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– Espero que no me vengas con ningún cuentanazo, cojo -dijo el señor Lozano-. Mira que estoy de muy malhumor.

– Cómo se le ocurre -dijo el cojo Melequías-. Aquí está su sobrecito, con saludos del jefe, señor Lozano.

– Vaya, menos mal. -Y Ludovico e Hipólito como diciendo lo amansó completamente-. ¿Y qué hubo de lo otro, cojo, se apareció el sujeto por acá?

– Se apareció el viernes -dijo el cojo Melequías-. En el mismo carro de la otra vez, señor Lozano.

– Bien cojo -dijo el señor Lozano-. Bravo cojo.

– ¿Que si me parece mal? -dijo Ambrosio-. Bueno, don, por una parte claro que sí ¿no? Pero esas cosas de la policía, de la política, nunca son muy limpias. Trabajando con don Cayo uno se daba cuenta, don.

– Pero ocurrió un accidente, señor Lozano -Ludovico e Hipólito: la embarró otra vez-. No, no me olvidé de cómo se manejaba el aparato, el tipo que usted mandó hizo la instalación perfecta. Yo mismo moví la palanquita.

– Y entonces dónde están las cintas -dijo el señor Lozano-. Dónde las fotografías.

– Se las comieron los perros, señor -Hipólito y Ludovico no se miraron, torcían las bocas, se encogían-. Se comieron la mitad de la cinta, hicieron trizas las fotos. El paquetito estaba sobre la nevera, señor Lozano, y los animales se…

– Basta, basta, cojo -gruñía el señor Lozano-. No eres imbécil, eres algo más, no hay palabras para decir qué eres, cojo. ¿Los perros, se las comieron los perros?

– Unos perrazos enormes, señor -dijo el cojo Melequías-. Los trajo el jefe, unos hambrientos, se comen lo que encuentran, hasta a uno se lo pueden comer si se descuida. Pero el sujeto seguro que va a volver y…

– Anda donde un médico -decía el señor Lozano-. Debe haber algún tratamiento, inyecciones, algo, tanta brutalidad debe poder curarse. Los perros, carajo, se las comieron los perros. Chau, cojo. Sal, no te disculpes y bájate de una vez. A Prolongación Meigos, Ludovico.

– Y, además, no sólo el señor Lozano era un aprovechador -dijo Ambrosio-. ¿Acaso don Cayo no lo es también, en otra forma? Ese par decían que en el cuerpo todos los del escalafón mordían de alguna manera, desde el primero hasta el último. Por eso sería el gran sueño de Ludovico que lo asimilaran. No se crea que toda la gente es tan honrada y tan decente como usted, don.

– Ahora bájate tú, Hipólito -dijo el señor Lozano-. Que te vayan conociendo, ya que a Ludovico no le van a ver la cara un buen tiempo.

– ¿Y por qué ha dicho eso, señor Lozano? -dijo Ludovico.

– No te hagas el cojudo, sabes de sobra por qué-dijo el señor Lozano-. Porque vas a trabajar con el señor Bermúdez, tal como querías ¿no?

A MEDIADOS de la semana siguiente, Amalia estaba ordenando una repisa cuando tocaron el timbre. Fue a abrir y la cara de don Fermín. Le temblaron las rodillas, apenas alcanzó a balbucear buenos días.

– ¿Está don Cayo? -no respondió a su saludo, entró a la sala casi sin mirarla-. Dile que es Zavala, por favor.

No te ha reconocido, atinó a pensar, medio asombrada, medio resentida, y en eso surgió la señora en la escalera: pasa Fermín, siéntate, Cayo estaba viniendo, acaba de llamarme, ¿le servía una copa? Amalia cerró la puerta, se escabulló hacia el repostero y espió. Don Fermín miraba su reloj, tenía los ojos impacientes y la cara molesta, la señora le alcanzó un vaso de whisky. ¿Qué le había pasado a Cayo, que era siempre tan puntual? Parece que mi compañía no te gusta, decía la señora, me voy a enojar. Se trataban con qué confianza, Amalia estaba asombrada. Salió por la puerta de servicio, cruzó el jardín y Ambrosio se había alejado un poco de la casa. La recibió con la cara aterrada: ¿te vio, te habló?

– Ni siquiera me reconoció -dijo Amalia-. ¿Acaso he cambiado tanto?

– Menos mal, menos mal -respiró Ambrosio como si le hubieran devuelto la vida; movía la cabeza, todavía compungido, y miraba la casa.

