– Rosa quisiera que yo fuera como ella. Que todas fuéramos como ella.

– Sería terrible.

Dijo Carvalho y trató de aguantarse sobre un codo mientras besaba un pezón después del otro con una soltura dificultada por la posición. Cuando los labios de Carvalho se posaron en el pezón izquierdo, Joana echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos dejándose caer sobre el mar de cojines. Al no ser avisado, Carvalho quedó despezonado y en un equilibrio imposible que se rompió. Cayó sobre Joana incontroladamente, acción que la mujer interpretó como un asalto precipitado y se escabulló entre los cojines mientras farfullaba varias veces un molesto: todavía no. Joana estaba allí, a media milla de cojines, con sus braguitas, dando la espalda a Carvalho y al mundo, meditabunda. Carvalho dudó entre marcharse o recomponer un clima adecuado. Se rindió a la ley de los cojines y se dejó engullir hasta tocar fondo. Desde allí pidió con una voz serena.

– Me gustaría que tocaras el piano.

– ¿Ahora?

– Ahora.

– ¿Así?

– Así.

La mujer se enderezó, se arregló los cabellos con una mano y se fue hacia el piano. Tenía un hermoso culo en forma de pera que se adaptó al sillón giratorio y unos codos puntiagudos que se cernían sobre las teclas como pajarillos de presa. El piano parecía esperar las manos de su dueña porque le entregó las notas con la inmediatez de un mayordomo. A Carvalho le sonó a Albéniz, poco después hubiera jurado que estaba escuchando Torre Bermeja, pero ella dejó de tocar y sin volver la cabeza se disculpó.

– Perdona, pero estoy ensayando un recital de Albéniz y ya me sale automáticamente.

De nuevo los codos se predispusieron para el asalto a las teclas, y esta vez una melodía triste, romántica, épica a la vez, con espesor de noche o de sentido, pero sin duda hecha para remover los posos del sentimiento.

– ¿Qué es eso?

– "O Perigal". Una canción de Theodorakis sobre un poema de Elitis. Cantado es hermosísimo. Sobre todo si lo canta Maria Farandouri.

– Así tampoco está mal.

– No. Tampoco está mal.

Carvalho se levantó y se desnudó. Avanzó hacia el piano y abrazó a la pianista apoderándose de sus pechos. La melodía se rompió en pedazos y Carvalho obligó a la mujer a poner las manos sobre la tapa del piano y mientras le besaba la nuca la penetró por detrás.

– ¿Por qué?

Tuvo tiempo de decir ella antes de la penetración. Pero Carvalho no quiso o no tuvo respuesta. Las piernas de ella flaquearon a medida que se acercaba el orgasmo y Carvalho tuvo que aguantarla con el brazo cruzado sobre sus ingles. Cuando terminó, la dejó formando un ángulo entre el piano y el suelo. Joana se levantó con vacilaciones de Margot Fontaine y sin dar la cara a Carvalho se fue hacia los cojines y se zambulló en ellos. Carvalho contuvo el impulso de ir en busca del lavabo y se tumbó junto a la mujer fingiendo con un dedo recorridos imaginativos sobre su espalda. Ella volvió la cabeza y por fin él le vio la cara, acalorada, como dilatada por una íntima satisfacción.

– ¿Por qué?

– Por qué ¿qué?

– ¿Por qué lo hemos hecho?

– Se me ocurren dos buenas razones. Porque lo hemos pasado bien y porque son las cinco de la madrugada y aún no han abierto el Corte Inglés.

– ¿Por qué me lo has hecho así, como si fuéramos perros?

– Tienes una hermosa espalda.

– Me lo has hecho así para humillarme.

Había fruncido el ceño para estimular su propio enfado. Carvalho se levantó y empezó a vestirse.

– ¿Y mañana qué?

– Mañana será otro día.

– Nos veremos.

– Mañana no. Otro día.

– Pronto saldré de gira si no tengo problemas con la policía y el juez.

– ¿Qué te pasa?

– Soy testigo del caso del asesinato de esa chica, de Celia Mataix.

– ¿Estabas allí la noche del crimen?

– Sí. Me llevó Rosa. Y me fui con ella.

– ¿Conocías con anterioridad a Celia?

– Muy bien. Demasiado bien.

No escondía el retintín.

– ¿Problemas?

– Había sido amante de mi marido. Precisamente quise ir para ver qué tal era de cerca.

