– O sea que ahora están en Koh Samui.

– Lógicamente, estarán en Koh Samui todavía y dentro de unos días tratarán de llegar a Sadao.

– ¿Hay avión hasta Koh Samui?

– No. Y es mejor que así sea. El pasaje de los aviones es fácilmente controlable. Hay que ir en tren hasta Suratani, allí coger un taxi hasta el puerto de Ba Don y luego unas tres horas de barco hasta llegar a Koh Samui.

– ¿Y eso no es una ratonera?

– A veces para huir de una gran ratonera hay que meterse en una pequeña ratonera.

– ¿Cómo puedo llegar a Koh Samui sin que Charoen y los del "Mañ pen rañ" se enteren?

– Le daré mi contacto en Bangkok para que le ayude en los problemas de identidad y en la reserva del tren.

El monje se levantó y fue hacia el excusado, para volver minutos después e invitar a Carvalho a que le siguiera hasta el taxi. Cuando estuvieron acomodados y de nuevo en marcha, le puso en la palma de la mano un pedazo de tela desgarrado de su túnica, dentro del cual Carvalho adivinó la presencia de un papel.

– La tela es para que se la entregue usted a mi amigo.

En Saraburi las despedidas fueron rápidas y los ojos de Chin Ramsun no expresaron ninguna conmoción especial cuando dijo:

– Nosotros creemos que el deseo, el odio y el terror encienden el mundo. Así ha sido siempre y así será siempre. Archit es una víctima del deseo, del odio y del terror y morirá como una víctima. Lo siento porque le amo, porque amo a su madre. Pero no olvide usted mis palabras.

Carvalho no las olvidó y le ayudaron a distanciar la cháchara del taxista empeñado en demostrar todo lo que sabía de Tam Krabok.

– ¿Les ha visto vomitar en público? No. Claro. Es por la mañana. Se pone cada enfermo delante de un cubo, se arrodilla, toma las hierbas y vomita en el cubo, en el jardín, delante de todos.

– Pero qué boba eres, qué bobita eres.

Rosa Donato dio un leve empujón a la muchacha para que quedara en el centro del recibidor a la vista de Marta Miguel.

– Es muy tímida, demasiado tímida. Marta, ésta es Merche, que desde ahora será mi secretaria, mi mano derecha.

Marta Miguel besó a la muchacha en las dos mejillas y dio un paso atrás para abarcarla de arriba abajo.

– Qué mona.

– Y muy inteligente. Pero pasa, que ya han llegado las otras y el pelma de Juli Rigol, que ya está borracho. ¿No le conoces? Es ese pintor de caballos que se casó con la trapecista.

Atravesó Marta el dintel que separaba el recibidor del "living" dividido en dos zonas de estar, la una para la música y la otra para la lectura, porque a mí me gusta mucho leer, me chifla leer, insistía Rosa Donato acentuando el hociquillo y con él las arrugas convergentes en los labios.

– Sírvete algo, Merche, a ver si te animas. La veis así, pero luego en los negocios es un hurón, peor que yo.

Merche se rió de su propia maldad. Para Marta Miguel estaba demasiado delgada, se acercaba demasiado al modelo Audrey Hepburn, en el que siempre se habían movido las apetencias de la Donato, salvo en el caso de su larga pasión por Celia Mataix.

– No es un "party" normal. Aquí tenéis a dos sospechosas de asesinato, Marta y yo. Qué pesada la policía, oye tú, qué pesada.

La traductora de novelas feministas, la ganadora del premio de novela breve más importante de la literatura murciana, el viejo pintor de caballos y su mujer ex trapecista se rieron ante la ocurrencia de Rosa Donato.

– Y usted ¿dónde estuvo el día de autos? Qué tontería, si no era día, que era noche. Qué pesados oye tú y con Marta, pobre Marta, es que se pasaron, como fue la última. Venga a beber, que no decaiga, hoy celebramos el fichaje de Merche, que es una joya.

Llenó las copas de champán Juvé y Camps Reserva Familiar y anunció que si querían otro un pelín más seco, seco del todo, seco de secante, tenía a su disposición un Brut Nature Torelló excelente. Se alzaron las copas y el pintor exclamó: Por Merche. Por Merche, secundaron los demás y bebieron mirándose entre sí, pero sobre todo Rosa a Merche y Marta a Rosa. La recién introducida se sentó en el sofá y Rosa junto a ella. Primero le puso una mano sobre una pierna, luego pasó un brazo por sus hombros y finalmente la obligó a ofrecerle la cara y la besó en los labios.

– Estás guapísima.

– Sí que lo está, sí.

– ¡Qué casa tan bonita tienes, Rosa!

Comentó la ex trapecista, que, a juzgar por su evidente deterioro físico, sin duda se habría caído más de una vez del trapecio.

