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– Los cajamarquinos llamaron para confirmar la reunión a las cinco, don Cayo.

– Sí, está bien -sacó un sobre de su maletín y se lo entregó-. ¿Quiere averiguarme en qué estado anda este trámite? Es una denuncia de tierras en Bagua. Vaya personalmente, doctorcito.

– Mañana mismo, don Cayo -el doctor Alcibíades hojeó el memorándum, asintiendo-. Sí, cuántas firmas faltan, qué informes, ya veo. Muy bien, don Cayo.

– Ahorita llegará la noticia de que ha desaparecido la plata de la conspiración -sonrió él, observando el sobre del Mayor y Lozano-. Ahorita los comunicados de los líderes acusándose unos a otros de traidores y de ladrones. Uno se aburre a veces de que pasen siempre las mismas cosas ¿no?

El doctor Alcibíades asintió y educadamente sonrió.

– ¿Que por qué me parece usted tan honrado y tan decente? -dijo Ambrosio-. Vaya, no me haga preguntas tan difíciles, don.

– ¿De veras me van a destinar a cuidar al señor Bermúdez, señor Lozano? -dijo Ludovico.

– Estás que revientas de felicidad -dijo el señor Lozano-. Esto te lo has trabajado muy bien con Ambrosio ¿no?

– No vaya usted a creer que yo no quiero trabajar con usted, señor Lozano -dijo Ludovico-. Lo que pasa es que con el negro nos hemos hecho tan amigos, y él me dice siempre por qué no haces que te cambien y yo no, con el señor Lozano estoy feliz. A lo mejor Ambrosio hizo la gestión por propia iniciativa, señor.

– Está bien -se echó a reír el señor Lozano-. Esto es un ascenso para ti y me parece justo que quieras mejorar.

– Bueno, comenzando por su manera de hablar de la gente -dijo Ambrosio-. Usted no para insultando a todo el mundo apenas le vuelven la espalda, como don Cayo. Usted no raja de nadie, de todos habla bien, con educación.

– Le he hablado muy bien de ti a Bermúdez -dijo el señor Lozano-. Cumplidor, de agallas, que todo lo que le dijo el negro era cierto. No me vas a hacer quedar mal. Ya sabes, bastaba que yo le hubiera dicho no sirve, para que Bermúdez siguiera mi consejo. O sea que este ascenso se lo debes tanto al negro como a mí.

– Claro, señor Lozano -dijo Ludovico-. Cuánto se lo agradezco, señor. No sé cómo corresponderle, le digo.

– Yo sí -dijo el señor Lozano-. Portándote bien, Ludovico.

– Usted manda y yo ahí, a sus órdenes para lo que sea, señor Lozano.

– Metiéndote la lengua al bolsillo, además -dijo el señor Lozano-. Nunca has salido con el Forcito conmigo, no sabes qué es la mensualidad. Puedes corresponderme así ¿ves?

– Le juro que no necesitaba hacerme esa recomendación, señor Lozano -dijo Ludovico-. Le juro que estaba demás. Qué me cree usted, por favor.

– Tú sabes que de mí depende Que entres algún día al escalafón -dijo el señor Lozano-. O que no entres nunca, Ludovico.

– Y por su manera de tratarla, también -dijo Ambrosio-. Tan elegante, y haciendo siempre comentarios tan bonitos, tan inteligentes. Yo me lo quedo oyendo cuando usted habla con alguien, don.

– Ahí vienen ya Hipólito y el cholo Cigüeña -dijo Ludovico.

Subieron al Forcito y Ludovico estaba tan contento con la noticia del traslado que me metía contra el tráfico, le contó a Ambrosio después. El cholo Cigüeña repetía sus cuentos de siempre.

– Se descompusieron las cañerías y costó carísimo, señor Lozano. Además, la clientela disminuye cada día. Los limeños ya ni cachan, señor, y uno se va a la ruina.

– Bueno, como anda tan mal tu negocio, entonces no te importará que te lo cierre mañana -dijo el señor Lozano.

– Usted cree que son mentiras que invento para no entregarle la mensualidad, señor Lozano -protestó el cholo Cigüeña-. Pero no, aquí está, usted sabe que esto es sagrado para mí. Le cuento mis apuros sólo como amigo, señor Lozano, para Que usted sepa.

– Por su manera de tratarme a mí, también -dijo Ambrosio-. Por la forma como me oye, como me pregunta, como conversamos. Por la confianza que me da. Mi vida cambió desde que entré a trabajar con usted, don.

