Nada más entrar en el restaurante, Carvalho maldijo su elección porque ante él se veía una extensión de hombres y mujeres seccionados a la altura de las ingles por mesas implacables, como si estuvieran comiendo en cuclillas. Luego comprobó que era un truco y que en realidad se sentaban en bancos bajos y las piernas desaparecían bajo los tableros, extendidas, sin la posibilidad de doblarse. Aquella inexplicable concesión a un ideal de apariencia en el comer no consiguió cuestionar la excelencia de la cena, iniciada con un surtido de marisco cocinado al vapor y culminada con un centollo en el que todas sus carnes habían sido guisadas en el fondo del caparazón con la ayuda aromatizadora de la flor de anís y el acompañamiento inevitable de los spaghetti de arroz. Estaba dispuesto carvalho a dar buena cuenta de la ensalada de frutas tropicales, cuando bajó la intensidad de la luz ambiental y toda la claridad que se perdía en la totalidad del local se concentraba sobre un escenario al que empezaron a concurrir hombres y mujeres con trajes de danzarines, enmascarados de monstruos y príncipes, con sombreros torreones forrados con panes de oro. Un locutor iba explicando la historia y las características de cada danza a un público mayoritariamente occidental que trataba de meterse en aquel lenguaje de gestos sutiles y mímica en el que el cuello, las muñecas, los brazos, la disposición de las piernas se adaptan a un alfabeto de contenciones, a una exquisita cultura del lenguaje del cuerpo. De pronto, en el transcurso de una historia bufa sobre un rey cornudo en busca de la infiel reina, un danzarín dio un salto que le hizo volar sobre el escenario y caer junto a la mesa de Carvalho. La máscara de monstruo antediluviano de película japonesa se instaló a milímetros de la cara de Carvalho y, entre el regocijo general, el rey cornudo se relamió y luego se limpió los labios con un brazo, como si acabara de comerse al extranjero. Carvalho quedó envuelto en efluvios de Mekong salidos de la boca rugiente del rey y cuando devolvió la vista al plato de frutas y al local en el que se rehacía la luz, descubrió en una mesa próxima a madame La Fleur con cuatro de sus matones. En todas las mesas se hablaba o se comía. En la de madame La Fleur sólo se miraba. A Carvalho.

Uno de los matones sacó las piernas de la tumba, se puso en pie sobre el banco y sorteó todos los obstáculos que le separaban del detective. Se inclinó ante él ceremoniosamente con las manos unidas sobre el pecho.

– Madame La Fleur le ruega que vaya a su mesa para ser su invitado.

Tal vez consideró que no se había explicado con suficiente claridad porque añadió:

– Bebida gratis.

Y no era ironía, sino ampliación de una oferta tan amable como clara. Carvalho prefería un encuentro en público que en privado, y aunque creía recordar que el amable intermediario de hoy era el mismo que le había escupido en el anterior encuentro, sacó las piernas del foso y salió en seguimiento del enviado. Se sumergió ante madame La Fleur y estiró sus piernas entre las ajenas. Madame La Fleur seguía disfrazada de jefa de gang asiático, aunque trataba de reconvertir la misma mueca de asco de la otra noche para sonreír a Carvalho.

– ¿Son caras las consumiciones en este local?

– Es un restaurante caro.

Contestó madame La Fleur a la defensiva ante el comentario de Carvalho.

– Entonces considero su invitación como una compensación por lo que va a costarme la limpieza de la ropa que llevaba el otro día. Sus empleados me tiraron en un vertedero de basura.

– Se equivoca. Usted se cayó en un vertedero de basura. Fue lo que me dijeron y no me mienten.

– Caramba, tal vez tengan razón. Es difícil distinguir entre moverse y ser movido.

– He considerado lo que me ofreció usted la otra noche. La posibilidad de llegar a un acuerdo. Usted se va con la mujer y nosotros nos entendemos con Archit. Estamos dispuestos a colaborar.

– ¿Cómo? ¿Saben dónde encontrarlos?

– Todavía no. Pero ellos tratarán de ponerse en contacto con usted y saben que usted está vigilado por la policía y por nosotros. Si retiramos la vigilancia, ellos, un día u otro, darán el paso, o ellos o algún intermediario.

– Parecen haberse quedado solos. Ni siquiera la madre de Archit sabe dónde están.

– Parece. Pero alguno puede recordarlo de pronto. O ellos pueden salir de su escondrijo.

– ¿Alguien puede esconderse aquí sin que ustedes lo sepan?

– En Bangkok casi imposible.

– ¿Fuera de Bangkok?

– También difícil, pero posible por algún tiempo.

– Me voy a Chiang Mai.

– Lo sabíamos.

– ¿Creen que allí encontraré algo?

– No se trata de que usted los encuentre, sino de que ellos le encuentren a usted.

– Si recurren a mí, ¿qué debo hacer?

– Nos lo comunica y le hacemos un trato: ella por él.

– ¿Charoen está de acuerdo? ¿Y "Jungle Kid"?

