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Gaspar Heredia: Era improbable que los jefes aparecieran por el camping

ERA IMPROBABLE QUE LOS JEFES aparecieran por el camping después de las doce de la noche y de todas maneras estaba el Carajillo para cubrirme las espaldas; a éste nunca le molestó que llegara tarde, más aún si los retrasos obedecían a una buena causa. Naturalmente, fue preciso decirle que por fin había encontrado a Caridad. Al describir el caserón en las afueras de Z, el Carajillo dijo que aquel era el Palacio Benvingut y que se necesitaban huevos para pasar las noches en aquel edificio del infierno. Seguramente, añadió, la cantante de ópera acompañaba a Caridad y entre las dos se arropaban. Al menos una de ellas era fuerte, le constaba. ¿Qué quiso decir con eso? Lo ignoro. Al Carajillo el mencionado Palacio le hacía evocar a Remo Morán; con palabras roncas aseguraba que Morán era como Benvingut, o que sería como Benvingut, algún día retornaría a América con su hijo y con el maricón de Alex (¿de dónde coño procede Morán?, preguntó. De Chile, contesté soñoliento) y construiría su Palacio para asombro de criminales, ignorantes y lugareños. Igual que aquí. Con piedras negras, si las encuentra. Me hubiera gustado tenerlo conmigo en la guerra, concluyó con los ojos cerrados, sin especificar si eso era una observación sarcástica, un insulto o un elogio, o las tres cosas juntas. Me cuidé mucho de mencionar aquella vez al gordo, a la patinadora y a la pista de hielo. ¿Desconfiaba del Carajillo? No, temí que no me creyera. O al menos entonces eso preferí pensar. No pude dormir durante el resto de la noche aunque los plácidos ronquidos del Carajillo invitaran a conciliar el sueño. Desde mi posición, la frente pegada a la pared de cristal, pude contemplar hasta que amaneció a los mosquitos dando vueltas alrededor de la farola de la entrada. A las ocho de la mañana, sin desayunar, me metí en la canadiense y tuve un sueño largo, hasta las cinco de la tarde, irisado de pesadillas que luego no recordé. Al despertar, la canadiense olía a leche agria y a sudor. En el exterior alguien estaba esperándome; oí, esta vez con claridad, mi nombre repetido varias veces; salí a rastras, con el pelo aplastado y los ojos llorosos; afuera el peruano estaba sentado sobre una piedra y al verme se rió. Vamos al almacén, dijo, tenemos un problema. Lo seguí sin hacer preguntas. Hay que encontrar la tienda de la drogadicta que se cagaba en los baños, explicó cuando estuvimos en el interior del almacén, revestidos por una luz amarilla oscura, luz tamizada por telarañas y colchones viejos. ¿La tienda de quién?, dije sin enterarme de lo que estaba ocurriendo. Mejor será que vaya a lavarme y después me lo explicas. El peruano se negó, dijo que era urgente encontrar la jodida canadiense y acto seguido, con una energía que tenía algo de falso, se puso a husmear entre los cientos de objetos en desuso amontonados por todas partes, incluso desde el techo de madera, cruzado por una red de alambres, colgaban parrillas de barbacoa, linternas de camping gas, toldos, sartenes, mantas militares, mientras en las paredes había todo un arsenal de herramientas para cavar zanjas, y cajas de cartón, algunas en buen estado y otras húmedas y florecidas, llenas de fusibles inútiles que sólo Bobadilla sabía a santo de qué se guardaban allí. Salí sin decir palabra, me lavé la cara, el pecho, los brazos, puse la cabeza debajo del grifo hasta que tuve todo el pelo mojado y luego, sin secarme, porque no había ninguna toalla a mano, volví al almacén. Tú deberías saber dónde está, dijo el peruano arrodillado ante un lote de señales de tránsito, verdes sobre blanco, de todas las clases, ordenadas de canto debajo de lo que parecía ser una balsa desinflada. Pregunté qué demonios estábamos buscando y así supe que el amigo de Caridad había regresado al camping. Ahora todas las deudas están pagadas, dijo el peruano, y el