– ¿Puedo saludarle?

Se inclina el monje tatuado y se retira. Carvalho va hacia el pertinaz picapedrero dotado de un instinto de piedra que le permite acertar cada vez que el martillo desciende como un rayo lento. desde la base de la montaña, Carvalho grita su nombre. El martilleo se detiene y sobre Carvalho cae la mirada penetrante y recelosa de Asia.

– Quisiera hablar con usted.

El monje se alza en su estatura de álamo y desciende con un cuidado que evita el desmoronamiento de las piedras. Carvalho teme por la suerte de las plantas de sus pies descalzos, pero el descenso se realiza con precisión de experto. Es un monje alto, de cabeza ovoide, de músculos largos y ojos amarillentos por el ayuno el que se inclina ante Carvalho y asume el tono de confidencia de sus palabras y el inicio de un paseo que los aleje de donde aguarda el monje tatuado.

– Me ha dado su nombre la madre de Archit.

Carvalho le cuenta su viaje, los pasos que ha dado, el encuentro con los padres de Archit, la estratagema del viaje a Chiang Mai, la seguridad de que Charoen no le ha detectado y la necesidad que tiene de encontrar a Archit y la mujer, ahora que con toda seguridad no le sigue nadie. El monje escucha con atención y luego comenta con aparente desintencionalidad en la voz y los gestos.

– Me doy por saludado y le rogaría que continuara su visita. Sería sospechoso que ahora sostuviéramos una larga conversación usted y yo. Cuando termine la visita pediré permiso a mis superiores para ir a Saraburi a comprar algo que necesito y a usted para que me permita ser un pasajero más en su taxi.

Pero Carvalho necesita un anticipo de expectativa y antes de fingir la despedida y volver con el monje tatuado, le solicita:

– Dígame, al menos, si sabe dónde están.

– Creo saberlo.

El secretario tatuado retoma a Carvalho y le conduce hacia el pabellón más grande construido en obra, ante el que charla un monje con tres o cuatro operarios. El introductor pone las dos rodillas en el suelo, se inclina sobre sus manos unidas, se levanta y dialoga con el otro. Luego invita a Carvalho a que se acerque y el detective se limita a saludar al prior con una inclinación de cabeza. Es un hombre fuerte que también lleva el amarillo del ayuno en sus ojos y el vigor en las púas de sus cabellos negros y blancos cortados al raso. Fuma con soltura un cigarrillo rubio americano que ha sacado de un paquete oculto entre los pliegues de su túnica, e invita a Carvalho a que visite el lugar donde está recopilando el cancionero tradicional de Thailandia y de otras partes del mundo. Penetran en el gran pabellón, se descalzan y suben por unas escaleras de granito y pasamanos de plástico para llegar a una nave compartimentada por falsos muros de contraplacado pintados de marrón. Predominan los aparatos de acústica y los ficheros de viejas oficinas desguazadas de los que el prior empieza a sacar partituras que él mismo ha escrito en caracteres de música occidental, que compara ante Carvalho con transcripciones de las bandas sonoras en cintas abobinadas colgantes de barras de hierro.

– Aquí hay más de cien mil canciones de todo el mundo.

Dice el prior con un orgullo refrenado por la humildad búdica, humildad que no comparten los otros monjes, que ensalzan ante Carvalho la hazaña cultural de un hombre que hace tres años no sabía música y que no tiene otra ayuda que un viejo pianoforte. En estos momentos las canciones del prior de Tam Krabok son famosas en toda Thailandia, informa el monje tatuado y, a continuación, ruega a su jefe que le enseñe a Carvalho alguna canción italiana que haya recopilado. Con la seguridad del que domina el asunto, el prior tira de un cajón y casi a primera vista escoge una ficha que entrega a Carvalho. "Una picolíssima serenata". Mientras tanto, dos monjes jóvenes han puesto en marcha una reproductora de casetes y empiezan a sonar las canciones autóctonas del prior. Carvalho cree haberlas oído en todas partes, pero tal vez sea un contagio del efecto óptico sobre el auditivo, tal vez la misma sensación de vivir entre gentes iguales se prolonga en la de creer oír siempre lo mismo. Alaba Carvalho el trabajo, la paciencia y los medios rudimentarios de los empeñados en hacer posible la obra del prior y su comentario merece una mirada de agradecimiento del hombre santo. ha desaparecido el envaramiento de sus gestos e incluso coge a Carvalho por el brazo mientras avanzan hacia la salida y le comenta que él conoce Italia de sus tiempos de marino. Primero fui marino y luego policía, dice el prior. Luego fui simplemente un hombre entre los hombres que descubrió lo que Buda llamó "el sentido analítico de la producción condicionada". La existencia condiciona el nacimiento y el nacimiento condiciona el dolor, la vejez y la muerte. Contra la vejez y la muerte no se puede luchar, pero contra el dolor sí, sobre todo cuando el dolor depende de la voluntad. Aquí luchamos para que, en unos seres destruidos, desaparezca la voluntad del dolor confundido con la voluntad del placer.

