencia era la cosa más preciada y que el Recluta debía aprender de los catalanes la tolerancia, el civilizado ejercicio de verlas venir con calma. ¿Tú sabes que hay cosas que no se pueden saber, Recluta? ¿Y que preguntar mucho es feo? El Recluta movía la cabeza y las manos, asintiendo con desesperación; era evidente que las explicaciones de la cantante no lo convencían. Su mayor miedo era que el alejamiento, aunque fuera temporal, propiciara la muerte, una muerte súbita, nocturna, doble. Lo peor de morir solo, decía, es no poder despedirse. ¿Y para qué te quieres despedir cuando te estás muriendo, Recluta? Mejor es pensar en la gente que quieres y decirles adiós con la imaginación. Hablaban a menudo de la muerte, a veces de manera beligerante, aunque la mayor parte del tiempo lo hacían de forma distanciada, como si la cosa no fuera con ellos, o resignados, como si el mal trago ya hubiera sido bebido hasta la última gota. El asunto de dormir solo era el único motivo de verdadera disputa. Disputas ocasionales. El Recluta quería dormir todas las noches con Carmen y uno notaba los recelos, las rabietas, el sentimiento de orfandad que su negativa le causaba. La amistad entre ambos había nacido en un centro de acogida de mendigos y se sostenía en el aire, afirmaban triunfales. Es que la vida no tiene comparación, decía Carmen, fijémonos, por ejemplo, en las plantas, tan agradecidas que les basta un dedal de agua, y en los árboles llamados robles y en los llamados pinos reales, que igual se los traga un incendio y con una meadita sucia vuelven a crecer, a lo que el Recluta añadía que no pasando frío y teniendo qué echarse a la boca él se conformaba. Con voz soñadora, tal vez recordando la Dama y el Vagabundo, la cantante decía que el Recluta era un paleto y ella una señorita, qué le vamos a hacer. Acaso para remediarlo se habían aficionado a contar historias y a veces se pasaban horas revisando sus propios pasados, compartiéndolos de manera que uno pudiera creer que se conocían desde los cinco años y que eran testigos de cada peripecia del otro. Tenían fe en el futuro: España camina hacia la gloria, solían decir. Y tenían fe, también, en su particular futuro. Todo se iba a arreglar, cuando llegara el otoño no necesitarían marcharse de Z, tampoco cuando llegara el invierno, al contrario, iban a tener una buena casa con chimenea o con estufa eléctrica para no pasar frío, y una tele para entretenerse, y el Recluta, con paciencia, conseguiría un trabajo, nada rutinario, nada de deslomarse todos los días porque era una esclavitud que ellos ya no toleraban, pero sí estable, tal vez limpiar vidrios en comercios y restaurantes, tal vez vigilar edificios de apartamentos vacíos, tal vez de jardinero en los chalets de los ricachones de la comarca, aunque para eso sería menester un coche y herramientas adecuadas. El Recluta abría mucho los ojos cuando Carmen pintaba con esos colores el futuro. ¿Y tú qué harás, Carmen? Yo daré clases de canto, cultivaré las voces de los niños, me tomaré la vida con calma chicha. Ole tus cojones, así me gustan las mujeres: ¡arriba y abajo!, todo lo que sube baja y todo lo que toca fondo vuelve a la superficie, exclamaba enfervorizado el Recluta. Tengo un plan, me confesó Carmen, un plan del que no puedo decir ni una palabra, antes muerta que abrir la boca. Pero la tentación pudo más que su prudencia, o bien se olvidó que no debía hablar, y una tarde, a grandes trazos, nos explicó lo que pensaba hacer: primero que nada iría a empadronarse en el registro de Z, luego visitaría al machacante de la alcaldesa y le pediría, no, le exigiría, un piso de subvención oficial a pagar en treinta años, finalmente, para rematar la faena, le contaría algunas cosillas como prueba de la veracidad de su información, a él o a la alcaldesa en persona, no faltaba más, que él mismo eligiera. ¿Y cómo sabes tú