– Siempre con secretos, siempre con miedos -dijo Amalia-. Yo habré cambiado pero tú sigues idéntico.

Pero se lo decía sonriendo, para que viera que no lo estaba riñendo, que era jugando, y pensó qué contenta estás de verlo, bruta. Ahora Ambrosio se reía también y con sus manos daba a entender de la que nos salvamos, Amalia. Se acercó un poco más a ella y de repente le cogió la mano: ¿saldrían el domingo, se encontrarían en el paradero a las dos? Bueno, pues, el domingo.

– O sea- que don Fermín y don Cayo se han amistado -dijo Amalia-. O sea que don Fermín va a estar viniendo siempre. Cualquier día me va a reconocer.

– Al contrario, ahora sí que están peleados a muerte -dijo Ambrosio-. Don Cayo le está arruinando los negocios a don Fermín, porque es amigo de un General que quiso hacer una revolución.

Le estaba contando cuando en eso vieron el auto negro de don Cayo volteando la esquina, ahí está, corre, y Amalia se metió a la casa. Carlota la estaba esperando en la cocina, los ojazos locos de curiosidad: ¿lo conocía al chofer de ese señor?, de qué hablaron, qué te dijo, ¿era pintonsísimo, no? Ella le decía mentiras y en eso la señora la llamó: sube esta bandeja al escritorio, Amalia. Subió con las copas y ceniceros que bailaban, temblando, pensando el idiota de Ambrosio me ha contagiado sus miedos, si me reconoce qué me va a decir. Pero no la reconoció: los ojos de don Fermín la miraron un segundo sin mirarla y se desviaron. Estaba sentado y taconeaba, impaciente. Puso la bandeja en el escritorio y salió. Se quedaron encerrados una media hora. Discutían, hasta la cocina se oían las voces, muy fuertes, y la señora vino y juntó la puerta del repostero para que no pudieran oír. Cuando vio por la cocina que el auto de don Fermín partía, subió a recoger la bandeja. La señora y el señor conversaban en la sala. Qué gritos, decía la señora, y el señor: esta rata quería huir cuando creyó que se hundía el barco, ahora las está pagando y no le gusta. ¿Con qué derecho le decía rata a don Fermín que era mucho más decente y bueno que él?, pensó Amalia. Seguro le tendría envidia y Carlota cuéntame, quién era, qué se decían.

– YO también estoy en este cargo porque me lo pidió el Presidente -dijo el doctor Arbeláez, suavizando la voz y él pensó bueno, hagamos las paces-. Estoy tratando de realizar una labor positiva y…

– Todo lo positivo de este Ministerio lo hace usted, doctor -dijo él, con energía-. Yo me ocupo de lo negativo. No, no estoy bromeando, es cierto. Le aseguro que le hago un gran servicio, eximiéndolo de todo lo que se refiere a la baja policía.

– No he querido ofenderlo, don Cayo -el mentón del doctor Arbeláez no temblaba ya.

– No me ha ofendido, doctor -dijo él-. Hubiera querido hacer esos cortes en el fondo de seguridad. Simplemente, no puedo. Lo va a comprobar usted mismo -El doctor Arbeláez cogió el expediente y se lo alcanzó.

– Guárdelo, no necesito que me demuestre nada, le creo sin pruebas -Trató de sonreír, separando apenas los labios-. Ya veremos qué inventamos para renovar esos patrulleros y comenzar las obras en Tacna y Moquegua.

Se dieron la mano, pero el doctor Arbeláez no se levantó a despedirlo. Fue directamente a su oficina y el doctor Alcibíades entró detrás de él.

– El Mayor y Lozano acaban de irse, don Cayo -le entregó un sobre-. Malos informes de México, parece.

Dos páginas a máquina, corregidas a mano, anotadas en los márgenes con letra nerviosa. El doctor Alcibíades le encendió el cigarrillo mientras él leía, despacio.

– Así que la conspiración avanza-se aflojó la corbata, dobló los papeles y los metió otra vez en el sobre-. ¿Eso les parecía tan urgente al Mayor y a Lozano?

– En Trujillo y Chiclayo ha habido reuniones de apristas y Lozano y el Mayor creen que tiene relación con la noticia de que ese grupo de exilados están listos para partir de México -dijo el doctor Alcibíades-. Han ido a hablar con el Mayor Paredes.

– Ojalá vinieran esos pájaros al país, para echarles mano -dijo él, bostezando-. Pero no vendrán. Ésta es la décima o undécima vez ya, doctorcito, no se olvide. Dígales al Mayor y a Lozano que nos reuniremos mañana. No hay apuro.