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EL sábado sonó el teléfono dos veces en la mañana, la señora se acercaba a contestar y no era nadie. Me están haciendo pasadas, decía la señora, pero en la tarde sonó otra vez, Amalia ¿aló, aló?, y por fin reconoció la voz asustada de Ambrosio. Así que eras tú el que estuvo llamando, le dijo riéndose, no hay nadie, habla nomás. No podía salir el domingo con ella y tampoco el próximo, tenía que llevar a don Fermín a Ancón. Qué importa, dijo Amalia, otro día pues. Pero sí le importó, la noche del sábado estuvo desvelada, pensando. ¿Sería cierto lo de Ancón? El domingo salió con María y Anduvia. Se fueron a pasear por el Parque de la Reserva, se compraron helados y estuvieron sentadas en el pasto, conversando, hasta que se acercaron unos soldados y tuvieron que irse. ¿No sería que tenía compromiso con otra? Fueron al cine "Azul"; estaban de buen humor y, sintiéndose seguras siendo tres, dejaron que dos tipos les convidaran la entrada.

¿No sería que en ese momento estaba en otro cine bien acompañado de? Pero a media función quisieron aprovecharse y ellas se salieron del "Azul" corriendo, y los tipos detrás gritando ¡nuestra plata, estafadoras!, felizmente encontraron un cachaco que los espantó.

¿No sería que se había cansado de lo que ella le recordaba siempre lo mal que se portó? Toda la semana, Amalia, María y Anduvia sólo hablaron de los tipos, y una a otra se metían miedo, van a venir, chaparon donde vivimos, te van a matar, nos van a, con ataques de risa hasta que Amalia se ponía a temblar y corría a la casa. Pero en las noches se quedaba pensando en lo mismo: ¿no sería que no iba a volver a buscarla más? El domingo siguiente fue a visitar a la señora Rosario a Mirones. La Celeste se había escapado con un tipo y a los tres días había vuelto solita, con la cara larga. La azoté hasta sangrarla, decía la señora Rosario, y si el tipo la llenó la mato. Amalia se quedó hasta la noche, sintiéndose más deprimida que nunca en el callejón. Se daba cuenta de las charcas de agua hedionda, de las nubes de moscas, de los perros tan flacos, y se asombraba pensando que había querido pasar el resto de la vida en el callejón cuando murieron su hijito y Trinidad. Esa noche se despertó antes del amanecer: qué te importa que no venga más, bruta, mejor para ti. Pero estaba llorando.

– EN ese caso, voy a verme obligado a recurrir al Presidente, don Cayo -el doctor Arbeláez se calzó los anteojos, en los puños duros de su camisa destellaban unos gemelos de plata-: He procurado mantener las mejores relaciones con usted, jamás le he tomado cuentas, he aceptado que la Dirección de Gobierno me subestime totalmente en mil cosas. Pero no debe olvidar que yo soy el Ministro y que usted está a mis órdenes.

Él asintió, los ojos clavados en los zapatos. Tosió, el pañuelo contra la boca. Alzó la cara, como resignándose a algo que lo entristecía.

– No vale la pena que moleste al Presidente -dijo, casi con timidez-. Yo me permití explicarle el asunto. Naturalmente, no me hubiera atrevido a negarme a su solicitud, sin el respaldo del Presidente.

Lo vio cogerse las manos, quedar absolutamente inmóvil, mirándolo con un odio minucioso y devastador.

– De modo que ya habló con el Presidente -le temblaban el mentón, los labios, la voz- Usted le habrá presentado las cosas desde su punto de vista, claro.

– Voy a hablarle con franqueza, doctor -dijo él, sin malhumor, sin interés-. Estoy en la Dirección de Gobierno por dos razones. La primera, porque me lo pidió el General. La segunda, porque él aceptó mi condición: disponer del dinero necesario y no dar cuenta a nadie de mi trabajo, sino a él en persona. Perdóneme que se lo diga con crudeza, pero las cosas son así.

Miró a Arbeláez, esperando. Su cabeza era grande para su cuerpo, sus ojitos miopes lo arrasaban despacio, milimétricamente. Lo vio sonreír haciendo un esfuerzo que descompuso su boca.

– No pongo en duda su trabajo, sé que es sobresaliente, don Cayo -hablaba de una manera artificiosa y jadeante, su boca sonreía, sus ojos lo fulminaban, incansables-. Pero hay problemas que resolver y usted tiene que ayudarme. El fondo de seguridad es exorbitante.