VII

EL DOMINGO Amalia se demoró una hora arreglándose y hasta Símula, siempre tan seca, le bromeó caramba, qué preparativos para la salida. Ambrosio estaba ya en el paradero cuando ella llegó y le apretó la mano tan fuerte que Amalia dio un gritito. Ay, se reía, contento, terno azul, una camisa tan blanca como sus dientes, una corbatita de motas rojas y blancas: siempre lo tenías saltón, Amalia, ahora también había estado dudando si me dejarías plantado. El tranvía vino semivacío y, antes de que ella se sentara, Ambrosio sacó su pañuelo y sacudió el asiento. La ventana para la reina, dijo, doblándose en dos. Qué buen humor, cómo cambiaba, y se lo dijo: qué distinto te pones cuando no tienes miedo de que te vayan a chapar conmigo. Y él estaba contento porque se acordaba de otros tiempos, Amalia. El conductor los miraba divertido con los boletos en la mano y Ambrosio lo despachó diciéndole ¿se le ofrece algo más? Lo asustaste, dijo Amalia, y él sí, esta vez no se le iba a cruzar nadie, ni un conductor, ni un textil. La miró a los ojos, serio: ¿yo me porté mal, yo me fui con otra? Portarse mal era cuando uno dejaba a su mujer por otra, Amalia, nos peleamos porque no comprendiste lo que te pedí. Si no hubiera sido tan caprichosa, tan engreída, se habrían seguido viendo en la calle y trató de pasarle el brazo por el hombro pero Amalia se lo retiró: suéltame, te portaste mal, y se oyeron risitas. El tranvía se había llenado. Estuvieron un rato callados y después él cambió de conversación: irían un momentito a ver a Ludovico, Ambrosio tenía que hablarle, después se quedarían solos y harían lo que Amalia quisiera. Ella le contó cómo don Cayo y don Fermín alzaban la voz en el escritorio y que el señor dijo después que don Fermín era una rata. Rata será él, dijo Ambrosio, después de ser tan amigos ahora está queriendo hundirlo en sus negocios. En el centro tomaron un ómnibus al Rímac y caminaron un par de cuadras. Era aquí, Amalia, en la calle Chiclayo. Lo siguió hasta el fondo de un pasillo, lo vio sacar una llave.

– ¿Me crees tonta? -dijo, cogiéndolo del brazo-. Tu. amigo no está ahí. La casa está vacía.

– Ludovico vendrá más tarde -dijo Ambrosio-. Lo esperaremos conversando.

– Vamos a conversar caminando -dijo Amalia- No voy a entrar ahí.

Discutieron en el patio de losetas fangosas, observados por chiquillos que habían dejado de corretear, hasta que Ambrosio abrió la puerta y la hizo entrar, de un jalón, riéndose. Amalia vio todo oscuro unos segundos hasta que Ambrosio prendió la luz.

SALIÓ de la oficina a un cuarto para las cinco y Ludovico estaba ya en el auto, sentado junto a Ambrosio. Al paseo Colón, al. club Cajamarca. Estuvo callado y con los ojos bajos durante el trayecto, dormir más, dormir más. Ludovico lo acompañó hasta la puerta del club: ¿entraba, don Cayo? No, espera aquí. Comenzaba a subir la escalera cuando vio aparecer en el rellano la silueta alta, la cabeza gris del senador Heredia y sonrió: a lo mejor la señora Heredia estaba aquí. Llegaron todos ya, le dio la mano el senador, un milagro de puntualidad tratándose de peruanos. Que pasara, la reunión sería en el salón de recepciones. Luces encendidas, espejos de marcos dorados en las vetustas paredes, fotografías de vejestorios bigotudos, hombres apiñados que dejaron de murmurar al verlos entrar: no, no había ninguna mujer. Se acercaron los diputados, le presentaron a los otros: nombres y apellidos, manos, mucho gusto, buenas tardes, pensaba la señora Heredia y ¿Hortensia, Queta, Maclovia?, oía a sus órdenes, encantado, y entreveía chalecos abotonados, cuellos duros, pañuelitos rígidos estirados en los bolsillos de los sacos, mejillas amoratadas, y mozos de chaqueta blanca que pasaban bebidas, bocaditos. Aceptó un vaso de naranjada y pensó tan distinguida, tan blanca, esas manos tan cuidadas, esos modales de mujer acostumbrada a mandar, y pensó Queta tan morena, tan tosca, tan vulgar, tan acostumbrada a servir.