– ¿Qué tal era?

– Una putita que se hacía mayor.

Picoteaban las manos de la mujer en busca de sus ropas. Se vistió lo suficiente como para acompañar a Carvalho hasta la puerta de la escalera.

– Tengo la sensación de haber sido una tonta.

– ¿Por qué?

– Ha sido tan… tan animalesco…

Carvalho cerró los ojos espiritualmente y le tendió una mano. Ella miró la mano como si no entendiera el gesto y luego se alzó sobre la punta de sus pies para besar la mejilla de Carvalho.

– ¿Siempre lo haces así?

– ¿Cómo?

– Como si no te importara qué cara pone tu pareja.

Quería decir lo que iba a decir y quería decirlo precisamente en el momento de cerrar la puerta tras Carvalho.

– Todos los hombres sois iguales.

Tardó en darse cuenta de que la llamada era real, de que a pesar de ser las diez de la mañana y no llevar ni cuatro horas en la cama, alguien estaba llamando al timbre con voluntad de ser oído. saltó desnudo de la cama y se asomó a la ventana. Allí abajo estaba Ernesto decidido a no irse de balde, después de haber dormido tan poco como Carvalho. El detective abrió la ventana y lanzó un ya va indignado que levantó el vuelo de las golondrinas posadas sobre los árboles del jardín. Empezó a buscar un batín y se descubrió segundos después abriendo la nevera para tragar media jarra de agua fría. El batín. Entre el batín y él medió una extraña desorientación, como si de pronto hubiera olvidado el camino del batín y de la puerta de salida. O tal vez no tuviera batín. Recordó que en el cuarto de baño había algo parecido a un albornoz y fue a por él. Se lo puso y al ponérselo recuperó el sentido de lo que estaba ocurriendo. Alguien había llamado al timbre sin respetar la nube de aturdimiento que tenía en la cabeza y la sensación de sueño inconcluso. Salió descalzo al jardín, abrió la puerta a Ernesto sin decir nada, tal vez esperando disculpas, pero el muchacho pasó ante él mudo y a grandes zancadas se apoderó del jardín, de la puerta de la casa, de la casa. Carvalho le iba a la zaga y no recuperó el dominio de la situación hasta que Ernesto se dejó caer en el sofá y suspiró resignado.

– Tengo un sueño que no me veo.

– Pues yo tengo otro que no te veo. Pensaba que la juventud de hoy no madrugaba.

– Si no le importa quisiera acabar cuanto antes. Lo de Teresa, mi madre, no me ha dejado dormir. ¿Qué pasa?

Carvalho le hizo un resumen de la situación y Ernesto cabeceaba como si le estuvieran contando historias de una reincidente incorregible.

– Mamá es de las que se apuntan a todo sin saber cómo van a salir. Fui a verla y le dije: mi compañera está en estado. Y empezó a hablarme del control de natalidad. Era absurdo. Y luego otro rollo sobre que ella era una madre abierta y no se merecía esto. Y que no tenía ganas de ser abuela. Como si yo le hubiera pedido que fuera abuela. O como si ser abuelo o no serlo se note en algo físico. Ser abuelo no se nota. Ser padre sí. Le dije. Y se puso furiosa. Que se iba y que se iba y que ya hablaríamos cuando volviera. ¿Y yo qué? Que lo hubiera pensado antes. Y así estoy.

– Has tenido suerte al encontrar trabajo.

– Me explotan, pero me hago el tonto. Ni contrato, ni seguro, ni nada. Pero al menos estoy tranquilo y no he de pedir dinero a nadie. ¿Qué puedo hacer por Teresa?

– Dudo que puedas hacer gran cosa. En realidad quienes debieran movilizarse serían tus abuelos o tu padre. Localízame a tu padre, si puedes.

– Ya lo tengo localizado. Está trabajando de amaestrador de perros en una residencia canina de la costa. Hacia el sur. Cerca de Calafell. Por el momento. Como siempre habían tenido perros en su casa, pues sabe de qué va. No se sorprenda.

– No me sorprende.

– Es que mi padre había sido asesor financiero de Bankinter porque era el sobrino de no sé quién o porque era el yerno de mi abuelo, no recuerdo bien. Ahora acaba de volver de Ibiza y la chica que le mantenía se cansó de él. Ha engordado y está perdiendo pelo.