Era el mensaje final y, tras la recomendación de que publicase lo que publicase le enviara un ejemplar del periódico, el prior se marchó hacia otra de las dependencias del monasterio y el monje tatuado acompañó a Carvalho hasta el camino de salida. Allí les esperaba Chin Ramsun, quien humildemente se dirigió al monje secretario y entabló con él un diálogo que provocó un cierto embarazo en el tatuado.

– El hermano Ramsun tiene necesidad de ir hasta Saraburi para adquirir algunas mercancías. ¿Tendría usted algún inconveniente en llevarle en su taxi?

Carvalho aceptó procurando poner más generosidad que entusiasmo en sus gestos y en sus palabras.

– Por cierto. ¿El reportaje que usted va a escribir va a salir sin fotos?

Carvalho asumió lo irregular del comportamiento de un enviado especial que realiza un reportaje sin el acompañamiento del fotógrafo.

– Lo había olvidado. Mi fotógrafo es un profesional alemán que reside en Bangkok y hoy no ha podido desplazarse conmigo. Vendrá por aquí en el plazo de cinco o seis días y le ruego que sean tan amables con él como lo han sido conmigo.

– Será bien recibido.

Dijo el tatuado con una rotunda inclinación del cuerpo que Carvalho trató de imitar al tiempo que retrocedía hacia el taxi. Tuvo tiempo de advertir a Ramsun que no hablase en presencia del taxista, quien se puso de rodillas y se inclinó sobre sus manos unidas cuando vio que el monje iba a subir a su coche. Salieron a la carretera general y Carvalho pidió al conductor que se detuviera en el primer bar que encontrase porque estaba sediento. Así hizo, y Carvalho y el monje se instalaron ante una mesa desvencijada sobre la que un niño descalzo puso una cerveza para Carvalho y un vaso de agua para Ramsun.

– Hace una semana, Archit me hizo llegar un recado. Necesitaba verme. Nos citamos en el campo, a medio kilómetro del monasterio y acudió a la cita con esa mujer a la que usted llama Teresa. archit y yo somos hermanos de leche. Mis padres eran campesinos del nordeste, como los de Archit, mi madre murió al nacer yo y me crió la madre de Archit. Antes de ser monje yo llevé muy mala vida, fui uno de los que ingresaron en el monasterio hospital para desintoxicarme y luego me quedé para hacerme monje. Quiero decirle que conozco el mundo en el que se mueve Archit porque de alguna manera sigue siendo mi mundo y que conservo sobre él el ascendiente de haber sido uno de sus protagonistas y el de ser ahora un hombre santo. Archit y la mujer estaban desesperados. Se sentían solos frente a la policía, a la persecución de los del "Mañ pen rañ" y, sobre todo, a la persecución de "Jungle Kid". No podían escapar a través de Bangkok, ni por las fronteras de Laos o Camboya, que están cerradas desde hace cuatro o cinco años. Tampoco podían intentar cruzar la frontera clandestinamente y luego quedarse en países como Laos o Camboya, donde su caso no habría sido comprendido y habrían ido a la cárcel o habrían sido repatriados. Tampoco es segura la frontera de Birmania. En fin, les aconsejé que se fueran a un lugar un poco insólito durante unos días y que luego trataran de cruzar la frontera hacia Malasya, llegar a Penang y desde allí a Singapur y Europa. Había que solucionar dos problemas: el de su identidad y el del lugar donde esperar. Para lo primero, les remití a un amigo mío en Bangkok y, para lo segundo, les sugerí una isla del golfo de Siam, Koh Samui, que yo conocía porque hice el noviciado en el monasterio del Gran Buda del Mar, junto a la playa de Bo-Phut. Koh Samui está todavía fuera de las rutas turísticas, apenas si hay policía y la que hay es tolerante porque acostumbra a ir un turismo de gente joven, de lo que queda de eso que ustedes llaman "hippies". Les dije que esperaran allí unos días y que luego cruzaran la frontera malaya por Sadao.