Silbó Carvalho como apreciando todo el esfuerzo que había hecho aquella pequeña y fuerte mujer que le contemplaba desconcertada.

– No le permito ni la más mínima broma sobre lo que soy, porque lo que soy me lo debo a mí misma y sé lo que me ha costado.

Le había salido un acento raro, un acento de provincia fronteriza, de qué provincia no importa. Un acento de inmigrante no cualificada, es decir, no era un acento inmigrante convencional: andaluz, gallego, aragonés, ni siquiera murciano. Era el suyo un castellano de marca fronteriza y le salía cuando quería decir cosas que sentía por encima de los refajos culturales.

– Casi todo el mundo lo que tiene se lo debe a sí mismo. Unos se deben más a sí mismos que otros. Pero la relación de dependencia con uno mismo no se altera. ¿De qué es usted profesora?

– De pedagogía. De historia de la pedagogía, para ser más exactos.

Carvalho apreció la importancia del tema con una mueca solícita que devolvió cierta tranquilidad a la disposición de Marta. Ahora caminaba adelantando las cortas piernas en sentido circular, como si al pensar y al hablar fuera tomando posesión de un ámbito tan real como invisible y al mismo tiempo se lo estuviera ofreciendo a Carvalho.

– Usted no puede imaginarse lo que era yo cuando llegué a esta ciudad recién terminado el bachillerato en una academia de mi ciudad. Dos profesores para cuatrocientos alumnos y en una clase todos los que queríamos hacer bachillerato o comercio o profesorado mercantil, fueran del curso que fueran. Y venga machacar, machacar. Todo de memoria. Aún me sé la definición de Historia que estudié en la academia. "Historia es la ciencia que trata de los hechos que forman la vida de la humanidad a través de su desarrollo, explicando también las causas que los han motivado". Y venga romper codos de jerseys estudiando y venga mi madre remendar codos.

Carvalho le miró de reojo los codos del polo. Impecables. Marta caminaba a bandazos, y de vez en cuando chocaba con Carvalho para dejarle un mensaje de perfume intenso. Tendrá los sobacos peludos y con propensión al sudor, pensó Carvalho, y se la imaginó desnuda como un caballito percherón o bailando, con esa voluntad de fingir elasticidad que tienen las musculaturas cúbicas.

– Y cuando llegué a Barcelona ¡ay Dios!

Y de nuevo se sopló el flequillo que no llevaba.

– Y cuando entré en la universidad ¡ay Dios! Con decirle que fue el curso de lo del Paraninfo. ¿No recuerda? El año de las algaradas estudiantiles, de las primeras importantes. El curso 1956-1957. Cuando yo veía a aquellos burguesitos tranquilos y ricos jugándose el curso corriendo delante de la policía me sublevaba. Yo tenía que presentar cada año de notable para arriba para que me mantuvieran la beca. ¿Y sabe usted que yo no entendía nada de nada?

Había retenido a Carvalho con una mano corta y fuerte sobre el brazo del hombre.

– Pero es que nada.

– ¿Así de pronto?

– No. Del lenguaje. De asignaturas teóricas, por ejemplo. Filosofía. Yo había estudiado de memoria y sabía decir lo que es una mónada según Leibnitz, pero no entendía a Leibnitz. ¿Comprende? En clase me iba haciendo pequeñita, pequeñita, cuando hablaban de Filosofía, y en casa lloraba porque no entendía nada. Y de Literatura. Aquel año le dieron el Nobel a Juan Ramón Jiménez. El profesor de Literatura nos puso un poema de Juan Ramón para que lo comentáramos. Yo me sabía la vida de Juan Ramón y los nombres de todos sus libros y fragmentos enteros de "Platero y yo". Pero no sabía comentar un poema. Tuve que tomar apuntes al pie de la letra, estudiármelos. Trabajaba veinte horas al día y aun entre la chacota de los que pasaban por ser los más listos de la clase, los más brillantes, que se iban a hacer la revolución gritando ¡asesinos! a los guardias. La policía por la mañana y por la tarde el guateque, y yo con las pestañas quemadas de tanto estudiar con mala luz en un cuartucho, el más barato de una pensión de la calle Aribau. Y el Arte. Yo no había visto un cuadro en mi vida, como no fueran los de los calendarios. Me sabía la Arqueología clásica de Melida y la Historia del Arte de Angulo de memoria, eso sí. Pero los profesores empeñados en que yo comentara las reproducciones y el estilo. Me costó tanto entrar en la cultura abstracta de la burguesía, tanto.

