El hijo de Teresa Marsé lleva en la bandeja dos gintónics y un Alexandra. De los labios de Carvalho no sale el tono de voz adecuado y Ernesto no le entiende. Carvalho le hace señas de que se aparten del bullicio y el muchacho le dice que no puede. Le pide que espere. Lleva el encargo a una mesa y durante su viaje alguien golpea en un hombro de Carvalho. Cuando se vuelve recibe la sorpresa de la arrugada sonrisa de la Donato.

– Pero bueno, ¡usted es incansable!

– Le aseguro que es casualidad.

– ¿Cómo dice?

– Que es casualidad.

– Estoy sentada allí con unas amigas. Le espera una copa.

Allí es una mesa situada a los pies de Luis Doria donde cuchichean tres damas separadas del marido y de la fiesta. Ahora "la Toro" se ha puesto a recitar su nostalgia por Luigi el Amoroso, "latin lover" de exportación que se ha ido a Hollywood a hacer fortuna con la picha, mientras el maestro Rosell crea una cierta sensación de paisaje musical íntimo, triste a pesar de la parodia. Vuelve Ernesto con la bandeja vacía y le hace señas a Carvalho para que se dirija hacia los lavabos. Hasta allí llegan las estridencias canoras de "la Toro", pero no el hervor de las conversaciones y las carcajadas reprimidas.

– ¿Qué pasa? No puedo entretenerme. Estoy a prueba y me ha costado mucho encontrar este trabajo.

– Se trata de su madre. Está en apuros y en Thailandia.

– Mi madre siempre está en apuros.

– Parece serio. Su abuelo no quiere saber nada. ¿Hay manera de encontrar a su padre?

– ¿Mi padre? Ése aún menos. Lo difícil será encontrarle, y cuando le encuentre como si no. Está infantilizado. Es como mi hijo. Se pasa la mitad del año en Ibiza y la otra mitad pegando sablazos por Barcelona.

– Alguien tiene que interesarse por Teresa. Hay que ponerse al habla con el Ministerio de Asuntos Exteriores, por ejemplo.

– ¿No será el clásico embolado de mi madre?

El "ma3tre" asoma la cabeza desde una esquina.

– No puedo entretenerme. Aquí te juegas el puesto por cualquier tontería. Trataré de encontrar a mi padre. Deme su teléfono.

Carvalho le tiende una tarjeta y Ernesto se la guarda en el bolsillo de la chaquetilla "smoking" como si fuera una propina. Lleva los cabellos largos recogidos en una trenza y la sombra del bigote adolescente agrandada por la desesperanzada voluntad de no afeitárselo.

– ¿Pero viene o no viene?

Es la Donato. Coge a Carvalho por un brazo y le ayuda a abrirse camino entre la multitud braceante por los aplausos. Por un túnel de clientes desplazados abierto por la Donato, Carvalho llega a la mesa de las damas. Una concertista de piano, una traductora de novelas feministas y la ganadora del premio de novela breve más importante de la literatura murciana, informa la Donato y presenta a Carvalho como un detective privado en paro.

– Aprovechad la ocasión, chicas, el señor busca trabajo.

– ¡Si lo hubiera conocido antes! ¿Para qué sirve un detective privado?

– Para seguir a su marido, por ejemplo.

– Ya no tengo marido.

– Ni yo tampoco.

– Estas señoras tan monas son todas unas malcasadas y están a su disposición.

La concertista conserva el bronceado del verano y mira a Carvalho por encima del hombro. Es una rubia bien teñida bien vestida, bien formada, bien madurada, con las tetas apretadas bajo un corpiño de seda escotado.

– ¿Verdad que es mono? Es el detective privado más mono que conozco. Hoy me he enfadado con él porque es un machista.

La Donato aprieta con sus manos un brazo de Carvalho y guiña los ojos.

– ¡Qué noche tan bonita! ¡Cómo está esto! ¿Ha visto usted a Luis Doria?

– No tengo el gusto.

– El pintor, el poeta; pero, hombre, ¿no lee los diarios? Mire. Allí le tiene. Es un habitual de la sala y no viene por las chicas, viene por el pianista. Cada vez que viene se va de los últimos y antes de salir saluda ceremoniosamente al pianista y se marcha.

– El pianista.