– Cuatro cosas pero buenas. Y eso, gracias a que, desde la tienda, pues sé lo que es una oportunidad y lo que no lo es. Y que me lo gasto todo en la casa y en mí misma. ¿Para qué tener dinero? Ya habéis visto. Ahora los socialistas.

– Pues yo he votado socialista.

Dijo la novelista.

– Y yo también.

Añadió la traductora. La ex trapecista había votado socialista, y su marido y Marta Miguel. Rosa Donato se echó a reír y se atragantó.

– ¡Qué gracia! ¡Y yo también!

Todos habían votado socialista.

– Yo me dije, mira que sea lo que Dios quiera. Para mí, fue como la ruleta rusa. No sé si lo harán mejor, pero sólo con que no lo hagan peor que los otros ya me conformo.

– Es que a mí Guerra me encanta.

– Felipe es un buen chico, pero Guerra es un genio, se le nota una cosa, una cosa que… en fin, demasiado para el cuerpo como se dice ahora.

Merche iba mirando a unos y a otros, aceptaba y repartía champán.

– Lo extraño es que aquí en Barcelona no se ha notado alegría por la victoria socialista. El otro día salía un artículo muy bueno sobre este tema, de Esther Tusquets, en "La Vanguardia".

– Ya lo leí, pero como ella es suquera, pues las ganas o la rabia.

– No, sea lo que sea, el artículo era bueno. Es cierto, aquí no hubo la alegría que hubo en Madrid.

– Toma, porque los socialistas catalanes saben que las elecciones se las ha ganado Felipe González y eso tiene un precio.

– A mí que no me toquen Catalunya.

Alzaba la voz el pintor.

– Porque por delante de todo soy catalán.

– Yo por delante de todo soy mujer.

Le cortó la Donato.

– Mujer catalana.

Insistió el pintor con tozudez etílica.

– Toma y euroasiática. Ay, Martita, nena, que me parece que estos comilones no te han dejado canapés.

– Había pocos.

Dijo con suicida sinceridad la ex trapecista.

– Qué dices tú ahora, si había casi tres kilos. Martita, mira en la nevera a ver si encuentras algo. Anda, Merche, acompáñala.

Salieron las dos mujeres una detrás de la otra y, tras ellas, la voz de la Donato.

– A no perderse, ¿eh?, que la casa es grande.

Marta se indignó.

– ¿Qué se habrá creído ésa?

– No le hagas caso, es una bromista.

Merche tenía una vocecilla del tamaño de los huesecillos de su cuerpo. Abrió la nevera y se inclinó. Marta le vio el cuello sedoso, los rizos negros escapándose de la contención del peinado y le puso una mano sobre la espalda, suavemente, como para secundarle el gesto. A su espalda sonó la voz de trueno de la Donato.

– Esa mano.

Marta dio un respingo y se volvió para ver venir a una airada Rosa Donato.

– Que ya lo sabía yo, que tienes las manos ligeras, demasiado ligeras.

Apartó la Donato a Merche y cerró la nevera de un portazo.

– Venga, tú al salón y tú a donde quieras.

Desde la puerta, una feroz Rosa Donato ladró:

– Cuidado con las manos, que luego te pasa lo que te pasa.

– Pero, ¿quién te has creído tú que eres? ¿La reina de Saba?

La Donato no quiso dejar cabos sueltos y volvió a entrar en la habitación para acercar su cara a la de Marta y decirle con voz sofocada.

– Lo que me pago yo me lo como yo, ¿te enteras?

– Pero, ¿qué chorrada es ésa? Me he limitado a hacer un gesto cariñoso.

– Pues se los haces a tu madre, que buena falta le hacen.

Marta pegó una bofetada en la cara de Rosa, que fue inmediatamente devuelta. Se quedaron frente a frente y fue Marta la que dio la espalda y se fue en busca de la salida, seguida por la implacable mirada de la Donato. Marta Miguel no se dio cabal cuenta de lo que había sucedido hasta que salió de la casa para atravesar el jardín con piscina de aquella pequeña comunidad de vecinos de lujo, y el frío de la primera noche de noviembre balsamizó el calor del champán y el de la bofetada. Sentía una rabia total contra sí misma y contra la Donato, una rabia que la convirtió en una imprudente conductora de su viejo Seat127 en dirección al centro de la ciudad. Recorrió Vía Augusta de un tirón, favorecida por los semáforos y se lanzó por la calle Balmes tumba abierta hacia la plaza de Catalunya y las Ramblas. Aparcó el coche en los alrededores de la iglesia de Santa Mónica y sus piernas cortas y fuertes llenaron la noche de taconeo de percusión. Sus pasos se dirigieron hacia la casa donde vivía Charo y ante ella se quedó, de nuevo calibrando su estatura, pero esta vez llegó la decisión y se acercó hasta la puerta para pulsar allí el llamador automático. Tardó en contestar una voz de mujer: