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– Te amo… -dijo Susana con un hilo de voz, temblando como una drogadicta en abstinencia-. He vivido con César todos estos años, pero nunca he podido olvidarte… Lo que ocurre es que… él podía darme la vida que yo quería… ¿Comprendes…? ¿Es tan malo eso…?

– No es malo, no es malo. En absoluto.

– Debía elegir, y lo elegí a él… ¡Pero te juro que, desde entonces… pienso… todos los días… que no he sido sincera…! Ahora quiero serlo y que tú me comprendas… ¡Sobre todo, que tú me comprendas…! -De repente alzó la cabeza y habló con furiosa rapidez-. Salomón: suéltame o te mataré. No puedo aguantar más. Lo necesito. ¿Me oyes…? ¡¡Son mis putos dedos y puedo hacer lo que quiera con ellos…!!

– Son tus dedos, pero no eres tú -repuso Rulfo con calma.

– ¡¡Suéltame, jodido cabrón…!! ¡¡Suéltame, cabrón cabrón hijo de puta suéltameee…!!

Los gritos lo ensordecían. La vio dar varias vueltas en el suelo lanzando dentelladas al aire. Parecía un perro rabioso, una fiera de las que cazan los científicos para colocarles alguna placa en la pata. Hacía desesperados esfuerzos por desatarse, y Rulfo estaba seguro de que acabaría consiguiéndolo tarde o temprano. Por fin dejó de luchar y quedó tendida boca arriba, jadeando. Sus ojos relampaguearon hacia él.

– Solo un dedo… Uno solo… ¡Por piedad, de-de-de-de-déjame unnno…!

– De acuerdo -dijo Rulfo agachándose-. Un dedo, ¿de acuerdo? Uno solo.

Sin previo aviso estrelló su puño contra la mandíbula de ella.

luz

Había calculado la fuerza del golpe. No creía haberle hecho mucho daño. Ahora estaba inconsciente. Mientras la contemplaba, se echó a llorar.

Luz.

Cegadora.

La puerta se había abierto sin ruido, como sus ojos. A su. lado, Susana seguía durmiendo con las manos atadas. Un rectángulo de claridad troquelado por una sombra se abrió paso desde el umbral. Entornó los párpados para poder ver.

Era la muchacha que había estado tocando al piano. Llevaba un simple vestido blanco y estaba descalza. Sobre su pecho brillaba una rosa dorada con espinas. Su pelo denso y lacio parecía similor; su mirada era tan hermosa que le hizo sentir pena; su rostro y su cuerpo eran tales que le pareció que se quedaría ciego si ella se marchaba. «Necesitamos la imago para que Akelos sea destruida definitivamente», escuchó la música de su voz.

– No la tengo -dijo él, deseando llorar-. Lo siento de veras… No la tengo… Creí que la tenía, pero me engañaron…

Odiaba a Raquel. Era obvio que aquella zorra astuta lo había traicionado. Gracias a sus artimañas, ahora no podía complacer a la única persona del mundo que lo merecía.

La joven lo miraba con expresión melancólica. Nada que él hubiese conocido o imaginado -el primer recuerdo de su madre, ni siquiera Beatriz Dagger- podía compararse al óvalo del rostro que ahora contemplaba. Hubiera dado su vida por hacerla sonreír. Su sangre. Lo que ella le pidiera. Cualquier cosa, con tal de que aquellos labios se distendieran. Pero no lo hicieron. La puerta de la celda se cerró.

Se encontró de nuevo sumido en la oscuridad. Susana se había liberado del cinturón. Ahora masticaba la mano izquierda. Los dedos de la derecha, incluso a la escasa luz que penetraba por los orificios de las paredes, resultaban visiblemente más cortos. Todo su jersey estaba manchado de sangre.

– Dios mío -gimió Rulfo.

Su intento de separar la presa de los incisivos fue infructuoso esta vez, así como los golpes. Desesperado, gritó su nombre en distintos tonos, suplicante, autoritario, hasta descubrir que nada en ella respondía a aquella palabra. Y cuando observó

de cerca su rostro

comprendió que todo lo que dijera o hiciera sería inútil.

La humanidad había sido desterrada por completo de los ojos y la expresión de Susana Blasco. Rulfo contemplaba, tan solo, una boca trituradora.

