Tras la excitación, Carvalho fue abatido por una sensación de melancolía y de propia majadería. Se dejó caer en la silla. La muchacha se sorprendió ante el mutismo que seguía a la locuacidad y se consideró invitada a ausentarse. Pero, de vez en cuando, metía la cabecita en la trastienda y sonreía o reía en una impagable manifestación de solidaridad hacia el loco extranjero. De pronto, carvalho se sorprendió al ver que la cabecita de la muchacha era sustituida por el rostro picado de viruela de un hombrón. Al rostro le siguió el corpachón y de él salieron dos manazas que desparramaron sobre la mesa dos pasaportes, un billete de tren y un bono de hotel para el Nara Lodge.

– Dentro de dos horas vendré a por usted.

Y dos horas después volvió el hombrón ahora vestido de uniforme. O de cartero o de ferroviario. Eran las tres y media y Carvalho fue a pie hacia la estación al lado del evidente ferroviario. cruzaron el parking porticado para los taxis y las furgonetas con mercancías y se fueron directamente hacia una puerta de acceso a los andenes, a la altura de la vía número uno. Ya estaba formado el tren con destino a Songkhla y el ferroviario dejó paso a Carvalho para que subiera al vagón número uno. Carvalho penetró en una atmósfera de aire acondicionado que le balsamizó el rostro corroído por el sudor y cuando se volvió para situar a su acompañante, vio que éste le tendía una maleta, le abría la puerta corrediza de un departamento y escribía un nombre en una tarjeta situada en un marco de metal junto a la puerta.

– Señor Calabró, ya está usted registrado y no descuide su maleta al bajar del tren. Puede necesitarla.

Desapareció el ferroviario. Carvalho estaba perplejo ante la maleta. Hubiera jurado que el falso o verdadero ferroviario no la llevaba en la mano cuando salieron del almacén. La abrió y se encontró un pijama, unos pantalones tejanos, dos camisas y unas gafas para bucear con tubo de respiración. Metió en la maleta lo que llevaba en la bolsa de plástico y se entregó al placer del frío y del paisaje en marcha, previas las sacudidas del tren tanteando su propia identidad.

Bangkok se resistía a desaparecer. Se perpetuaba enseñando sus traseros vergonzantes de barracas y subcanales podridos, el paisaje que Carvalho había recorrido a tientas la noche de su primer encuentro con madame La Fleur. Aquellas casas fantasmales junto a los subcanales eran de verdad, de verdad sus gentes con un cansancio asiático bajo la piedad de árboles de lujo, canales estanque con vegetación flotante, niños jugando a badminton entre las vías muertas, aguas podridas, casi vegetales, y de pronto aparecía un anticipo de jungla con senderos que prometían el elefante, el tigre o a Errol Flynn con el casco camuflado por hojas de palma. Carvalho se sintió a gusto en aquel espacio propio, un compartimento aséptico de metal y plástico en las tapicerías, con lavabo abatible. El doble cristal de la gran ventana deformaba el paisaje, y Carvalho tuvo que salir al pasillo para contemplar el avance del atardecer a través de las cristaleras simples. Los compartimentos inmediatos estaban ocupados por parejas jóvenes thailandesas con el inequívoco aspecto que tienen las parejas jóvenes de Miranda de Ebro cuando cogen el tren de regreso, después de unos días en Madrid. También había un importante militar que había llegado precedido de un ordenanza-maletero, y un posible hombre de negocios que se pasó todo el viaje comiendo un mismo plato de sopa que le trajeron desde el vagón restaurante. En otro compartimento creyó ver un "clergyman" tras las cortinas corridas.

