– ¿Quién es?

– ¿Es usted Charo? Soy Marta, una amiga de Pepe. Tengo urgente necesidad de hablar con usted.

– ¿Pero a estas horas? Son las dos.

– Es urgente.

– ¿Le ha pasado algo a Pepe?

– Es urgente, se lo ruego.

– Está bien. Suba.

El sonido del abridor automático pareció un estremecimiento.

– Es que no son horas.

Dijo Charo con la alarma en los ojos cargados de sueño y de rímel corrido. Llevaba un salto de cama casi transparente y Marta Miguel captó la colilla de habano que contenía el cenicero del pequeño "living" a donde fueron a parar y la botella de whisky, los dos vasos con los restos de agua teñida por el alcohol de los cubitos disueltos.

– No sabe cuánto lo siento, pero su amigo está de viaje y necesitaba hablar con usted. Se marchó con tanta rapidez. Ya le pregunté a su socio.

– ¿Qué socio?

– Un chico delgadito, calvo, con el pelo así…

– Biscuter. Bueno, su socio, está bien. ¿Y qué le dijo él?

– Que tal vez usted sabría algo.

– Pero él me lo dijo por teléfono, delante de usted, ahora recuerdo, y le dije que no me había dicho nada.

– Pensé que contestaba usted por discreción, pero que si le forzara a recordar…

– No me dijo nada de usted, ni de usted ni de nadie. No me habla de su trabajo, sólo cuando me necesita y últimamente no sé donde para, porque nos vemos muy poco.

Charo se dio cuenta del abatimiento de Marta.

– Bueno, no se ponga usted así. Tome una copa.

– La he despertado.

– Ahora ya no hay quien me duerma y una copa me sentará bien.

Charo instó a Marta a que se sentara. Fue a la cocina a buscar dos vasos limpios y cubitos de hielo. Cuando volvió encontró a Marta con la cabeza reclinada sobre el respaldo del sofá y el antebrazo sobre los ojos. Retiró el brazo cuando oyó el tintineo de los cubitos en los vasos, empuñó un vaso y se llevó el helor del cristal a los párpados cerrados, como si le aliviara el dolor de los ojos convertidos en tumores.

– ¿Qué le pasa? ¿Se encuentra mal?

Marta Miguel llevaba despeinados los cortos cabellos no muy limpios. El cansancio, la bebida, la jaqueca acentuaban la asimetría de sus facciones, el brillo de sus labios caídos, la estampa de animal de tercera clase cansado de sí mismo.

– A ellos nunca les pasará nada. Son tan brillantes. Tienen tanto dinero. Tantos amigos.

– ¿De quién habla?

– De ellos.

Y el brazo en ángulo de Marta Miguel abarcaba una no delimitada tribu de triunfadores a la que sin duda ella no pertenecía.

– No les conoce. O quizá sí, porque son todos iguales. ¿Ha oído usted hablar del crimen de la botella de champán? ¿De esa mujer que apareció asesinada en su casa, de madrugada?

– Sí. Lo he leído. Por encima, pero lo he leído. ¿Lleva el caso Pepe?

– No. Lo llevo yo.

Y se echó a reír.

– Vaya si lo llevo yo.

Desde su divertimento intransferible, Marta Miguel estudió la reacción de Charo, de aquella morenita de ojos grandes y labios carnosos, con ojeras y patas de gallo.

– Yo estaba allí la noche del crimen. Era una fiesta en torno de Celia, la que murió. Celia era muy amiga de Rosa Donato, a la que acabo de mandar a la mierda. Era una fiesta horrible, llena de cursis, pero la daba ella, estaba ella y yo había suspirado años y años porque llegara aquel momento. ¿Vio la foto en el periódico? No le hacía justicia y eso que ya no era ninguna niña, ya era una mujer como yo, de cuarenta para arriba. Era rubia, tenía un pelo precioso, la cara de muchacha florentina -no sé por qué digo esto, tampoco sé muy bien cómo son las muchachas florentinas-, un cuerpo largo, que se movía como la música, una piel de lujo, de lujo, de melocotón dicen los escritores. Creo que se había hecho más hermosa con los años. Cuando era una muchacha también lo era, pero le faltaba el encanto de una cierta decadencia, eso es, de una cierta decadencia. Se estaba pudriendo, Celia Mataix, como yo, como la Donato, como usted. Pero ella se pudría desde la belleza absoluta. La recuerdo como si la estuviera viendo, hace veinte y algunos años, en la universidad. ¿Usted ha ido a la universidad?

