Изменить стиль страницы

– Es completamente absurdo. Seguro que existe alguna explicación racional para lo que le ha pasado a Salomón…

A Rulfo le gustó aquella voz de la cordura. Una hora antes, cuando escuchaba la historia de César, había estado a punto de perder los nervios; pero, al contar su propia aventura (que le parecía más increíble conforme más tiempo pasaba), creyó que el mundo se había vuelto loco de manera irrevocable. ¿Cómo era posible que ambos sucesos, separados por casi cincuenta años de distancia, se relacionaran? Que César hubiese mencionado el medallón con forma de araña y el nombre de Akelos le estremecía, pero no menos aprensión le causaba el hecho de haber encontrado la foto y el papel del abuelo de César en aquella casa desconocida. ¿Qué significaban todas aquellas coincidencias? Agradeció que Susana saliera en defensa del sentido común, aunque estaba seguro de que ni ella misma creía lo que decía.

– Vamos, por favor… ¿Es que pensáis en serio que la tal Lidia Garetti se comunicó en sueños con Salomón y esa otra chica? ¿Y que Leticia Milano y Lidia Garetti tenían algo que ver con la tal «Akelos»…? Excitante, pero absurdo. De acuerdo, la foto y el papel estaban en su casa, pero ¿y qué? Quizá Leticia era una antepasada suya. Además, César, ¿cómo puedes estar tan seguro de que ese papel es el mismo que tu abuelo te enseñó? Hace mucho tiempo de eso…

– Ciertas cosas no se olvidan nunca.

– Y tampoco se comentan, por lo visto. Jamás me hablaste del tema.

Susana había vuelto la cabeza hacia César para decir aquello.

– No le concedí importancia. Siempre pensé que mi abuelo se había vuelto loco… hasta que he escuchado hoy la historia de Salomón.

– La historia de Salomón puede tener muchas explicaciones, igual que la tuya.

– Yo no dudo de su palabra.

– Ni yo. De lo que dudo es de la interpretación que le das. -Se volvió hacia Rulfo y sonrió-. Perdona, pero tiene que haber alguien que diga algo coherente en algún momento de la tarde, ¿no?

– Por supuesto -aceptó Rulfo.

– Creo que tuviste esos sueños y encontraste en esa casa todo lo que dices que encontraste, pero, en primer lugar, la chica que te acompañaba…

– Raquel.

– Exacto. ¿No podría estar ocultando algo? Quizá a estas horas se esté riendo de tu ingenuidad.

– No lo creo. -Rulfo intentó disimular el enojo que le producía aquella opinión. No había querido dar muchos detalles sobre Raquel, se había limitado a presentarla como «testigo»-. Parecía tan afectada como yo. Había soñado lo mismo y estaba allí por el mismo motivo.

– ¿Y de repente coincidís los dos la misma noche y, pum, la casa se abre para vosotros…? ¡Vamos, Salomón, por favor…! -Dio una calada al cigarrillo y se mordió una uña-. Todo ha sido… un cúmulo de casualidades que tú has interpretado a tu modo… -Enarboló su sonrisa de secreto compartido-. Te conozco, y sé que siempre has sido un romántico. Estabas deseando que cosas como ésta te pasaran alguna vez, ¿a que sí…?

Cosas extrañas, pensó Rulfo. Las que a Ballesteros no le gustaban. Pero Susana se equivocaba: a él tampoco.

– César no es ningún romántico -objetó-. Y ha sido él quien ha confirmado mi historia. De hecho, acudí a ti, César, porque creí recordar algo… ¿Acaso no mencionaste alguna vez el tema de las damas…?

Sauceda asintió con expresión enigmática.

– Cierto, y he aquí el otro extremo de este curioso asunto que ambos desconocéis. Haz memoria: congreso sobre Góngora, hace cinco años, aquí en Madrid… Vino gente de todas partes…

– Ahora recuerdo: el almuerzo con aquel profesor austriaco…

– Herbert Rauschen. Era un tipo singular, el tal Rauschen. En la comida coincidimos en asientos enfrentados y se dedicó a hablarme de la inspiración poética. Su teoría me atraía. Opinaba, como los griegos, que el poeta resultaba «poseído» desde el exterior. No hablaba de demonios, por supuesto, sino de «influencias externas». Entonces, en un momento dado, me preguntó si yo sabía algo sobre la leyenda de las trece damas. Fue casi un déjà vu: recordé de golpe la noche con mi abuelo en el taller y quedé… Bueno, decir «aturdido» es poco. Confesé que había oído algo al respecto. Tú estabas a mi lado, Salomón, y preguntaste qué era eso…

– Y ninguno de los dos me respondió.

