Andrés, desbocado por el entusiasmo, salió corriendo a remover en los cubos. Leonor Dot encontró el paquetito que envolvía las trece velas diminutas y se apresuró a entregárselo a la cantinera.

– Mientras acabáis voy a hablar con el capitán -le dijo-. Es importante que sepa…

Felisa García se revolvió como si la otra le hubiera dado un pisotón.

– ¡Ni se te ocurra! ¡Todo a su tiempo! Como dice el señor Buroy, la justicia es una venganza que se sirve fría. Ahora lo principal es celebrar el cumpleaños de Camila.

Leonor la miró con sorpresa y un poco de indignación.

– Si no los detienen podrían escapar -se quejó.

– ¿Ésos? ¡Pero si son unos desgraciados! ¡Y unos ignorantes, eso es lo que son! Te aseguro que no están muy lejos, ni siquiera saben que el mundo es enorme y hay miles de lugares donde esconderse. Andarán por alguna tasca de Palma o de Ciudadela. ¡Quizá ni se hayan movido de la colonia de Sant Jordi, fíjate en lo que te digo!… ¡Paco! ¿Dónde cono se ha metido ese hombre?

El cantinero, que en aquel momento se encontraba sentado en la taza del retrete, al oír las voces se pasó un papel de periódico por el trasero y salió del excusado intentando aplacar el ronroneo de sus tripas. Abrió la puerta de la cocina y asomó la cabeza, cuidándose mucho de poner un píe en los dominios de su mujer.

– ¡Paco, ya era hora! -exclamó Felisa al verlo-.Ve a por el pinchadiscos. Y tú, Andrés, llévale la comida al capitán. ¡Venga, volando, que nos vamos a celebrar el cumpleaños de Camila!

Cargó ella con la tarta y salió al bar. Al ver a los dos hombres que esperaban en la barra hizo un mohín de fastidio, pero no se detuvo.

– El local está cerrado -anunció al pasar junto a ellos.

El Lluent, que había perdido las ganas de comer, apartó con un pie los cristales de la botella y se dispuso a salir tras la cantinera, pero Benito Buroy no estaba dispuesto a quedarse con el estómago vacío. En cuanto se fuera de Cabrera le esperaban muchos meses de hambre.

– ¿Cerrado? -exclamó-. ¡Si no hay otro sitio donde

– ¡Pues servios vosotros, la olla está en los fogones!

Poco después ascendía por el camino una insólita comitiva. La encabezaba Felisa García. Caminaba muy erguida, sosteniendo en alto aquel pastel que, a medida que se iba solidificando el chocolate, adquiría las proporciones inquietantes de un meteorito. La seguía Leonor Dot, abrazada a un paquete de discos entre los que estaban «Ojos verdes», «La renegá» de Encarnita Iglesias o «Ya no te quiero» en la versión de Conchita Piquer. Detrás de ella renqueaba Paco y bufaba como si el tocadiscos fuera de plomo. Y en último lugar iba Andrés, con una maraña de banderitas arrugadas y de hilos que le colgaban por entre las piernas.

Cuando entraron en la casa, Camila se incorporó en la cama y se echó a reír. Felisa García, olvidándose de los gritos y las órdenes, se detuvo a mirar a la niña con una ternura repentina. Mientras Andrés, que se había sentado en el suelo, intentaba desliar las banderitas, y Paco instalaba el aparato y Leonor buscaba cerillas para encender las velas, la cantinera pensaba que la vida, la buena vida, la que ella siempre había deseado sin darse cuenta de que en realidad la tenía, era todo lo que sucedía entre una desgracia y otra.

Hacía mucho rato que el capitán Constantino Martínez había acabado de comer, pero la bandeja, en la que una monda de naranja reposaba sobre los restos de un guiso de alubias, permanecía sobre la mesa de su despacho. El militar agrió el gesto y se llevó una mano al estómago,

– Esa maldita metralla acabará conmigo -farfulló-. No debí comerme la naranjados ácidos me destrozan cuando estoy alterado…;Y qué le pasa a Felisa? ¿Por qué no se llevan el servicio?

– Han ido todos a celebrar el cumpleaños de la niña -contestó Benito Buroy, sentado frente a él-. El Lluent y yo hemos tenido que entrar en la cocina a servirnos los platos.

