– Como quieras, pero ya sabes que la abuelita no te ha perdonado lo de la chica esa.

– Yo subo contigo.

Sonríe condescendiente el ex domador de perros y pone cariñosamente una mano sobre un brazo de Carvalho.

– ¡Ay, amigo mío, estos hijos! ¿Tiene usted hijos? No. Le felicito. Ya ve. Ya ve las complicaciones que traen.

Ernesto le pide con gestos que baje el cristal de la portezuela y se asoma por la ventanilla.

– No hay que confiar mucho. Con Pérez Llorca no ha podido hablar, pero le ha dejado el recado a una secretaria. Con Senillosa sí que ha hablado y le ha prometido que moverá lo que pueda, pero le ha advertido que no es el primer caso de españoles liados en asuntos de droga en Asia, y las cosas son complicadas.

Carvalho no quiere enfrentarse a la expresión de tristeza del muchacho.

– Si yo tuviera dinero cogería el primer avión. A ver si mi abuelo ha hecho algo. ¿Quedamos esta tarde para ver al de la agencia? Yo ahora tengo que hacer.

Concuerdan la cita y Carvalho retiene al muchacho.

– Oye, le has dicho a tu padre que yo iba a ir a Bangkok a buscar a tu madre…

– Sí.

– Ni se me ha pasado por la cabeza.

– Comprendo.

Pero no lo comprendía y Carvalho tampoco lo comprendía segundos después, cuando decidía irse a comer al hostal d.en Binu, el mejor restaurante más próximo a la casa del viejo Marsé, más próximo al viejo Marsé. Aunque el horizonte inmediato lo ocupaba en su totalidad una lubina a la papillot de excelente factura que había probado en el Binu hacía algún tiempo, fue en el momento de reponer gasolina cuando se dio cuenta de que la estaba gastando a cuenta de Teresa Marsé sin que nadie le hubiera encargado el caso. Se había pasado los últimos días en busca del fantasma de una mujer muerta y tras los pasos de Teresa, la loca fugitiva, gratuitamente, como si él, Pepe Carvalho, viviera del amor al arte y no tuviera ya cuarenta años gravemente adjetivados por los nueve que le acercaban a la cincuentena y a lo que los locos por el eufemismo llamaban tercera edad y sin reservas suficientes como para esperar tranquilamente una vejez pesimista pero digna. Esta angustia condicionó el que se mostrara moderado en el Binu y, sin abdicar de la lubina a la papillot, pidió un entrante modesto aunque excelente que no estaba a la altura de las sugerencias de la carta: sopa Maresme. También eliminó el postre y salió del establecimiento con la sensación de haberse asegurado la alimentación durante una semana de su próxima vejez. Mentalizado para ser viejo, Carvalho además se encontraba en mejores condiciones de afrontar al viejo Marsé sin complacencias, para hablarle de tú a tú, de condenado a morir a condenado a morir, y lo demás son puñetas, gritó Carvalho al paisaje que le abría el parabrisas de su coche, agrisada la luz blanca del Maresme por un cielo plomizo sobre el que garabateaban falsas huidas bandadas de pájaros con presentimiento de invierno. El misterioso vocerío de los pájaros de Bangkok. Aquellos cables convertidos en un asidero desesperado e insuficiente para miles y miles de pájaros. Tal vez fuera una época excepcional o pájaros excepcionales o la excepción era su estado de ánimo. Pero los estados de ánimo jamás se recuerdan exactamente, siempre se modifican por el estado de ánimo del momento de la remembranza y él estaba en Bangkok para ayudar a preparar la retaguardia de la presumiblemente perdida batalla del sudeste asiático, perplejo ante el sin sentido de millones de seres exactamente iguales a Fu-Manchú y ante el paisaje de una ciudad muda para él, con los rótulos en un idioma dibujado. De la embajada americana al Dusit Thani y alguna salida nocturna con los otros agentes capaces de hacer con la lengua el ruido del descorche en el momento en que la nativa sacaba la pelota de ping pong del coño, sin otra ayuda que sus músculos vaginales. En el ánimo de Carvalho una intuición de despedida, de último servicio, que no quería clarificarse a sí mismo. La casa de los Marsé se sobrepuso a una doble conciencia de pájaros thailandeses y carretera catalana que le había acompañado desde la salida del restaurante. La criada filipina inició un no sé si el señor está en casa al que Carvalho respondió con una sonrisa abriendo la marcha hacia el "hall". La filipina trató de adelantársele y el inicio de carrera fue interrumpido por la aparición de la señora a través de una puerta lateral. Encajó la presencia de Carvalho sin alteración, se limitó a mirar escalera arriba, como si aquel gesto advirtiera de o presumiera la presencia de su marido. Se acercó a Carvalho y le puso una mano sobre el brazo.

