– ¿Era "Jungle Kid"?
– Sí.
– ¿Pero no estaba en buenas relaciones con madame La Fleur?
– No sé nada. Son problemas entre jefes. Yo tenía que sacarle de este lío y llevarle a Bangkok.
– ¿Y su compañero?
No contestó el hombre, obsesionado por terminar cuanto antes el viaje por el dédalo de caminos de barro que finalmente desembocaron en el cinturón trasero de Pattaya.
– ¿Ha muerto?
– Sí.
– Nos perseguirán.
– No. Lo que querían conseguir ya lo han conseguido.
Locos de mierda, pensó Carvalho, pero agradeció la velocidad del coche, el mutismo del conductor, sus periódicos reojos a través de los retrovisores, y el propio Carvalho se recostó en el asiento de tal manera que dominaba el panorama de los coches que rebasaban y de los que intentaban inútilmente rebasarlos.
Cerró la puerta de la habitación del hotel con seguro. Abrió las dos maletas, la que había traído desde España y la que había comprado en el barrio chino. Colocó la mayor parte de equipaje en la maleta española y sólo el indispensable para dos días de viaje en la recién comprada. Bajó al "hall" y esperó a que se llenara de turistas vestidos de noche para acercarse al Bell Captain y explicarle que salía de viaje, que volvería al Dusit Thani y que quería dejar una maleta en el hotel. La explicación y cien baths convencieron al Bell Captain y Carvalho regresó a su habitación donde cinco minutos después vinieron a buscarle una maleta. Se sentía saturado de Mekong y hambriento, pero no quería salir del hotel y recurrió al "room service" donde sólo se ofrecía comida occidental. Pidió una ensalada de cangrejo, un "steak Sirloin" y fruta y se convenció una vez más de que no hay sensación de soledad superior que la de comer a solas en la habitación de un hotel. Comprobó el cierre de las puertas, puso la pipa de opio bajo la almohada y se dejó adormecer por otro capítulo de la historia de la virgen guerrera. Tras decidir que el sentido de la comicidad que había podido captar en el cine asiático era parecidísimo al de teatro parroquial de su infancia, se durmió.
Jacinto llegó cargado de eles y comunicó a Carvalho que eran cinco los expedicionarios del grupo que salían rumbo a Chiang Mai. Los otros cuatro ya estaban en la furgoneta que había sustituido al autocar. Eran dos matrimonios catalanes que acogieron sin inmutarse el parte político que les dio el guía:
– Se han hecho elecciones en España. Ganal pol mucha mayolía Felipe González. Socialista. Felipe González, socialista.
Comunicó o preguntó Jacinto. Los cinco aprobaron con la cabeza.
– ¿Y Convergéncia i Unió? ¿Sabe usted lo que ha sacado?
La pregunta de una de las mujeres fue criticada por sus tres acompañantes.
– "I ara, Remei. Com vols que aquí sápiguen qué és Convergéncia i Unió? [Pero bueno, Remedios. ¿Cómo quieres que sepan aquí qué es Convergéncia i Unió?].
– Bé que está enterat del resultat dels socialistes" [Bien que sabe el resultado de los socialistas].
Jacinto asistía impertérrito a las muestras de prudencia e imprudencia histórica que se intercambiaban los catalanes.
– ¿Y los comunistas?
Preguntó Carvalho.
– Nada. Nada. Pocos diputados. Cinco. Decil televisión.
– "Prepara’t pels impostos, Quimet" [Prepárate para los impuestos, Quimet].
Exclamó una de las mujeres, y la otra lanzó una carcajada asfixiada, una carcajada de ahogada histórica que gasta los últimos segundos de su vida en reírse de su asfixia. El "Bangkok Post" aún no recogía los resultados de las elecciones españolas, pero se sumaba a las malas noticias de los comunistas informando que el ejército malayo había dado muerte a cuatro guerrilleros y que un matrimonio de activistas comunistas thailandeses, antiguos estudiantes de medicina durante los desórdenes estudiantiles de los años setenta, se había entregado a la policía después de haber pertenecido a diferentes expediciones guerrilleras infiltradas de Laos desde 1976. Carvalho enseñó la noticia a Jacinto.
– Muchos estudiantes ilse selva en mil novecientos setenta y dos y setenta y tles polque policía y militales matal.