Musita Carvalho y dirige sus ojos hacia el viejecillo que culmina el subrayado musical del retorno de Luigi el Amoroso a su pueblo natal, a sus amantes habituales, fracasado en la empresa de ser gigoló en Hollywood. El pianista es una figurilla agitada por la música, con los pantalones demasiado cortos dejando ver media pantorrilla anciana y blanca, los calcetines marrones viejos y arrugados, los zapatos embalsamados por los betunes, nerviosos como sus manos.

– Conocía usted este lugar, supongo.

– Supone mal.

– Estuvo abierto ya durante la dictadura, pero lo cerraron por una denuncia. Ahora lo han vuelto a abrir. Casi todas las chicas son las mismas de antes. Con casi diez años más encima. ¿Se ha fijado en "la Toro"? Da miedo.

Y la risa de la Donato se contiene cuando advierte que la concertista y Carvalho se aguantan la mirada, que la concertista la aparta y se sonríe a sí misma. La Donato mete sus labios en la oreja de Carvalho.

– Hágale compañía, está muy sola. ¿Le gusta la música?

– Según.

– Háblele de música.

Carvalho apura el whisky doble sin agua ni hielo y se inclina hacia la pianista.

– ¿Qué tal Beethoven?

– ¿Qué le pasa a Beethoven?

– Me han dicho que es usted música.

– Lo mío es Bela Bartok.

Carvalho finge estar enfadado y cabecea negativamente.

– No me esperaba esto de usted.

La concertista ríe y enseña una dentadura carísima.

– Esto no puede quedar así.

Proclamó la Donato cuando ya era evidente que los echaban del local. Doria se había levantado, atezado, anguloso, con la melena blanca refulgente en la penumbra del local y su andar anciano pero decidido era secundado por dos acompañantes que no quitaban ojo de sus pasos descendiendo los escalones que le separaban de la pista central. Fue abordado por la concertista y el anciano la acogió con afabilidad, le besó una mano, se la retuvo, comentó con ella algo regocijante y la despidió con la misma ceremonia con que la había recibido. La retirada era general y Doria caminó con facilidad hacia la peana donde el pianista recogía las partituras con meticulosidad. Carvalho siguió a sus compañeras en el movimiento de recuperación de la concertista y juntos se encontraron siguiendo la estela de Luis Doria, entre miradas avisadas de los últimos clientes. Doria se detuvo al pie de la peana y dijo:

– Muy bien, Alberto, muy bien.

Pero el pianista apenas si se volvió. Asintió con la cabeza y siguió dando la espalda al prepotente Luis Doria.

– ¿Todo sigue bien?

Volvió a cabecear ambiguamente el pianista sin darle la cara a Doria.

– ¿Y Teresa?

El pianista se agitó y de espaldas igual podía deducirse que lloraba o reía. Había terminado de recoger las partituras y se encaminó hacia los escalones de la peana sin hacer el menor caso de Doria, quien ya había escogido el camino hacia la calle seguido de sus acompañantes. La Donato tomó a Carvalho por un brazo.

– Cada noche es igual. Siempre que he coincidido con Doria aquí termina la fiesta igual.

El pianista entregó las partituras a la encargada del guardarropía. La mujer, como cumpliendo un ritual, las guardó y reapareció con un cepillo que el viejo utilizó parsimoniosamente para desempolvarse de arriba abajo. Coincidieron en la salida los acompañantes de Carvalho, el pianista y Ernesto ya sin el "smoking", ahora con el uniforme de joven mil novecientos ochenta y dos y la melena suelta sobre la espalda. Ernesto le hizo un gesto de inteligencia y se subió a una pequeña motocicleta con la que se lanzó Ramblas arriba en busca de la madriguera donde le esperaba la flautista preñada. Carvalho pensó que el muchacho tendría frío en cuanto octubre empezara a vencerse y que no era una moto para subir las rampas del Tibidabo y luego bajar las carreteras húmedas que llevaban hacia el Vallés. Pero Ernesto era ya una lucecilla roja lejana y en cambio Alberto Rosell, el pianista, caminaba por el centro de la Rambla con agilidad de excursionista, tal vez propiciada por aquellos pantalones demasiado cortos que dejaban ver unos calcetines marrones de posguerra.