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– Todos cambiamos. Tú, por ejemplo, decidiste cortar por lo sano y no volver a vernos…

– No he vivido feliz desde entonces.

– Me dijeron que sí. Tenías novia, ¿no?

– Lo dejamos. -Ni Susana ni César conocían lo ocurrido con Beatriz, y pensó que no era momento de contarlo-. Vendí el piso. Ahora vivo en otro más pequeño.

– Eso sí lo sabía. -Susana no perdió su sonrisa de secreto compartido-. Las cosas terminan dejándose. Pilar se ha casado, ¿te lo ha dicho César…? Y David y Álvaro trabajan para el gobierno. Miras hacia atrás y te das cuenta de que ya nada es como antes. Ya no suceden cosas sorprendentes. Quizá eso sea sinónimo de envejecer… No me estás escuchando… ¿Qué piensas?

– Al contrario, te escuchaba -replicó Rulfo-. Y me han sucedido cosas sorprendentes.

– ¿Podemos saberlas?

– He venido a contároslas.

César regresaba con una bandeja de café.

– Lo hubiese podido preparar yo -dijo Susana en un tono excesivamente quejoso.

– Oh, ¿cómo iba a privarte del placer de hablar un rato con nuestro invitado a solas…? Si alguien quiere azúcar o leche, que se sirva. Y ahora, ¿qué es eso que tienes que contarnos, querido alumno Rulfo?

Rulfo sacó ambos objetos y le pasó a César el papel.

– Después te diré dónde y cómo encontré esto. Primero dime si te suena de algo.

Su ex profesor meneaba la cabeza sin responder, pero cuando Rulfo le entregó la fotografía, su expresión mudó por completo. Permaneció largo rato contemplándola, luego retornó al papel y por último alzó la vista y miró a Rulfo como buscando alguna clase de explicación, o de ayuda. Rulfo advirtió en su semblante una emoción, que jamás hubiese podido sospechar que alguna vez contemplaría en un hombre como aquél.

César Sauceda tenía miedo.

IV. LAS DAMAS

– Creo que me comprenderéis mejor cuando os cuente esto. Sucedió hace mucho tiempo, pero recuerdo todos los detalles… Además, Salomón nos ha dado su palabra de revelarnos cómo ha encontrado este papel y esta fotografía, así que yo… Es justo que yo os explique de dónde proceden…

Volvió a llevarse la copa a los labios, como buscando fuerzas para proseguir. Cuando habló de nuevo, se había convertido en el profesor que ambos conocían, de voz diáfana, grave, asombrosamente bella.

– Yo tendría unos nueve o diez años y aún vivía en el pueblo donde nací, en Roquedal… De mi pueblo sí creo haberos hablado: de sus leyendas, sus misterios, su mar inagotable… Pero esto no atañe a Roquedal, aunque ocurrió allí, sino a mi abuelo materno, Alejandro Guerín… Mi abuelo Alejandro era carpintero, pero enviudó cuando mi madre nació, y quizá esta tragedia desató en él el repentino deseo de dedicarse a lo que de verdad le gustaba, que era la poesía. La gente que lo conocía afirmaba que llevaba los versos en las venas. Hasta Manuel Guerín, el poeta roquedeño actual, que es hijo de un sobrino de mi abuelo, afirma que heredó su oficio de su tío Alejandro… Esa pasión le llevó a hacer algo poco menos que inconcebible para la época: se marchó del pueblo dejando a su hija recién nacida al cuidado de una hermana que no tenía hijos y que la adoptó encantada. A través de remotas cartas supieron que se había establecido en Madrid y que, al tiempo que ganaba algún dinero con su oficio, intentaba publicar poemas. Luego, siempre incansable, hizo los bártulos y se fue a París. Pero entonces estalló la guerra y dejaron de recibirse noticias suyas. Pasaron los años, Francia fue ocupada y todos en Roquedal pensaron que mi abuelo habría muerto o estaría encarcelado. Cuando terminó la contienda creyeron que jamás volverían a saber de él. Y entonces ocurrió algo aún más increíble que el hecho de que se marchara: regresó. -Hizo una pausa y deslizó el dedo índice por la superficie de la foto, como si fuese ciego y quisiera leer palabras en relieve-. Debéis comprender la sorpresa con que lo acogieron. Mucha. gente se marchaba, muchos se quedaban, pero pocos regresaban a aquella España de posguerra. Mi abuelo Alejandro fue la excepción. Un día lo vieron bajarse de un tren en la estación con una maleta, de igual forma que lo habían visto subir a otro años atrás. La excusa era la boda de su hija, que por entonces iba a casarse. Huelga decir que, su retorno no agradó a nadie. Todos pensaban que pondría reparos al matrimonio, pero él les sorprendió otra vez, porque lo único que deseaba, dijo, era establecerse en Roquedal y vivir en paz hasta el fin de sus días. Y traía dinero, detalle no poco importante. Le entregó, una parte a su hija, otra a la hermana que la había adoptado y se reservó una modesta suma para abrir un pequeño taller de carpintería. Prometió no molestar y cumplió su palabra. La gente volvió a abrirle los brazos. Comprendieron que venía en son de paz. Solo dos detalles parecían extraños: no quería, ni por asomo, hablar de su experiencia en París, y tampoco hablaba de poesía. «No soy poeta», decía «Nunca he sido poeta. Soy carpintero.» Y te miraba de una forma tan especial al decirlo que se te quitaban las ganas de volver a preguntar.