– Porque nuestros gastos son exorbitantes -dijo él-. Se lo voy a demostrar, doctor.

– Tampoco dudo Que usted utiliza esa partida con la mayor responsabilidad -dijo el doctor Arbeláez-. Simplemente…

– Lo que cuestan las directivas sindicales adictas, las redes de información en centros de trabajo, Universidades y en la administración -recitó él, mientras sacaba un expediente de su maletín y lo ponía sobre el escritorio-. Lo que cuestan las manifestaciones, lo que cuesta conocer las actividades de los enemigos del régimen aquí y en el extranjero.

El doctor Arbeláez no había mirado el expediente; lo escuchaba acariciando un gemelo, sus ojitos odiándolo siempre con morosidad.

– Lo que cuesta aplacar a los descontentos, a los envidiosos y a los ambiciosos que surgen cada día dentro del mismo régimen -recitaba él-. La tranquilidad no sólo es cuestión de palo, doctor, también de soles. Usted pone mala cara y tiene razón. De esas cosas feas me ocupo yo, usted no tiene siquiera que enterarse. Échele una ojeada a estos papeles y me dirá después si usted cree que se pueden hacer economías sin poner en peligro la seguridad.

– PERO ¿sabe usted por qué don Cayo le aguanta al señor Lozano sus vivezas con los jabes y los bulines, don? -dijo Ambrosio.

Dicho y hecho, el señor Lozano había perdido su buen humor: en este país todos se las querían dar de vivos, era la tercera vez que Pereda venía con el cuentecito del cheque. Ludovico e Hipólito, mudos, se miraban de reojo: carajo, como si él hubiera nacido ayer. No les bastaba hacerse ricos explotando la arrechúra de la gente, además querían explotarlo a él. No se iba a poder, se iba a empezar a aplicar la ley y a ver dónde iban a parar los jabes. Ya estaban en la Urbanización de "Los Claveles”, ya habían llegado.

– Bájate tú, Ludovico -dijo el señor Lozano-. Tráeme al cojo aquí.

– Porque gracias a sus contactos con los jabes y bulines, el señor Lozano se entera de la vida y milagros de la gente -dijo Ambrosio-. Así decían ese par, al menos.

Ludovico fue corriendo hasta la tapia. No había cola: los autos daban sus vueltas hasta que salía algún carro, entonces se cuadraban frente al portón, señales con las luces, les abrían y a mojar. Adentro todo estaba oscuro; sombras de autos entrando a los garajes, rayitas de luz bajo las puertas, siluetas de mozos llevando cervezas.

– Salud, Ludovico -dijo el cojo Melequías-. ¿Te sirvo una cerveza?

– No hay tiempo, hermano -dijo Ludovico-. Ahí está el hombre esperando.

– Bueno, no sé exactamente de qué se enteraría, don -dijo Ambrosio-. De qué mujer le metía cuernos a su marido y con quién, de qué marido a su mujer y con quién. Me figuro que de eso.

Cojeando Melequías fue hasta la pared y descolgó su saco, agarró a Ludovico del brazo: hazme de bastón para ir más rápido, hermano. Hasta la Panamericana no paró de hablar, como siempre, y de lo mismo que siempre: sus quince años en el cuerpo. Y no como un simple tira, Ludovico, sino dentro del escalafón, y de los hampones que le habían jodido la pata a chavetazos esa vez.

– Y esos datos a don Cayo le sirven mucho ¿no cree, don? -dijo Ambrosio-. Sabiendo esas intimidades de las personas, las tiene aquí ¿no?

– Debías agradecérselo a los hampones, Melequías -dijo Ludovico-. Gracias a ellos tienes este trabajito descansado, donde debes estarte forrando.

– No creas, Ludovico -veían pasar zumbando los autos por la Panamericana, el Forcito no llegaba-. Extraño el cuerpo. Sacrificado, sí, pero eso era vivir. Ya sabes, hermano, cuando necesites ésta es tu casa. Cuarto gratis, servicio gratis, hasta trago gratis para ti, Ludovico. Mira, ahí está el autito.

– Ese par creían que con los datos que le pasaban en los jabes, el señor Lozano hacía sus chantajes -dijo Ambrosio-. Que sacaba sus tajadas también por evitar escándalos a la gente. ¿Qué tipo para los negocios no, don?