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Contuvo la respiración y se volvió. La escasa luz lunar que entraba por los ventanales no le permitió distinguir nada extraño. Quizá se trataba de una forma de vida más pequeña. O quizá eran ellas. Pero aún faltaban más de veinte minutos para la hora. Se puso en pie y esperó sin que sucediera otra cosa.

No, no iba a dormirse.

Cuando se recostó de nuevo escuchó los pasos, ya inequívocos, y la sombra se irguió frente a él como una columna de noche sólida.

– ¿Qué coño estás haciendo aquí?

– Hablaste en sueños. Anoche, en tu puta casa, en tu puto sueño… Yo estaba despierta y te escuché. Quise despertarte, pero no pude. Jamás en mi vida había visto a nadie tener una pesadilla así, te lo juro. Al verte temblar, gritar, y todo eso, pensé… Bueno, pensé que te mearías en la cama, o que me mearía yo. Entonces te oí decir que esta noche acudirías a una cita… No sé con quién coño hablabas o creías hablar, pero no te molestes en decírmelo… Me entró el canguelo y me marché pitando. -Albergó la punta del índice entre los dientes y capturó un pellejo en un gesto típico. Rulfo comprendió que tenía dentro del cuerpo más miedo y alcohol que él. La debilísima telaraña de claridad trazaba líneas sobre su abrigo rojizo-. Pero luego quise saber qué pensabas hacer… Regresé a tu casa y te espié desde una esquina… -Sonrió nerviosa en la oscuridad-. Me sentí como en uno de esos juegos que practicábamos antes con César… Te vi salir furtivamente, cogí el coche y te seguí. Cuando aparcaste aquí, continué por la carretera para que no sospecharas nada. -Rulfo recordó el vehículo solitario que había visto pasar tras él-. Estacioné más lejos y regresé caminando… Y mientras tanto, pensaba… Y recordé lo que habíamos hecho ayer y descubrí el motivo por el que lo habías hecho, por el que habías respondido a mis besos y me habías llevado a la cama… -En su voz se percibía ahora una helada furia-. Querías que me olvidara de vuestro asunto, ¿verdad? Querías que siguiera creyendo que se trataba de una simple discusión de pareja. Pero el alcohol, como dice César, es… ¿hagiográfico…? Creo que se dice así. El alcohol inventa historias milagrosas y revelaciones. Y a mí, esta tarde, los gin-tonics me han revelado vuestro magnífico plan… Y ahora sé que lo único que habéis estado haciendo desde que regresasteis de Barcelona es intentar protegerme. -Pronunció aquella última palabra con calculado desprecio, en medio de vaharadas de ginebra, y escupió un trocito de piel-. Qué gilipollas, Dios mío. Qué grandes gilipollas sois todos los hombres…

– No debiste venir. No debiste seguirme hasta aquí.

– ¿Es que crees que me importa un pimiento lo que os traéis entre manos? -estalló Susana. Sus palabras despertaban ecos difusos en el interior de la nave-. ¡Esto es un almacén vacío, Salomón…! ¿Qué coño esperas encontrar en este puto lugar? ¿Os habéis vuelto locos los dos?

De pronto, Rulfo se sintió ridículo discutiendo en aquel sitio oscuro y polvoriento con olor a excrementos de rata. No era ésa la idea que se había hecho del encuentro decisivo de su vida. La sensación de irrealidad que llevaba experimentando en los últimos días le invadió. Susana, con su abrigo rojo y su olor a perfume, parecía la voz de la lógica, de la prosa cotidiana: no había bruja capaz de enfrentarse a eso. ¿Qué era, verdaderamente, lo que él esperaba que sucediera cuando dieran las doce?

Entonces recordó a Rauschen torturado en la habitación vacía. Algo le decía que lo imposible podía ocurrir en cualquier momento, y que ella no debía encontrarse allí cuando sucediera.

En su reloj, los números destellaban con terrible claridad: 11.57…

– Escúchame: ahora mismo cogerás el coche y regresarás a Madrid. ¿Me has oído…? Vas a marcharte ya. ¡Vete a casa de César, si quieres, haz las paces con él, pero lárgate…!

– Me das miedo -afirmó ella.

– Es lo que pretendo.

11.58… Miró hacia la oscuridad que los rodeaba. Nada parecía haber cambiado.