La mujer traspasó la frontera expresiva de la sonrisa a la mueca de asco.

– Cha-ro-en, siempre habla usted de Cha-ro-en. No se preocupe por él.

– ¿Y "Jungle Kid"?

– "Jungle Kid" quiere vengar a su hijo y el que mató a su hijo fue Archit.

– ¿Cómo puedo ponerme en contacto con ustedes en Chiang Mai?

– Delante de la salida de su hotel, el Chiang Mai Inn, verá usted a muchos pus-pus situados junto a una joyería. Pregunte por Tochirakarn, uno de los conductores de pus-pus.

– Delante del hotel. ¿No decían que iban a dejar de vigilarme para dar confianza a Archit?

– Nuestro hombre no le vigilará. Es conductor de pus-pus, eso es todo, y desde que era niño trabaja en las puertas del Chiang Mai Inn.

Carvalho apuró su Mekong.

– Mañana tengo un día entero en Bangkok sin saber qué hacer y por primera vez tranquilo porque ustedes no me perseguirán. ¿Qué puedo hacer?

Madame La Fleur cuchicheó algo en thailandés con sus acompañantes.

– Con mucho gusto pongo un chófer a su disposición para que le acompañe en alguna excursión. Puede irse a bañar a Pattaya o a visitar el puente sobre el río Kwai, le ofrezco estos dos sitios entre otros posibles porque sé que ya conoce el Garden Rose. ¿Le apetece una granja de cocodrilos?

– No, gracias. Es un animal que me pone nervioso. Por cierto, tengo un gran interés por su apellido, La Fleur, eso es francés. ¿Estuvo casada con un francés?

– Mi padre era francés.

Madame La Fleur no tenía ganas de hablar ni de su padre ni de sí misma y miró impaciente el vaso de Carvalho en el que aún restaba un dedo de whisky. Carvalho lo apuró, saludó, recuperó sus piernas y cuando estaba subido sobre el asiento y dominaba a sus anfitriones, madame La Fleur preguntó:

– ¿Pattaya o el puente sobre el río Kwai?

– Ya he visto la película.

– ¿Pattaya?

– Pattaya.

– A las nueve pasarán a recogerle por el hotel.

Carvalho sentía un escozor en el costado producido por la presión de la pipa estilete. Le urgía salir de allí y hacer un balance mental de lo que había ocurrido y de cómo podía condicionar el futuro. Ganó la puerta del restaurante acuciado por sus propios recelos, pero pudo corresponder a la amable invitación de un taxista y subirse al coche sin obstáculos, aunque durante todo el recorrido temió que el taxi pudiera llevarle a donde quisiera madame La Fleur y no a donde quería él. Pero el taxi le dejó en manos del Peter Pan del Dusit Thani y la alegría por la vuelta a casa le hizo dar una propina extra al taxista, que le correspondió con el saludo que habría hecho al rey de Thailandia en persona. El techo de la habitación del hotel le dijo que nada había hecho que no hubiera tenido que hacer. Había vendido a Archit, sin tenerlo, a cambio de Teresa, sin tenerla, y desde que había llegado a aquella ciudad había estado bajo la lente de microscopio de todo el mundo. al menos ahora sabía a qué atenerse, con todos, menos con "Jungle Kid".

Le despertó una alarma interior y el reloj de pulsera dio la razón al despertador que Carvalho presumía en una esquina del cerebro, la izquierda, sin duda, directamente conectada con la muñeca donde suele ir el reloj. Eran las siete de la mañana y tuvo tiempo de desayunar, nadar durante media hora en una piscina a su exclusiva disposición y comparar en el espejo del cuarto de baño el progresivo contraste entre la piel que cubría el slip y la que iba recibiendo retales nacientes o ponientes del sol de Asia. A las nueve en punto sonó el teléfono de la habitación. Le avisaban desde recepción que el coche que había solicitado le estaba esperando. El coche, y el conductor. El amable intermediario de la noche pasada, el mismo que le había escupido la noche del encuentro con madame La Fleur, vestido con un pantalón oscuro y una camisa de seda de manga larga y abotonada hasta el cuello, con inclinaciones de chófer profesional y pasos de bailarín para llegar al sedán azul antes que Carvalho y abrirle la portezuela con un amplio gesto que impresionó al Peter Pan de turno. Carvalho se hundió en un asiento tapizado de piel blanca y, antes de cerrar la portezuela, el improvisado chófer venció una palanca y ante Carvalho apareció un mueble bar iluminado en el que había dos vasos, botellas de whisky escocés y thailandés y una cubitera de hielo. Sin añadir nada que no hubiera dicho con gestos, el gángster cerró la portezuela, ocupó su sitio al frente del volante y desde allí preguntó a Carvalho si prefería ir por la carretera del interior o bordeando la costa a partir de Pat Nam. Carvalho prefirió la costa. Se puso en marcha el sedán y desde el primer momento el chófer alternaba la contemplación del recorrido con miradas al espejo retrovisor donde depositaba sonrisas para que Carvalho las recibiera.