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– Esa teoría me parece más admisible -dijo Susana-. Vivimos en el siglo de las sectas.

César se frotó las manos, muy animado.

– Propongo que intentemos reunir toda la información posible sobre este asunto. Yo trataré de encontrar ese libro y averiguar el paradero actual de Rauschen… Susana, creo que conoces a varios periodistas: me pregunto si podrías obtener algunos de esos datos que nunca salen en la prensa acerca de Lidia Garetti. Sea real o no todo esto, lo cierto es que esa mujer tenía una foto y un texto de puño y letra de mi abuelo en su casa… ¡Es increíble…! Nada más que por esa razón me gustaría saber algo sobre ella…

– Hum -rezongó Susana-, de acuerdo, acepto convertirme en investigadora. -Y añadió, sonriendo hacia Rulfo-: Aunque solo sea por los viejos tiempos…

Se marchó pronto, al anochecer. Durante el trayecto, la historia que César les había contado bullía en su cabeza. Se le había ocurrido algo muy extraño: le parecía como si aquella fotografía y aquel papel hubiesen estado allí, en la casa de Lidia, para que él los encontrase y, de este modo, César recordara todo lo sucedido con su abuelo y con Herbert Rauschen. Como si los acontecimientos que había vivido desde que había empezado a tener pesadillas fuesen piezas dispersas que debía ir encajando para obtener una imagen final.

Llegó a Lomontano en plena noche. Dejó el coche sobre el bordillo y caminó hacia su casa por la calle casi vacía. Se preguntó si llamaría a Raquel nada más llegar, solo para preguntarle si se encontraba bien, o aguardaría al día siguiente. Se sentía extenuado.

Había sacado la llave del portal

arriba, abajo

cuando lo escuchó: un ruido constante, un

arriba, abajo, arriba

golpeteo a su espalda, un sonido trivial entre tantos otros.

Arriba, abajo, arriba, abajo…

Se volvió y vio a la niña de pie en la acera de enfrente. Su pelo era muy rubio y algunos mechones le ocultaban parte de la cara. Vestía como una pordiosera. Hacía rebotar una pelota de color rojo. En su pecho brillaba algo, una especie de medallón dorado.

La niña lo miraba.

Y sonreía.

La pelota seguía rebotando desde su mano a la acera: arriba, abajo, arriba, abajo…

De repente cogió la pelota y echó a caminar.

Una niña de cabellos rubios, aunque ésa es solo su apariencia.

No sabía si se estaba volviendo loco, pero decidió seguirla.

Las estrechas calles céntricas de Madrid eran un espejismo de lugares idénticos y distintos. Sin embargo, la niña parecía conocer perfectamente su destino. Salió de Lomontano, tomó una perpendicular y sorteó una moto aparcada en la acera y a un grupo de jóvenes que venía en dirección opuesta.

Rulfo se mantuvo a prudente distancia. En un momento dado, después de verla doblar dos esquinas consecutivas, la perdió. Miró a un lado y a otro y la descubrió junto a una tienda de comestibles cuyo escaparate exhibía orzas de miel. En ese instante ella reanudó la marcha. Me ha esperado, pensó. No hay duda, quiere que la siga.

El pelo de la niña brillaba como iridio bajo la luz de las farolas y su imagen se escindía en el níquel de los charcos. Rulfo tuvo la enloquecedora impresión de que se trataba de una figura que solo él podía contemplar, pero de repente una pareja de ancianos se puso a llamarla, sin duda con la intención de preguntarle si se había perdido o necesitaba ayuda. La niña hizo caso omiso y siguió su camino. Así pues, no era ningún producto de su mente, ninguna aparición fantasmal: era una niña, y él la seguía.

