– Rosa, guapa, no me has dicho nada.

La Donato besaba y era besada por "Rosalinda", tan cubierta de pieles que parecía un explorador ártico afeminado.

– Me quieres mal, no me quieres nada. Ya te has olvidado de que hemos sido muy amiguitas.

– ¿Cómo te voy a olvidar, preciosidad? Pero es que eres demasiado hombre para mí.

– ¿Hombre yo? Ay, qué cosas dices. Andrés, anda, vente y escucha que groserías me dicen.

Se acercó al grupo un muchacho con patillas y la colilla de un puro entre los labios.

– Éste es mi Andrés, mi novio. Vamos a casarnos. Y ésta es Rosa. Mira qué dice, tú, que soy demasiado hombre para ella. ¿A ti te parezco un hombre, Andresico?

Andrés dijo que no, se metió las manos en los bolsillos y se empeñó en buscar la luna en los cielos. "Rosalinda" pellizcó a la Donato en un brazo.

– Pero qué mala eres, qué mala es esta mujer. Preséntame aquí al buen mozo ese. ¿Adónde me lo lleváis tantas mujeres?

– Es un detective privado.

– Un bofia.

Todo el asco del mundo provocó un terremoto siete en la escala de Richter en la costra de maquillaje de "Rosalinda".

– No. Un detective privado, como los de cine. Como Humphrey Bogart, por ejemplo.

– Ay, pues no se parece. Me recuerda más a… no sé… A otro. Pero a ese que has dicho no. Adiós, maja, y no me tengas tan olvidado. ¿Te he gustado?

– Has cantado muy bien.

– Es que voy a clases de canto, mira tú, con el mismo que enseñó a respirar con los ovarios a la Caballé. Enséñeme a mí también, le dije. Y me está enseñando.

– ¿A respirar con los ovarios?

– Pues sí, oye, y es verdad, se puede. Mira.

Se desabrochó el abrigo de pieles y quedó al descubierto un vestido violeta que se adaptaba como una funda a la voluminosa orografía de "Rosalinda".

– Mira, ahora respiro con el estómago.

Y el estómago de "Rosalinda" subía y bajaba según la dirección de entrada o salida del aire que ella aspiraba con la boquita cerrada y las narices dilatadas como si fueran de un sapo.

– Y ahora me meteré el aire en los ovarios.

Y se lo metió, porque ningún volumen externo dio señal de vida con lo que todos convinieron que el aire había ido a parar a un pozo profundo de las interioridades de "Rosalinda".

– Y claro, con el aire aquí abajo pues tarda más en salir y te da más tiempo a aguantar la voz. Por eso la Caballé, o quien dice la Caballé pues la Callas o Raphael, o un cantante de ésos, pues aguanta el aire y te hacen con la voz lo que te hacen. Te pueden cantar, qué sé yo, un kilómetro y con la cara como si se estuvieran cepillando el pelo.

Cerró los ojos para reponer ideas destinadas a una disertación que deseaba prolongada y la Donato le besó las mejillas mientras daba por terminada la audiencia.

– Mira, monina, estamos cansados y nos vamos a casa. Felicidades por lo bien que lo haces y te deseo muchos éxitos.

"Rosalinda" trató de decir que vivía para el arte, pero la Donato ya le había dado la espalda y Carvalho se encontró a sí mismo caminando y mirándose la punta de los zapatos, sintiendo al lado la presencia de la concertista. Rosa aprovechó la luz de un farol para concentrarlos bajo su luz y darles las instrucciones nocturnas.

– Yo he de madrugar y no puedo acompañarte, Joana. ¿Verdad que nuestro detective privado será tan amable que acompañará a Joana a su casa?

Joana relevó a Carvalho de la propuesta de la Donato y dijo que la noche estaba llena de taxis.

– Pero no de detectives privados.

La cosa estaba hecha, porque la Donato besuqueó las mejillas de la concertista, dio una mano a Carvalho y se colgó de los brazos de las otras dos emprendiendo el inevitable remonte de las Ramblas. Se volvió unos metros más arriba para decirle en voz alta a Carvalho.

– ¿Ha visto a Marta Miguel? ¿Sí, verdad? ¿Qué le ha parecido? ¿Una pesada, no? Yo apenas la conozco.

Había hablado sin necesitar ninguna respuesta de Carvalho y le volvió la espalda prosiguiendo su ruta. Joana miraba en todas direcciones por si aparecía un taxi.

– No se preocupe. La acompaño con mucho gusto.

– Es que me da rabia.

Y había rabia en el tono de su voz y en la mirada que dirigía a las tres mujeres que se alejaban.