hombre exige su tienda. Por un instante pensé que Caridad venía con él, pero el peruano rápidamente aclaró que el tipo estaba solo y que ni siquiera había preguntado por el paradero de su chica. Venía a quedarse unos días en el camping y había saldado la deuda, incluidos los días en que Caridad estuvo sin él. En el lugar donde había dejado la tienda encontré una caja de banderas viejas de las que en un alarde de internacionalismo se ponen en las entradas de los campings, prácticamente destrozadas por sucesivas temporadas a la intemperie. El peruano comenzó a sacar las banderas y a nombrarlas una por una, con nostalgia, como un ex presidiario recitando las cárceles en que ha consumido su juventud: Alemania, Gran Bretaña, Estados Unidos, Italia, Holanda, Bélgica, Suiza, Suecia, Dinamarca, Canadá… Menos en Estados Unidos, en todos los demás países he vivido, dijo. Unos metros más allá, arrimada a un armario desvencijado, estaba la tienda. Con una de las banderas que el peruano ahora hacía ondear como si estuviera toreando, limpié el polvo que la cubría y sugerí que descansáramos un poco. El peruano me observó con curiosidad; ambos estábamos sudando y el polvillo que flotaba en el interior del almacén se nos pegaba a la piel formando grumos. Permanecimos en silencio un buen rato, envueltos en la luz amarilla que recién entonces descubrí era producida por los periódicos viejos que hacían las veces de cristal. En medio, como la tabla compartida de los náufragos, la tienda en donde Caridad durmió, sufrió pesadillas e hizo el amor. La habría apretado contra mi pecho si el peruano no hubiera estado allí, impaciente por marcharse. Cogimos la tienda, uno de cada lado, y lo acompañé a la recepción porque tenía ganas de verle la cara al amigo de Caridad. Cuando llegamos el chico ya no estaba y decidí que no tenía deseos de esperar a que volviera. El peruano y la recepcionista notaron algo en mi actitud. Según la recepcionista el amigo de Caridad no podía tardar, debía estar tomándose una cerveza o escogiendo una parcela, pero mi instinto me hizo alejarme de allí inmediatamente. Dejé que mis pasos se amoldaran al flujo del resto de los paseantes, pensando si encontraría a Caridad en la calle o si tendría la fuerza necesaria como para dirigirme al viejo caserón en las afueras. Al llegar al Paseo Marítimo intenté repetir el recorrido del día anterior junto a los jardines. En un extremo de la explanada donde habían estado los equipos de alas-delta, comenzaba a instalarse una cobla de sardanas. Cuando pregunté si el concurso de alas-delta había terminado obtuve una respuesta afirmativa. ¿Qué le sucedió al último piloto? Mi interlocutor, un anciano que paseaba a su perrito, se encogió de hombros. Todos se han ido, dijo. Durante un rato permanecí apoyado en el tronco de un árbol, de espaldas a las terrazas, escuchando los primeros acordes de la cobla; luego dejé el Paseo y me sumergí en las callejas del puerto. Reconocí algunos bares de la noche anterior; en un establecimiento de futbolines y máquinas creí ver la cabellera negra de Caridad, pero no era ella. Escapé del bullicio caminando hacia arriba, hacia las calles que finalizan su pendiente en la iglesia. De pronto me hallé vagando por veredas silenciosas en donde los únicos sonidos procedían de las ventanas abiertas y de los televisores. Regresé al plan por una avenida llena de tilos y de coches mal aparcados. No soplaba ni una gota de brisa. Antes de llegar a la primera terraza, por encima del griterío generalizado, escuché la voz de Carmen. Parecía estar templándola por puro gusto. Me asomé a la puerta de un bar de mala muerte, en uno de los laterales del Paseo, y allí estaba, sentada entre una clientela no muy numerosa, tomando un café con leche y una copa de coñac. Pedí una cerveza y busqué un lugar junto a ella. Tardó en reconocerme pero cuando lo hizo fue como si todo el tiempo hubiera estado esperándome. Hola, guapete, dijo, te voy