– Salomón… -La voz de Susana se había suavizado-. ¿Sabes una cosa? No me importa haber peleado con César… Sé que se ha dejado influir por tus extravagancias, pero no voy a abandonarte ahora. Anoche… cuando hicimos… todo lo que hicimos… tuviste una pesadilla horrible… No creo en brujas, pero sé que te ocurre algo grave, y no voy a dejarte solo… Te contaré una cosa que no sabes: varios amigos me han hablado de ti estos últimos años… Esa novia que tuviste… -Rulfo se quedó muy quieto, mirándola-. Pasó algo con ella, ¿verdad…? Algo muy doloroso, que te afectó. Y eso te hizo cambiar. De modo que no voy a dejarte solo. Ya puedes buscar una excusa para cuando comprobemos que el fantasma no aparece.

– Susana…

La abrazó casi sin pensar en lo que hacía. Apretó su cuerpo contra el suyo mientras la sentía sollozar. Se preguntó si sería cierto lo que ella decía. ¿Acaso la muerte de Beatriz lo había vuelto propenso a dejarse llevar por absurdas fantasías sobre brujas?

– No te dejaré… -decía ella-. Ya no te dejaré nunca…

Un débil pitido procedente de su reloj le anunció que la hora había llegado. Aún abrazado a Susana, miró a su alrededor con el miedo en el rostro. Pero todo seguía a oscuras y en silencio. Solo se escuchaba la respiración de ambos. Si las damas rondaban cerca, eran tan tenues como los rayos de la luna. Tomó la cara de Susana entre las manos y le sonrió. Ella, con los ojos brillantes, le devolvió la sonrisa.

– De acuerdo. Te diré lo que vamos a hacer. Nos marcharemos juntos… Iremos a casa de César, hablaremos con él y… -De pronto, el rostro de Susana quedó rígido bajo sus manos, su sonrisa se esfumó, los ojos se perdieron en los párpados hasta mostrar el blanco de las escleróticas-. ¿Susana…?

– Señor Rulfo -dijo entonces ella, con otra voz.

Rulfo sintió una brusca andanada de escalofríos y retrocedió. Había reconocido aquel tono: era el oleaje repleto de infinitos ecos con que la niña le hablaba.

– Sígame, señor Rulfo.

El cuerpo de Susana dio media vuelta, tembloroso, los ojos aleteando sin pupilas, y comenzó a caminar tambaleante como si no fuera más que una muñeca a la que una niña gigantesca hubiese cogido para trasladar de un sitio a otro. A Rulfo le recordó la forma de andar del cadáver de Rauschen.

– Sígame -repitió la voz.

Avanzó detrás de aquella figura hasta el fondo del almacén. Fue un trayecto terrible y enloquecedor que realizó como si estuviera inmerso en una pesadilla. Entonces las vio. Tan sencillo como eso.

Un círculo de mujeres desnudas de pie sobre la desolación de los escombros, cogidas de la mano, inmóviles en la oscuridad.

El hecho de contemplarlas por fin en la realidad no le alivió. Por el contrario, le produjo una sensación de impotencia, de indefensión, como si de repente hubiese comprendido que ya no servía ninguna excusa: ni la locura, ni la pesadilla, ni el engaño. Allí estaban, frente a él. Las damas. Eran reales, como los versos. No había remedio. Entonces, al acercarse más, se dio cuenta de que carecían de rostro y de pelo, y sus articulaciones se hallaban segmentadas por hendiduras tajantes. Comprendió que eran maniquíes, muñecas de tamaño natural, figuras de escaparate sin ropa ni peluca colocadas en círculo en el interior de aquel almacén. Desconcertado, se volvió hacia Susana.

– ¿Dónde estáis?

– En realidad, estamos aquí -dijo la voz, tan carente de expresión como el rostro del que emergía-. Pero la realidad es grande, señor Rulfo. Entréguenos la imago.

– ¿Cómo sé que después nos dejaréis marchar?

– Entréguenos la imago -repitió la cosa, y extendió la mano con la palma hacia arriba.

– No -dijo Rulfo-. No hasta que abandones el cuerpo de Susana y la dejes irse.

Escuchó un aleteo de palabras. Un suavísimo verso (quizá Mallarmé, no logró identificarlo) se deslizó hacia él como una serpiente áspid, hermoso, francés, culebreante. Antes de que pudiera darse cuenta de lo que sucedía, la figura de cera salió disparada de su bolsillo y cayó en la mano de Susana, que cerró el puño. Rulfo dio un paso adelante, confuso.