Ouroboros, la serpiente que se muerde la cola.

Se levantó y pateó la puerta varias veces hasta hacerse daño en el pie. Gritó. Insultó. Descubrió que, si hacía suficiente ruido, no escuchaba la crepitación masticatoria, aquel roer enloquecedor…

Se agotó al cabo del tiempo. Tuvo que acurrucarse en el suelo jadeando, con las manos en los oídos y los ojos cerrados. Intentó evadirse, pensar en algo distinto.

0 Rose

Recordó la visita de la joven del medallón de rosa. ¿Era Lamia, la número cinco, «la que Apasiona», inspiradora de Keats y de Bécquer? No estaba seguro, pero creía comprender que lo había hipnotizado para que hablase. Lo estaban interrogando, y por eso torturaban a Susana. Pero ¿qué podía él contarles? Ni siquiera sabía lo que había hecho Raquel con la figura.

thou art sick.

Ouroboros.

No pienses en eso. Pensemos en cómo salir de aquí, cómo hacer para…

Escuchó un chasquido distinto. Tuvo que abrir los ojos. Lamentó instantáneamente haberlo hecho.

fiesta

Susana se había despellejado el antebrazo izquierdo y ahora arrancaba la piel cercana al codo. Pero, clavado en el centro de la extremidad desollada, Rulfo atisbó un brillo singular. Un pequeño diamante.

Un diente.

o rose thou art sick o rose thou art sick sick sick sick sick sick sick sick

El mundo, de repente, se oscureció para él.

Fiesta.

Habría fiesta esa noche.

Era una habitación lujosamente amueblada. Un dormitorio. Estaba desnudo y aseado, de pie sobre una alfombra. No sabía cómo había llegado hasta allí: lo último que recordaba era aquella nauseabunda celda y… Pero pensó que lo ocurrido con Susana tenía que haber sido una horrible pesadilla. Había dejado de asombrarse de lo vívidos que parecían sus sueños en comparación con la realidad desde que se hallaba en aquella mansión.

En la cama, doblada cuidadosamente como un mantel de gala, reposaba una camisa blanca. Una pajarita negra dormía sobre ella como una inefable mariposa. En una percha, un traje de esmoquin. Estaba seguro de que deseaban que se vistiera con eso. Lo hizo. La ropa le sentaba a la perfección.

Cuando abrió la puerta, un oleaje de viejas melodías, conversaciones, carcajadas y pianos de cola llegó a sus oídos. Bajó las escaleras, y, conforme lo hacía, atisbó un teatro de sombras: cabezas de hombres y mujeres proyectadas por los candelabros. El salón era el mismo donde horas o días antes (no estaba seguro acerca del tiempo transcurrido) lo había recibido la mujer obesa. Ahora se hallaba atestado. Los señores llevaban esmoquin y las señoras vestido largo. Camareros de ambos sexos portaban bandejas. El ambiente era el de una recepción de lujo.

Terminó de bajar las escaleras y se incorporó a la muchedumbre. Distinguió al fondo una puerta de cristal de dos hojas que se abría a una noche reciente donde la luna comenzaba a incorporarse. Una noche poética. Tras la puerta había una terraza con balcón. Un hombre charlaba de espaldas con una mujer cuyo vertiginoso escote posterior convergía en la diminuta uve del cóccix. Cuando Rulfo se acercó, el hombre dio la vuelta y lo miró.

Era César.

– Estoy aquí ad honorem, querido alumno. No les pedí venir, claro, pero me incluyeron en la lista.

La explicación le pareció absurda, pero había decidido no sorprenderse por nada y aguardar los acontecimientos. De repente le apetecía fumar. También beber y comer algo. Vio una bandeja de sándwiches cortados en triángulos orbitando frente a él y cogió dos de una pasta que podía ser sobrasada. Luego resultó que no, pero estaba bueno de cualquier forma. César le procuró una copa de champán y él mismo engulló una bayonesa entera, sin morderla, de un solo bocado.

– Quería verte -dijo con fantasmagórica rapidez, como si la bayonesa hubiese desaparecido de su boca por un tragante ancho y oscuro-. Necesitamos hablar, Salomón, ¿no crees? Hacer un resumen de lo sucedido. Recapitular. Volver al principio. Todo esto merece una seria reflexión. ¿Damos un paseo?