A los catalanes no les gustaba que los militares thailandeses matasen a los comunistas, porque cabeceaban desaprobando y uno de los hombres comentó a Carvalho, en busca de complicidad:
– Eso tampoco, ¿verdad, usted?
– No. Eso tampoco.
Jacinto estaba diciendo que la popularidad de los militares había descendido en picado desde las matanzas de huelguistas y manifestantes, masacre consecuencia del miedo a que, tras la inminente caída de Vietnam, estallara en Thailandia una revolución nacional popular. El guía hablaba sin pasión, como si les estuviera diciendo dónde encontrarían los zafiros a mejor precio, dónde los masajes más sofisticados. "Un antiguo estudiante activista y su mujer, que se fueron a la jungla en 1975 y 1976, respectivamente, para unirse a los comunistas, se entregaron a la oficialidad del Comando de Operaciones de Seguridad Interior, ayer, en Bangkok, según informa una fuente oficial" era el comienzo de la información del "Bangkok Post". Huyendo de la persecución de militantes de extrema derecha, el estudiante había pasado por París, Pekín y finalmente Laos, desde donde fue enviado a combatir con las guerrillas del nordeste, en Phuphan, bajo el nombre de camarada Khem. La historia de la mujer era convergente. Huyó de Bangkok tras la masacre de rojos de 1976 y se había encontrado en la selva con él para combatir durante seis años y finalmente entregarse. Carvalho quitó palmeras al asunto, las sustituyó por abetos pirenaicos y su recuerdo se pobló de caras de héroes comunistas españoles, envejecidas caras, difusas ahora, como si fueran rostros de ahogados en el océano de la normalidad. Habían vivido en la jungla durante cuarenta años para llegar a cinco diputados.
Jacinto tuvo la iniciativa amable de coger la maleta de Carvalho mientras él saltaba de la furgoneta.
– Pesa poco. Poco equipaje.
– Me molesta viajar con mucho equipaje.
– Maleta demasiado glande pala tan poco equipaje.
Carvalho se encogió de hombros, recuperó la maleta y tuvo la sospecha de que el guía, mientras tramitaban el ticket de embarque hacia Chiang Mai, lanzaba de vez en cuando miradas de reojo al maletón lleno de aire, un neceser, una muda y un traje de baño.
Carvalho hizo el viaje a Chiang Mai rodeado de franceses acomodados y bien alimentados, no sólo con el rostro marcado por los niveles alcanzados por el buen vino que habían bebido a lo largo de toda una vida, sino diríase que, según la intensidad de las venillas lilas, podría descifrarse la marca y las mejores añadas consumidas. Desde la ventanilla, Carvalho contemplaba las feraces llanuras centrales, un arrozal continuado que se prolongaba hacia las montañas del norte y el fin de un mundo donde comenzaba otro, el país Shan y Laos, encontrándose ambos para cerrar el paso a Thailandia hacia China. Años atrás había hecho el mismo viaje y el Fokker se había llenado de nativos que volvían a casa con regalos de la capital, y a la vuelta los mismos nativos llenaron el avión de gallos encestados y bolsas de dariens recién cortados. Ahora franceses, japoneses, unos cuantos catalanes y thailandeses, equipados todos por la moda joven del Corte Inglés, pulcritud mesocrática que sólo desdecía una hermosa malaya de labios aputados. Escarbaba en el cabello de su marido en busca de piojos y los mataba con unas tenacillas "ad hoc" que había sacado de un bolso de piel de cocodrilo, sin respetar la consigna del rótulo luminoso. Aconsejaba abrocharse los cinturones porque se iniciaba el descenso hacia Chiang Mai.
Mientras esperaba la aparición de su maletón, los vio venir. Primero creyó que los dos eran policías, pero al llegar a su altura uno de ellos llevaba la placa distintiva de la agencia. Era el guía, no sabía inglés pero hablaba en francés y le habían asegurado que los otros cuatro viajeros también lo entendían; en cuanto a su acompañante era el señor Chuapiboon que se ponía a disposición de Carvalho y le enviaba recuerdos de Charoen, con el que acababa de hablar por teléfono. El guía les informó que ya los esperaba una furgoneta para hacer la primera excursión: ir a ver trabajar a los elefantes y visitar un poblado mheo.