Atravesaron una plazoleta, se introdujeron en una calle poco concurrida y luego en otra aún más desierta. Entonces la pequeña se escabulló en un destartalado edificio de ladrillos verdosos. Rulfo lo examinó y contó cuatro plantas. Entró en el vestíbulo y pulsó un viejo interruptor de plástico, encendiendo la única bombilla. Desde la escalera le llegó un rumor de pies descalzos. Se asomó a tiempo de ver el cabello de la niña por encima del pasamanos. Subió tras ella. Al llegar al tercer piso, y después de tantear un rato en las paredes, volvió a inaugurar la luz. La niña no estaba allí pero sus pasos seguían oyéndose. Subió al cuarto y se paró en seco. También se hallaba vacío. Sin embargo, la escalera y las pisadas continuaban. Quizá había una azotea o una buhardilla.

Recorrió aquel nuevo tramo y alcanzó otro rellano envuelto en tinieblas. Allí no encontró ningún interruptor, pero, con los restos del resplandor amarillo de los pisos inferiores, pudo advertir una puerta al fondo. Abierta.

De pronto ocurrió algo.

Un suceso banal, pero lo sumió en la irracionalidad del miedo.

La pelota saltó desde la negrura de la puerta, rebotó tres veces, golpeó sus piernas como un gato pequeño, dio contra la pared y la baranda de la escalera. Rulfo siguió su trayectoria como un jugador de billar la de una bola que puede decidir la partida. Cuando la esfera se detuvo, pensó que la niña saldría detrás. Pero no ocurrió así.

El silencio era absoluto.

Sin saber muy bien qué hacer, se inclinó y cogió la pelota.

– ¿Me la das? -dijo entonces una voz sin asperezas procedente de las tinieblas más allá de la puerta, una voz con cierta diáfana cualidad de luz audible.

Era, innegablemente, la voz de la niña.

Rulfo escuchó su propia respiración, como si sus oídos estuvieran taponados.

– ¿Me la das? -volvió a oír.

– No puedo verte. ¿Dónde estás?

– ¿Me la das? -repitió la niña.

El espacio más allá del umbral era de una negrura sin matices. Debía de tratarse de una habitación clausurada, quizá un desván.

– ¿Por qué no me dejas verte?

No hubo respuesta esta vez. Dio un paso y penetró en la oscuridad, sintiendo que el centro de su estómago se había convertido en una lengua de glaciar.

Entonces la descubrió, o creyó descubrirla, frente a él: un difuso bulto de pelo a la altura de su pecho. Tendió la mano con que sostenía la pelota y la esfera roja pareció levitar desde sus dedos hacia otras manos más pequeñas.

No podía ver las facciones de la niña, pero distinguía ahora, además de su pelo (una ondulación de luz), algo parecido a una sombra blanca bajo la cabeza -quizá la esclavina del mugriento vestido antiguo que llevaba-, un destello (¿el medallón?) y la redondez de la pelota.

Su silencio era perfecto. Ni siquiera la oía respirar.

– ¿A quiénes buscas? -preguntó de repente la niña.

– ¿Qué?

– ¿A quiénes buscas?

Se detuvo a pensar en la extraña pregunta. ¿Qué buscaba él en realidad? ¿Acaso buscaba algo? ¿Había estado buscando algo desde que todo aquello comenzara?

El plural le hizo sospechar que solo había una respuesta posible.

– A las damas -dijo. Un sudor gélido se derramaba por su espalda.

El bulto de pelo se movió, pasó junto a él, salió al rellano. La escalera volvió a quejarse con las pisadas de unos pies descalzos.

Las luces se habían apagado y Rulfo tuvo que descender al cuarto piso en completa oscuridad. Cuando pulsó el interruptor y se asomó por el hueco de la escalera, vio el bracito desnudo deslizándose sobre el pasamanos.

La niña le llevaba bastante ventaja, por lo que bajó los peldaños de dos en dos, pero al llegar al vestíbulo no la encontró. Maldiciendo entre dientes, salió a la calle. La había perdido, increíblemente.

Confuso, volvió a entrar en el portal. Más allá de la hilera de buzones descubrió otras escaleras que se hundían en una puerta cerrada. Se trataba, sin duda, de un pequeño sótano destinado a albergar los contadores, a juzgar por el ruido de cronómetro que resonaba dentro. Se le ocurrió algo absurdo: ella le había hecho una pregunta en el lugar más alto del edificio, ¿y si ahora le aguardaba allí, en el más bajo?