– Siempre me hace el mismo numerito.

– ¿En qué consiste si puede saberse?

– Pues que en cuanto se acerca un hombre me lo endosa.

– Es una buena amiga y generosa.

– Lo hace para mortificarme. Para decirme, toma un semental, toma, tú, que no eres como nosotras.

– Ya entiendo. ¿Y por qué sigue saliendo con ellas?

– Hay algo en Rosa que me atrae. No sé qué es. La fuerza de carácter, quizá.

Cuando entraron en el coche de Carvalho se miraron a los ojos y de pronto los de la mujer descendieron para comprobar si Carvalho tenía boca, y cuando la encontraron fue toda la cabeza la que avanzó hacia la de Carvalho y unos labios pequeños, entreabiertos, jugosos, se apoderaron de los de Carvalho. Carvalho contestó el beso y luego echó el cuerpo contra el respaldo del asiento.

– Menos mal que no tendré que hacer esa pregunta tan estúpida.

– ¿Qué pregunta?

– ¿Me invita a tomar una copa en su apartamento?

– Mi marido me dejó.

Se dejó caer con la copa en una mano y el otro brazo equilibrando la caída del cuerpo, para quedar sentada con las piernas cruzadas y en la mano la copa, sin una gota de menos. Carvalho valoró la habilidad del gesto y desde su posición de hombre hundido en las arenas movedizas de diez mil cojines, sin manos suficientes para aguantar la copa, evitar ser engullido y mantener una disposición corporal que le permitiera futuros avances hacia Joana, maldijo el supuesto orientalismo que se estaba apoderando de la decoración de interiores. En cambio en las paredes pintura abstracta, nombres de postín, y al fondo del inmenso salón, en la que era la tercera zona de estar, el piano de cola, un trono.

– Así, por las buenas. Me lo había anunciado desde el primer día que nos casamos. Cuando tú cumplas cuarenta y cinco años yo ya tendré cincuenta. Entonces te dejaré. Yo me lo tomé a broma.

Bebió de la copa con la delicadeza de una ave.

– Fue en julio pasado. Yo cumplo los años en julio. El veintidós. Eduardo me entregó un estuche y un sobre. En el estuche un collar de esmeraldas que me tenía prometido desde… en fin… Y en el sobre una cita para un abogado y un cheque de diez millones de pesetas… ¿Me oyes? ¿Qué te parece?

– Que tu marido tiene mucho dinero.

– A veces. Pero sí, tiene dinero. No mucho. ¿Qué entiendes tú por mucho dinero?

– Cincuenta millones de pesetas.

– Eso es calderilla. Pero sí, ésos los tiene.

– ¿Por qué te dejó?

– Yo creo que porque me consideraba ya usada. Él me dijo que yo me merecía una segunda vida, junto a otro hombre, al margen de la vida doméstica. Y él también, claro. Tiene dos hijos con una enfermera de su clínica.

Asomaba los ojos por encima de la copa para comprobar el efecto que causaban sus revelaciones.

– Más joven que yo.

– Pero no más guapa. Seguro.

Las manos de Carvalho se movieron rápidas. Le deshicieron el peinado y una melena corta y suave enmarcó un rostro de portada de "Hola" sometido a un régimen de pocas calorías y a masajes faciales que combatían una inicial flaccidez de las mejillas y las anilladas arrugas del cuello. Y las manos del hombre volvieron a actuar para pasar los tirantes del corpiño por encima de los hombros y permitir la libertad de las tetas fuertes, exactas, tostadas por el sol y culminadas en dos pezones frambuesa. Ella contemplaba sus propias tetas y al mismo tiempo quería reemprender la confesión.

– No habíamos tenido hijos.

– Mucho mejor. ¿Quién se los habría quedado?

– Es cierto.

Ahora las manos iban a por la falda y la mujer tuvo que darle la espalda a Carvalho para que le bajase la cremallera, sin abandonar la copa, sin derramar ni una gota, incluso permitiéndose el alarde de sorber de ella mientras Carvalho le quitaba la falda. Con unas braguitas que cabían en el puño de un niño y una copa de oporto en una mano, el cuerpo de Joana parecía un montaje visual. El cuerpo traducía una angustiosa voluntad de lucha contra el tiempo, ni un gramo de grasa, ni un pliegue sin atender, ni un rincón sin barnizar por los soles más constantes del mundo y, sin embargo, tanto esfuerzo no había conseguido anular una cierta maceración en las formas que atraía a Carvalho y le hacía repasar las yemas de los dedos con delicadeza por todas las fronteras de aquel cuerpo en combate a muerte contra los calendarios.