a presentar a un amigo. En la silla del lado un hombre de edad indefinida, podía tener cuarenta lo mismo que sesenta, pequeño, delgado, poseedor de una voluminosa cabeza con forma de pera, me tendió la mano con gran corrección. Vestía pantalones de dril, holgados, de color azul, y un niki amarillo de mangas cortas. Cuando nos volvimos a sentar, después de las formalidades de la presentación, Carmen avisó que de un momento a otro iba a empezar su actuación. Tuve la impresión de que lo decía por si quería marcharme, pero me quedé allí sin hacer ningún comentario. Su acompañante habló entonces: no hay nada como el canto para los calores del verano, dijo ceremoniosamente, con un tono en donde se adivinaban por igual la timidez y el bienestar. Para afirmar su opinión nos enseñó unos dientes alargados de conejo, manchados de nicotina. Calla, Recluta, que siempre la cagas, dijo Carmen mientras se levantaba y, tras un breve carraspeo, se iba por delante con un cuplé, o algo similar, cabeza y busto inmóviles como si de repente le hubiera dado un ataque o se hubiera convertido en estatua de cintura para arriba, los pies, cautelosos, avanzando de punta tacón, y las manos aleteantes, acompasando el cuplé y al mismo tiempo, astutamente, recogiendo las monedas que la concurrencia le tendía. El trecho recorrido fue breve, a la medida de la canción, y la interpretación obtuvo dos o tres frases elogiosas en donde se adivinaba el cansancio por lo ya oído. Al volver junto a nosotros Carmen tenía en la palma trescientas pesetas que estampó, como si estuviera jugando al dominó, junto a su café con leche y su copa, al tiempo que hacía una ligera reverencia en dirección a la puerta donde no había nadie. Ole tu madre, dijo el Recluta, y se bebió de un trago lo que restaba de la bebida, un cuba libre a juzgar por el aspecto. Menos galgos y chanta la mui, fue la sonora respuesta de la cantante, arrebolada por el esfuerzo realizado. En sus gestos, por ejemplo el que acababa de hacer en dirección a la puerta vacía, era posible adivinar una especie de urbanidad en la que nada era improvisado, y todas las reverencias y miradas obedecían a un plan que la cantante seguía a rajatabla. El Recluta se movió en su asiento, feliz, y pidió en voz alta otro cuba libre. Carmen, a su lado, bebía a sorbitos el café con leche vigilando de reojo mis manos. Sobre la pared, entre banderines de equipos de fútbol, un reloj marcaba las nueve de la noche. Con modales altaneros el camarero puso sobre nuestra mesa otro cuba libre. Ole tus cojones, susurró el Recluta y se echó al coleto tres cuartas partes del vaso. Mueran los desprecios y mueran las insidias, añadió. Tú también te has quedado sin brújula, guapete del pelo, dijo Carmen. Pregunté qué quería decir eso de guapete del pelo. El Recluta se rió, muy bajito, y golpeó la superficie de la mesa con los nudillos y con las puntas de los dedos. Ella no va a venir, dijo Carmen. ¿Quién es ella? Caridad, hombre, ¿quién si no? La cantante y el Recluta se miraron de forma significativa. Tengo que irme, dije. Vete, niño, murmuró el Recluta; tenía los ojos vidriosos y risueños, pero no estaba borracho. Por un segundo me pareció un muñeco, o un enano que de pronto se hubiera decidido a crecer. No me moví de mi silla. No sé cuanto tiempo transcurrió; recuerdo que el sudor me corría por la cara como si estuviera lloviendo y que en determinado momento miré al Recluta y vi que su rostro, de piel mate y lustrosa, estaba completamente seco. El bar se había ido llenando de gente y Carmen, sin decir agua va, se levantó y repitió el número. Me parece que esta vez cantó algo más fuerte, pero no lo puedo asegurar; algo más fuerte y más triste. Ahora sé que no quería irme de allí porque sabía que ya en la calle debería decidir entre ir a trabajar o encaminar mis pasos hacia las afueras de Z. Finalmente pudo más mi miedo y caminando con prisa, como si alguien me persiguiera, volví al camping…