Por suerte el cura tenía muchas cosas que decirle y el respeto al sueño de los demás les obligaba a hablar en voz queda, con lo que Carvalho ponía a salvo las insuficiencias de su acento. Un lucerío se acercaba, por lo que Carvalho dedujo que estaban llegando a una población importante. El encargado abrió la puerta que comunicaba el pasillo con la plataforma de salida. Carvalho orientó hacia ella su maleta y el cura secundó su movimiento. El tren fue perdiendo velocidad, chirriaron las ruedas y finalmente se detuvo. El vagón de lujo era el último y los pasajeros descendentes tuvieron que saltar sobre el pedregal de soporte de las traviesas y luego pasar sobre las entrevías que les separaban de la senda que iba a parar a la estación. Cuando llegaron, el cura inició la despedida de Carvalho y le dio un consejo:

– Si coge un taxi hasta Ba Don no pague más de setenta baths. Entre cincuenta y setenta baths.

– Si usted va a Ba Don, podríamos ir juntos.

El cura estaba esperando la sugerencia y sonrió satisfecho. Veinte o treinta extranjeros se arremolinaban en torno de los taxistas.

– Deje que se ceben con los extranjeros. Luego nosotros contrataremos a la baja.

Carvalho se volvió para contemplar el reposo del tren y los síntomas de próxima partida que se producían alrededor de la bestia alertada por su propio gruñido. Ya no podía hablarse del silbido de la locomotora. Ahora emitía un exabrupto impersonal, como un gruñido de mofa, ancho, contundente, dirigido al pecho del viajero que corre porque llega tarde.

– Ya está. Ya tengo taxi.

El cura manoteaba para que Carvalho dejara de mirar el tren. Un pequeño movimiento, como para comprobar su propia capacidad de arrancar, un suave deslizamiento sobre las ruedas y a continuación un largo suspiro para tensar la musculatura y ponerla en marcha, llenar de velocidad y de adiós las fotos fijas de los viajeros asomados a las ventanillas. Con la maleta en la mano, los pies en dirección al reclamo del sacerdote, la cabeza de Carvalho permanecía como hipnotizada por el milagro lúdico repetido de un tren en marcha. Pero una presencia imprevista le hizo parpadear e iniciar un movimiento de ida hacia el tren. A través de los dobles cristales del último vagón, del que él había ocupado hasta ahora, había visto una mujer y decidió que era increíble lo mucho que se parecía a Teresa Marsé.

El cura hablaba en thai con el taxista y dejaba bien sentado el precio. El taxista miraba lastimeramente a sus compañeros que habían tenido la suerte de embarcar a extranjeros desprovistos del instrumento del idioma.

– Suba, suba. ¿Qué pasa? Parece preocupado.

Carvalho rumiaba la imagen desvaída que había visto más allá del cristal. Sin duda era una ilusión óptica.

– Es que aún estoy adormilado.

Todo dormía en Suratani menos la caravana de taxis que se puso en marcha hacia Ba Don. El cura lamentaba el tiempo que Carvalho debería esperar en Ba Don hasta el embarque.

– Le aconsejo que coja el "ferry" que sale a las nueve de la mañana. Es el más rápido, aunque se tira casi tres horas de viaje. ¿Qué va a hacer hasta esa hora? Puede descansar en algún hotel.

– Pasearé por Ba Don.

– Poco tiene que pasear. Es un puerto sin carácter. Lo único interesante es el mercado.

Volvió a aconsejarle que abriera bien los ojos en Koh Samui. La isla había sido un paraíso y en cierta manera aún lo era, pero había empezado a llegar la avanzadilla del turismo, jóvenes en busca de la autenticidad del paraíso.

– Pero a algunos de esos jóvenes no les basta el paraíso de fuera y se traen jeringas y heroína. Se bañan desnudos en algunas playas y causan escándalo en la gente de aquí.

– ¿En el país de los masajes las gentes se escandalizan ante el desnudo?

– Pues aunque usted no se lo crea. Ellos distinguen entre lo que es vicio, casi siempre para extranjeros, y lo que es la conducta moral normal. Ya hay extranjeros que quieren quedarse a vivir en Koh Samui. Un español, un tal Martínez.