El capitán gruñó removiéndose con tanta brusquedad en la butaca que ésta, más que un crujido, dejó escapar un lamento de tablas astilladas. No cedió, sin embargo, aquel mueble viejo y lleno de carcoma. Sólo se decantó ligeramente hacia un costado, como si se dispusiera a tomar una curva. El militar debía de tener una fe ilimitada en él, porque usó el trasero para enderezarlo con la misma brusquedad con que lo había descuajeringado. Luego, tras encenderse un cigarro, dirigió una mirada siniestra hacia el teléfono que colgaba de la pared.

– ¿Qué hacía usted con una pistola, Buroy? ¿Y cómo informo de esto? Dígame, ¿cómo explico que han matado a un héroe de la Luftwaffe? Si al menos hubiera sido él el que violó a la niña… Pero no, ¡si no había hecho nada, el pobre hombre!

El capitán, echándose hacia delante para vencer los ardores, dio una larga calada de su cigarro. Sin enderezarse, como si sólo encogido pudiera soportar el largo viaje de la metralla por sus cavidades interiores, contempló fijamente la brasa que humeaba a escasa distancia de su nariz.

– Después de esto ya nunca me destinarán a la Península -se lamentó-. Me pudriré en esta mierda de isla, si no me sacan antes los ingleses.

– Sería mejor que en Palma no supieran lo que ha sucedido -insinuó Benito Buroy.

– ¿Y cómo lo oculto, eh? ¡Ya me gustaría echar tierra por encima, ya me gustaría, pero no puedo! Mañana viene la barca a recoger al piloto. ¿Qué coño quiere que les diga?

Benito Buroy se encogió de hombros. Tenía razón el capitán. Al día siguiente llegaba la barca de abastecimiento y él tampoco había podido matar a Markus Vogel. Así que volvería a Mallorca y se pondría en manos del comisario.

– Maldita sea -gimió de nuevo el capitán Constantino Martínez.

En aquel momento, el soldado de guardia abrió la puerta para anunciar que el cantinero buscaba a Benito Buroy. Entró Paco increíblemente desgreñado, la camisa abierta hasta el ombligo y su mata de pelo torácico empapada de sudor. El hombre jadeaba, pero parecía contento. Daba la impresión de que sutilísimas descargas eléctricas le fueran provocando leves movimientos en los brazos y en las piernas. El capitán y Buroy se dieron cuenta de que a duras penas reprimía un caderazo conectado sin duda con alguna música interior.

– ¿Está usted… bailando? -preguntó el militar-. ¿O es que ha vuelto a pasarse con la bebida?

– Las dos cosas, mi capitán, pero con el permiso de mi muj er.

– ¿Y a qué viene aquí?

– Me envían para decirle a Buroy que la señora Leonor quiere hablar con él. Que si puede subir ahora, si no le es molestia y da usted su permiso.

El capitán Constantino Martínez, con los brazos cruzados sobre el vientre, pensó que vivía rodeado de cretinos. Mataban a un hombre en el muelle y al poco rato estaban todos de fiesta. Por si eso fuera poco no le invitaban, y reclamaban además la presencia del hombre que había arruinado su carrera militar. Decididamente, por él podían irse todos a la mierda.

Benito Buroy se había puesto en pie y le interrogaba con la. mirada. El capitán hizo un gesto con la cabeza con el que quiso dar a entender su asentimiento, pero también su desinterés por cualquier tipo de acto festivo y un ilimitado desprecio por todo el estamento civil. Demasiadas cosas para el alcance de su mímica. Buroy, que sólo le había visto cabecear, avanzó un paso y apoyó las yemas de los dedos sobre la mesa.

– ¿Puedo? -preguntó.

– ¡Ya he dicho que sí! ¡Vayase!

Salió Benito Buroy acompañado por el cantinero, y el capitán se quedó a solas en su despacho. Los dos hombres se encaminaron hacia la casa de Leonor Dot. Comenzaba a anochecer. La higuera, sacudida por una brisa intermitente, esparcía por e! aire el aroma de su plenitud. También el mar olía fuerte, a algas y a sal. La noche se anunciaba agridulce y embriagadora.

A medida que se acercaban a la casa se iba oyendo la música con mayor intensidad. A Paco se le escapaba la danza. No tardó en hacer remolinos con los pies, y en girar sobre las puntas alzando los codos. Tras cada explosión de ritmo recuperaba la compostura, se ponía al paso de Benito Buroy y lo miraba como si fueran cómplices de alguna diversión secreta. El pistolero caminaba con ganas de llegar de una vez.