– ¿Novedades?

– Algunas.

– ¿Malas?

– Las cosas se han complicado. He hablado con su nieto y su yerno. Su yerno ha dicho que había llamado a ministros y diputados.

– Es un cantamañanas. ¿Qué quiere de él?

Y aquel Él merecía una mayúscula. ¿Qué quieres de Él, Pepe Carvalho? ¿Qué quieres de ese viejo tronante que de un momento a otro puede aparecer sobre la cumbre de la escalera y arrojaros de su Xanadú?

– Quiero que haga todo lo que no va a hacer su yerno y lo que no puede hacer su nieto.

– Ernest es un buen chico, pero tiene tantos problemas, tantos, ay Señor, no salimos de desgracias. Le avisaré de que está usted aquí. No sé cómo se lo va a tomar.

Subió la escalera de puntillas y al rato llegaron las atronadoras voces del viejo Marsé.

– ¿Otra vez Arsenio Lupin? ¿Dónde se ha metido Arsenio Lupin?

El viejo avanzaba asido a la baranda y volvió a ocupar el lugar que le correspondía en el cenit de la escalera.

– ¡Es usted tozudo como una mula!

Carvalho no le contestó. Ni le miró. Daba la impresión de estar esperando el autobús.

– ¿Me oye? ¡Es usted tozudo como una mula! ¿Qué pueden hacer dos viejos como nosotros en un caso como éste?

– Sería conveniente que viniera usted a Barcelona. Va a haber una reunión en la agencia de viajes y habrá que tomar decisiones.

– Estoy jubilado.

– Pero, Higinio…

Intercedió la mujer.

– Tú, cállate. Tú también estás jubilada. Tiene marido y un hijo. Que se espabilen como yo tuve que espabilarme. Y no estamos hablando de niños. Tu hija tiene los cuarenta cumplidos y tu yerno va para los cincuenta.

– Pero ya sabes que en él no se puede confiar y la nena… pobre…

– Ni nena, ni pobre, ni nada.

– Piense que puede haberse metido en un lío y las consecuencias puede pagarlas usted.

El viejo Marsé aumentó su tamaño, como si las palabras de Carvalho le hubieran provocado una explosión interior.

– ¿Pagar yo? ¿Pagar qué? Por mí, que se la queden los chinos si quieren.

– Dentro de una hora hay una reunión en la agencia de viajes y sería conveniente que usted bajara conmigo.

El viejo se revolvió furioso dentro del calabozo de su indignación.

– ¡Pues muy bien! ¡Voy a ir y me van a oír! Así sabrán a qué atenerse.

La mujer corrió escalera arriba y volvió segundos después con un bolso de mano.

– ¿Qué haces?

– Yo voy también.

– Tú te quedas.

– Te quedas tú si quieres. Yo voy.

La mujer baja los escalones casi sin tocarlos, seguida de la mirada más perpleja que airada de su marido.

– Además, tú no puedes conducir.

Dice desde la puerta, y sale al jardín donde toma posesión del asiento del conductor de un Seat 132. Carvalho va a por su coche mientras el viejo Marsé se acerca renqueante al que comanda su mujer.

– "Crieu fills, pares porcs"¡ [¡Criad hijos, padres cerdos! (expresión popular catalana)]

Gritaba a los setos, a las montañas, al mar, con los puños cerrados y el cuerpo tembloroso por la cólera. Dentro del coche su figura se redujo, y aunque Carvalho le veía gesticular, la impasibilidad de la conductora restaba importancia a las gesticulaciones. Carvalho los dejó pasar delante y los siguió. Ahora el viejo parecía pendiente del recorrido porque avisaba a su mujer de los coches que los adelantaban y de las prevenciones del tráfico. No dudó en bajar la ventanilla para enzarzarse en una disputa con un camionero.