– La cultura burguesa es abstracta y la proletaria concreta, según usted.

– Mi cultura era una mezcla de moral religiosa convencional, la experiencia colectiva de mi gente y lo que mi portentosa memoria había tenido tiempo de registrar. Y yo veía a los otros, "dilettantes", haciendo bromas sobre lo divino y lo humano, cachondeándose de Ortega y Gasset, por ejemplo, con una total impunidad, porque eran los dueños de la tierra y eso les permitía ser irónicos, amables consigo mismos. Y yo, Marta Miguel, hasta las tantas empollando y mal vista por todos menos por las monjas. Como una monja. Eso fui yo en la universidad.

– ¿Conoció allí a Rosa Donato?

– Ella estaba acabando cuando yo entré. Era de la Sección Femenina y estaba muy metida en el SEU. Ahora no. Ahora es tan de extrema izquierda que no encuentra partido que la satisfaga. Yo también me metí un poco en el SEU. Los comedores eran los más baratos que había. Me hinché de pan con aceite, sal y vinagre. Cuando llegaba el primer plato yo ya tenía medio estómago lleno de pan con aceite, sal y vinagre.

– ¿Y a Celia?

– La veía en el patio. Ella entonces no era de Letras, o sí. Pero siempre estaba con la gente de Derecho o de Arquitectura. Había más chicos en esas facultades. Cuando ella entraba en el claustro de la parte de Letras todas las miradas se le echaban encima. Era alta, rubia, delicada pero con un cuerpo espléndido, sano, y siempre llevaba un libro y una flor. Una rosa, generalmente.

– ¿Fueron amigas?

– No. De hecho hemos hablado un par de veces en todos estos años y muy recientemente. Cuando yo empecé especialidad era más difícil hacer vida de claustro y la veía muy de tarde en tarde, siempre en su corte, siempre rodeada de tíos y tías pendientes de ella. La Donato sí la trataba y a veces me había invitado a actos o a fiestas en las que habíamos coincidido. Pero yo nunca tenía qué ponerme. No dominaba el lenguaje así, banal. Con el tiempo le he puesto nombre a lo que me pasaba: tenía estropeado el mecanismo comunicacional. Estuve un año y medio o dos sin verla. De pronto, un día, yo ya había acabado la carrera y estaba preparando las oposiciones para Instituto. Fernando Fernán Gómez dio un recital semiclandestino con motivo del aniversario de la muerte de Machado, lo dio en una facultad nueva entonces, la de Ingenieros, creo. Yo fui y allí estaba Celia, como siempre rodeada de gente, preciosa. La Donato me dijo que vivía con un chico, un pintor, y fue ella también la que me dijo que se había casado con un arquitecto. No la volví a ver hasta el día del estreno del "Evangelio según san Mateo" de Pasolini.

– ¿Seguía sin abordarla?

– Sí. ¿Para qué? Yo iba picoteando cultura aquí y allá. Entonces ya me sentía más segura económicamente. Me había comprado a plazos el apartamento que tengo. Mi madre se había quedado viuda y me la había traído del pueblo. Leía todo lo que no había tenido tiempo de leer. Volví a verla en un cine, una noche. Ella estaba preñada. De la niña, Muriel, supongo. Pero seguía tan preciosa como siempre. Con aquel aire de sonriente ausencia, pero siempre con la cabeza y la melena inclinadas hacia el lado oportuno.

La mala foto de prensa estaba ante las retinas secretas mentales de Carvalho y había mejorado a partir del retrato de Marta Miguel.

– Se hacía querer.

Musitaba Marta Miguel, y los dos se daban cuenta de que habían recorrido todo el parque y estaban ante la puerta que daba a la calle del Hospital, entre el ir y venir de centenares de personas atolondradas o cansadas o ensimismadas, más allá de las puertas del oasis gótico.