– En efecto. Rauschen cambió de tema y yo estaba tan desconcertado que no supe qué decir. Pero nunca te conté la continuación. Después de la comida, me invitó a dar un paseo. Acepté, ansioso, esperando grandes revelaciones. Sin embargo, al principio, su conversación me defraudó: me habló de lo bien que se sentía en España, de su deseo de establecerse en nuestro país (vivía en Berlín), de los profesores españoles a los que conocía… En fin, daba vueltas alrededor de varios temas como si no se decidiera a descender en picado sobre el asunto que, estoy seguro, nos interesaba a ambos. Entonces me preguntó qué sabía sobre esa leyenda. Le dije que apenas nada, como así era. Siempre había creído que se trataba de una fantasía de mi abuelo. Me miró de una manera extraña y prometió enviarme un libro. «Es un ensayo irreverente y divertido», afirmó, «pero creo que usted sabrá sacarle provecho.» Nos despedimos ese mismo día y una semana después recibí un ejemplar en castellano de Los poetas y sus damas, de autor anónimo, publicado originalmente en inglés y alemán a mediados del siglo XX… Aún lo conservo en alguna parte, luego lo buscaré… Puedo aseguraros que Rauschen no exageraba: se trataba de una obra delirante. La abandoné a la mitad, un poco enfadado. A lo largo de ella se desarrollaba, con supuestos ejemplos históricos, una curiosa teoría: la existencia de una secta dedicada a inspirar en secreto a los grandes poetas. El autor no explicaba el motivo por el cual hacían esto, solo contaba casos. -Hizo una pausa para servirse coñac. Rellenó también la copa de Rulfo, que lo escuchaba con mucha atención-. Sus miembros principales son trece, y se les conoce con el nombre de «damas». Cada dama ocupa un escalafón en la secta y recibe un símbolo y una especie de nombre secreto. Su misión es inspirar a los poetas. ¿Con qué fin?, me preguntaba yo. Pero, repito, creo que el libro no lo aclaraba. Algunas damas habían pasado a la historia: Laura, la que inspiró a Petrarca; la Dama Morena, de Shakespeare; Beatriz, la de Dante; la Diotima de Hölderlin… Leí los primeros capítulos. Recuerdo que Laura, la inspiradora del Canzionere de Petrarca, era, según aquel libro, la dama número uno, «la que Invita», cuyo nombre secreto era Baccularia y cuya apariencia era la de una niña de unos once o doce años, de cabellos rubios, muy hermosa, aunque el autor advertía que ésa era solo su apariencia… Porque, si bien no explicaba de dónde procedían, afirmaba que las damas eran criaturas sobrenaturales… En fin, las historias me parecieron burdas fantasías. Una semana después, Rauschen me llamó de nuevo. Estaba muy interesado en conocer mi opinión sobre el libro. Yo preferí mostrarme cauto. Le dije que la teoría de un grupo secreto encargado de inspirar a los poetas del mundo era, cuando menos, curiosa. Entonces insistió en verme otra vez. Me dijo que había algo que el libro no mencionaba, y que era importante que yo supiera. Le pregunté qué era. «La dama número trece», dijo. Recordé lo que mi abuelo me había contado y le pregunté por qué nunca se podía mencionar esa dama y la razón por la que era tan importante. Pero Rauschen deseaba hablar de todo eso con tranquilidad. Le expliqué que estaba muy ocupado, y postergamos nuestra siguiente entrevista.

– ¿Y qué pasó? -preguntó Susana.

– Que no me llamó más. Y me olvidé del tema y de Herbert Rauschen. En aquella época estaba intentando abandonar todas mis actividades universitarias, y le perdí la pista por completo. Supongo que seguirá en Berlín. Pero, en cualquier caso, imagino que la explicación de lo que le ha ocurrido a Salomón no tiene que ser sobrenatural… Puede tratarse, por ejemplo, de una secta que ha sobrevivido hasta nuestros días. Los rosacruces, los masones y muchos otros grupos proceden, a su vez, de sociedades más antiguas… Es posible que exista algo parecido en el caso de las damas. Un grupo de trece mujeres, quizá. Y una de ellas puede haber sido Lidia Garetti.