Del vagón de los elegidos pasó al de segunda clase, donde los compartimentos cama eran de listones de madera y el aire era el que buenamente se introducía por las ventanas abiertas, un aire cálido que convocaba a una mayoría de viajeros europeos en el pasillo. Al pasar junto al lavabo, Carvalho vio en su interior una inmensa tinaja de barro para el agua, era un vagón rescatado de los tiempos en que Somerset Maugham perpetuaba en sus libros un Asia que ya se estaba muriendo, un Asia ya más cercana a Ho Chi Minh que a Rudyard Kipling. El siguiente vagón era una declaración de principios utilitarios, un vagón modelo de rendimiento. Los asientos enfrentados tapizados de plástico verde podían convertirse en una sola cama para dos con los cuerpos yuxtapuestos y, sobre los asientos enfrentados, volaban literas, que en aquel momento un ferroviario estaba fumigando con DDT, en busca de los nidos de chinches o de las guerrillas de piojos. Carvalho atravesó la nube de insecticida para llegar al vagón cocina restaurante, donde tanto personal de servicio como comensales se afanaban en el viejo arte de la comida viajera. Carvalho se sentó a una mesa en la que dos thailandeses estaban acabando la cena y la botella de Mekong, en plena charla convencional sobre lo que habían hecho o lo que iban a hacer, en los ojos la ternura del alcohol y en el cuerpo esa impresión de relax que sólo llevan consigo los viajeros de tren. Carvalho pidió una ensalada de frutas y una ración de pollo a la menta y al clavo. Era el único occidental del vagón restaurante y se dio cuenta de que ése era su problema, no el de los demás que seguían en sus charlas o en sus cenas, ajenos a aquel espía racial. Volvió a su compartimento y por el pasillo el encargado de vagón le preguntó si podía hacerle la cama. Mientras la hacía, Carvalho le pidió que le avisara al llegar a Suratani. El ferroviario le ratificó varias veces que no se olvidaría y, por si acaso, Carvalho le dio veinte baths, que fueron acogidos con el saludo tradicional que igual valía para un Buda que para una propina.

Carvalho se desnudó y se metió entre las sábanas. Sentía en todo el cuerpo el correr del tren, la emoción lúdica de estar dentro de un juguete que se abría paso hacia el destino y, en el duermevela, el traqueteo del tren le invitaba unas veces a despertarse y otras a dormirse. El reloj le iba señalando la aproximación a las cuatro de la madrugada, hora prevista de llegada a Suratani. Se despertó definitivamente a las tres y media, con tiempo para ducharse en el cuarto de aseo y recibir en mejores condiciones la llamada adormilada del encargado de vagón. Sin gorra y sin chaqueta de uniforme, parecía un fondista obligado a madrugar. Carvalho se instaló en el pasillo y vio cómo de un compartimento salía la punta de una maleta, luego la maleta entera y, con ella, un cura alto vestido con "clergyman", que le lanzó una mirada de curiosidad y luego se aplicó a desentrañar el paisaje de carbón que les ofrecía la noche. A las cuatro no habían llegado y el encargado, ya con gorra y chaqueta, avisó primero al cura y luego a Carvalho de que había media hora de retraso. El cura avanzó hacia Carvalho con algo en la mano. Carvalho le dio la cara y abrió las piernas apuntalándose. Le ofrecía un paquete de cigarrillos. Era un cura occidental, con la piel ennegrecida no sólo por el sol, sino también por un sustrato que Carvalho creyó primero mestizo.

– ¿Va a Suratani?

Le preguntó en inglés.

– No. A Koh Samui.

– Ah, ¿de turismo?

– Sí.

El cura cabeceó receloso.

– Tenga cuidado. No hay muy buen ambiente. No todo el turismo de Koh Samui es recomendable. ¿Es usted americano?

– No. Soy italiano.

Los ojos del cura se abrieron como anticipación de la expresión de contento de su cara.

– ¡Italiano! ¡Como yo!

Un torrente verbal en italiano salió de aquellos labios nacidos en Palermo. ¿De dónde era Carvalho? De Milán, contestó en el mejor italiano que pudo recordar, pero advirtió:

– Lo cierto es que hace años que trabajo en Nueva York y casi he olvidado el italiano.

– Igual me ocurre a mí. Hace veinte años que estoy en la misión de Bangkok. Ahora soy visitador de esta zona. Voy hasta Ba Don. Por cierto, en Koh Samui hay un cura católico, le daré sus señas por si quiere hablar con él.