Había una cierta reticencia en las palabras del cura.

– ¿Qué le pasa a Martínez?

– Pregunte en Koh Samui por él. Hable con el capellán católico que hay allí. Él le informará. Martínez se está construyendo un "bungalow".

Y estaba casado con una italiana o con una thailandesa. Carvalho no lo oyó bien porque su atención la reclamó un repentino foco que había aparecido en la carretera y tras él las criaturas nocturnas uniformadas que les hacían señas de que se detuvieran.

– Un control del ejército. Toda esta zona está llena de controles.

– ¿Por qué?

– Comunistas. Vuelve a haber un resurgimiento de las guerrillas. Y más al sur, en el país Petani, de vez en cuando hay guerrillas malayas musulmanas.

El taxi se detuvo y una linterna iluminada se metió en el coche deslumbrándoles. La linterna se retiró y en primer plano quedó la ametralladora que sostenía el soldado. Mantuvo un diálogo con el sacerdote y luego el italiano salió del coche, abrió el maletero y dos soldados examinaron los equipajes. El regreso del cura coincidió con la arrancada del taxi.

– Es un fastidio. Siempre estamos igual.

– ¿Es fuerte la guerrilla?

– No creo. Tampoco a los comunistas les interesa que sea fuerte. Todavía no ha llegado la hora de Thailandia. La utilizan de vez en cuando, para recordar que, si quieren, pueden complicarles las cosas al gobierno y a sus aliados los norteamericanos.

En cualquier caso había más comunistas que católicos, aceptó el cura. El país era básicamente budista, con un budismo propio, muy entroncado con las corrientes más tradicionales del budismo y mezclado con un sustrato animista indestructible, como lo prueban esos templetes que parecen de juguete que se colocan delante de las casas.

– Budismo, animismo y americanismo. Y el americanismo no sólo lo traen los americanos, sino también los japoneses y se inculca en la población a través de los chinos. Los chinos son competitivos como demonios. Son el mismo demonio.

El taxi penetró en las calles oscurecidas de Ba Don y desembocó en el puerto, donde animaban los primeros transeúntes en torno a los "ferrys" dispuestos para el trajín del día. Carvalho se empeñó en pagar el taxi, aunque el italiano continuaba y le rogó que le aceptara aquella pequeña aportación a la penetración del catolicismo en Asia.

– Nosotros los salesianos hacemos lo que podemos. Pero es difícil. O se tiene una gran potencia detrás o es difícil hacer apostolado.

Al pie del taxi le esperaba un intermediario de una de las compañías de "ferrys" dispuesto a que Carvalho se comprometiera a viajar en su embarcación. Carvalho le dio toda clase de seguridades y aceptó la propuesta del salesiano con medio cuerpo asomante desde el taxi.

– Vaya a aquel bar iluminado y espere allí. No se pasee por aquí a estas horas.

Partió el taxi y Carvalho se dirigió a la cantina, donde se estaba recuperando la lógica de las cosas. Empezaba a calentarse el fogón de la cocina, pasaban el primer trapo sucio sobre los tableros de las mesas, servían los primeros desayunos a los trabajadores del puerto y del mercado. Le sirvieron un tazón de café y una síntesis de porra y churro que a Carvalho le trasladó a una cafetería madrileña. Costaba amanecer. El nuevo día diluía la noche sobre los fondos lejanos de la selva de heveas y palmeras recortadas como un troquelado de cuento infantil tétrico y, poco a poco, fue revelando la calle comercial dormida y enfrentada a un mar estanque, al que iban llegando las frágiles canoas con fueraborda, cargadas de isleñas que venían a la compra. Carvalho las siguió hasta un mercado que empezaba a ser populoso y vociferante, mejillones verdes, ostras negras, abalones, guindillas nerviosas, camarones microscópicos, oscuras vísceras del cerdo, judías verdes de medio metro, como si las materias quisieran cargarse de peculiaridad asiática, de hecho diferencial en contraste con los pajeles familiares que parecían exiliados del Mediterráneo.