quién es el machacante de la señora? dijo el Recluta. Por experiencia, dijo la cantante, y mientras se pasaba por el pelo un peine verde pasó a contarnos lo que le había sucedido en una anterior estancia en Z, dos o tres años atrás, no lo recordaba con exactitud, tal vez hacía cuatro años, lo que sí recordaba, en cambio, eran las visitas diarias al Ayuntamiento de Z en demanda de ayuda. El Purgatorio. Por esos días Carmen pensó que estaba grave y tuvo miedo. Miedo a morir sola y desasistida, como decía el Recluta. Pero no murió. ¡Entonces conocí a todas las alimañas de la administración pública! ¡A los chacales y a los buitres! ¡Demócratas de toda la vida dispuestos a dejarme morir, sin compadecerse o sonreír siquiera cuando les hacía un chiste o les imitaba a Montserrat Caballé! Nunca confíes en los oficinistas, guapete. Todos los que trabajan en una oficina son unos hijos de puta y están condenados a ser pasados a cuchillo de un modo u otro. Sólo una niña me quiso ayudar de verdad: la asistente social, una chica muy bonita y muy enterada, además, de los vaivenes de los clásicos. Los clásicos de la ópera, claro. Así conocí al machacante de la alcaldesa, es decir, así le conocí las entrañas, más negras que las de un pozo. Para que te aclares: insistí tanto en hablar con la alcaldesa que su secretario me remitió al machacante y éste a la asistente social. La muchacha me hubiera resuelto el problema pero no la dejaron. Lo sé porque todas las mañanas hacía un poco de antesala en las oficinas de los educadores de calle y asistentes sociales, más que nada porque los llamados horarios hábiles no son buenos para el canto y en la sala de espera tenían refrigeración. La refrigeración me chifla, guapete. Bueno, entonces oí al machacante detrás de una puerta, que más parecía el dios del trueno echando pestes contra un montón de cosas en general y contra mí en particular. Mi pecado era no estar empadronada en Z y de allí no pasamos. Yo no tengo carnet de identidad, sólo la tarjeta de Caritas y la de donante de la Cruz Roja, así que ya me dirás. No estoy empadronada en ningún sitio. Pero hasta los policías, cuando me detienen, saben que esas cosas deben perdonarse. Al final me recuperé sola y ya no necesité su ayuda. El cuerpo se alegra cuando está sano y se olvida de todo, aunque yo no olvidé la cara del infame. Ahora conozco algunos asuntillos que inclinan la balanza a mi favor (mi fuente de información es cristalina) y voy a pedir todo lo que se me antoje. No una cama de hospital sino una casa y facilidades para empezar una nueva vida, que ya nos toca. Qué tipo de asuntillos conocía, no lo quiso decir. El negocio olía a chantaje pero era difícil imaginar a Carmen haciendo el papel de chantajista. El Recluta sugirió que en lugar de una casa pidiera una roulotte, así podrían ir de un sitio a otro. No, una casa, dijo la cantante, una casa a pagar en treinta años. Durante mucho rato estuvimos riéndonos y hablando de casas, hasta que se me ocurrió preguntar qué tenía que ver Caridad en todo eso. Caridad es una chica muy inteligente, dijo la cantante guiñándome un ojo, sólo que ahora está un poco pachucha y yo la cuido; cuando tenga la casa podrá ir a vivir conmigo. Eres generosa como el sol, dijo el Recluta con un poco de envidia. Soy de lo que ya no hay, Recluta, dijo Carmen. ¿Y si nadie te hace caso, qué harás? ¿Si no me hacen caso quiénes, guapete? Los del Ayuntamiento, el hombre de la alcaldesa, el mundo en general… Carmen se echó a reír, tenía los dientes astillados y dispares, y casi no le quedaban muelas, pero en cambio poseía una mandíbula fuerte, compacta, de esas que se echan para adelante en los momentos de desaliento. Tú no sabes de lo que estoy hablando, me dijo, tú no sabes el follón que estoy dispuesta a montar. ¿Tú y Caridad? Yo y Caridad, dijo la cantante, porque dos cabezas piensan más que una…