– No.

– Siempre llevaba una rosa fresca y unos jerseys de cuello cisne que yo nunca he podido llevar, entonces porque eran muy caros y ahora porque soy cuellicorta. Viene de familia. Mi padre también era cuellicorto y mi madre, pobrecita, también. Tengo a mi madre inválida. Sólo tiene ojos y piel, la pobre.

– Cuánto lo siento.

– Usted lo siente porque tiene buen corazón. Pero ellos no lo sienten. No necesitan tener sentimientos. Tienen razón, porque desde niños han sabido que el mundo estaba hecho a su medida y bastaba con entenderlo desde sus propios intereses. Ella era igual, me refiero a Celia, pero tenía un no se qué de frágil. No era un tiburón. Era frágil. A veces les sale gente así, parásitos que alimentan y ocultan para que no haga el ridículo la clase social o la raza, porque ya son una raza, vaya si son una raza. Una clase social tan cínica, tan dominante, acaba convirtiéndose en una raza y te lo escupen a la cara, palabra a palabra, gesto a gesto: no eres de los nuestros, aunque tú valgas cien veces más que ellos y te hayas roto los codos para saber tanto como ellos, lo mismo que ellos, más que ellos. Pero por mucho que aprendas, nunca llegarás a saber lo que verdaderamente les distingue, una capacidad de aprecio a sí mismos y de relativización de lo ajeno para la que nosotros no estamos dotados. Por muy fuertes que consigamos ser, aunque tengamos dinero, incluso cultura o poder, seguimos pidiendo perdón por haber nacido.

– ¿De quién habla?

– De ellos. De esa gentuza.

– ¿Qué tiene que ver mi Pepe con todo esto?

– Él me buscó porque estaba interesado en el crimen y cuando me encontró no me hizo ni caso, al contrario, lo dejó correr todo.

Marta Miguel se bebió un segundo whisky. Levantó el vaso brindando silenciosamente por Charo y lo vació en dos tragos. Veía a Charo a través de una cortina de humedad inexplicable y le parecía una chica bonita, más cerca de los cuarenta que de los treinta.

– No permita que su Pepe la deje tan sola. Es usted joven y muy guapa.

– Gracias. Bueno, me quejo, pero él tiene su trabajo y yo el mío.

Marta se volcó hacia adelante y puso una mano sobre una rodilla de Charo que había quedado al descubierto por un vencimiento del salto de cama. Charo miró la mano y luego el rostro abotargado de Marta, donde campeaba una sonrisa lasciva y boba. Apartó la rodilla, pero la mano la siguió, como si fuera una ventosa. Charo cogió la mano de Marta y la apartó.

– Lo siento, señora, pero no me va la tortilla.

Marta quedó con la mano en el aire un instante. Luego la replegó a su posición de partida y suspiró.

– No le va la tortilla.

Se echó a reír.

– Las cosas claras. Un whisky más y me voy, se lo juro.

– Que no me vaya la tortilla, no quiere decir que la eche.

– Pasaba por aquí, sólo he venido a saludarla.

Reía su propia gracia.

– Y lo peor de todo es que no puedo hacer nada contra ellos. Son invulnerables.

– Mañana verá las cosas de otra manera. Necesita descansar. ¿Cómo ha venido hasta aquí?

– En coche. Tengo coche.

Añadió con satisfacción exagerada.

– Soy el primer miembro de mi familia que tiene coche.

– No está como para conducir. ¿Quiere que llame un taxi?

– Tengo coche y volveré a casa en coche.

Exclamó fieramente Marta Miguel al tiempo que se ponía en pie, dispuesta a impedir que Charo le quitara el derecho a conducir su coche. Avanzó hacia la puerta con zancadas de fingida seguridad y una vez allí adelantó los labios para besar una mejilla de Charo.

– De todas maneras, gracias. Usted me comprende. ¿Podremos ser amigas con el tiempo?

No esperó la contestación. Abrió la puerta de par en par y la cerró con estruendo tras ella. Hizo un esfuerzo por contener el vómito hasta llegar a la calle. Pero brotó como un surtidor agriado en cuanto el ascensor inició el descenso.