»Pasaron los años, nací yo, y crecí maravillado con la historia de mi abuelo Alejandro, "el de París". Me acostumbré a pasar las tardes en su taller, a la salida del pueblo, y mi abuelo, al principio renuente, terminó aceptándome. Yo tenía ínfulas literarias y le decía que quería hacer lo mismo que él: marcharme de Roquedal para convertirme en escritor. Le enseñaba mis poemas, pero él nunca los leía. Simplemente, me admitía en su soledad. Me llamaba Gurí, y decía cosas bonitas sobre mis ojos y mi figura. En fin, trabamos una fuerte amistad, y gracias a ella pude darme cuenta de algo que los demás ignoraban: mi abuelo no se encontraba desengañado de la "vida bohemia", o amargado por un giro inesperado de la veleidosa fortuna que le hubiera obligado a regresar. En realidad, mi abuelo vivía atemorizado. Era un miedo largo y difuso, como una enfermedad. Se acostumbró a la bebida, a los silencios, a las miradas breves… Era como si esperara que sucediera algo y lo temiese al mismo tiempo…

»Yo tenía, como os he dicho, nueve o diez años cuando ocurrió todo. Era un día de verano y estaba de vacaciones, lo cual me permitía ver a mi abuelo con más frecuencia. Aquella mañana había ido a su taller, como casi todas, y…

Le sorprendió ver la puerta cerrada.

Aunque el viejo no tuviera clientes (podía pasarse días enteros sin tenerlos) nunca cerraba por las mañanas, ni siquiera los festivos. El niño temió que estuviera enfermo. Llamó con los nudillos y aguardó. Luego golpeó el cristal de la ventana.

– ¿Abuelo?

Dentro se escucharon ruidos, lo cual le tranquilizó un poco. Quizá el viejo se había quedado dormido. Últimamente bebía mucho y se mostraba renuente a abandonar las sábanas. Por otra parte, no hacía un día propicio para asomarse al exterior. El cielo era gris y el calor, sofocante. El viento arrastraba llamaradas saharianas apenas templadas por la presencia del mar, y los montes, erizados de ladas, temblaban a lo lejos. Un par de heliotropos que el viejo había capturado en un macetero parecían tan sañudos como el día. Probablemente habría tormenta, pensó el niño, uno de esos violentos aguaceros veraniegos que destripan las nubes. Le alegraba tal posibilidad: si llovía, sería maravilloso bajar a la playa por la tarde. El mar torturado por la lluvia siempre se mostraba oscuramente hermoso, con las gaviotas chillando enloquecidas en el espigón. Además, sus amigos aprovecharían la salvaje soledad para disparar a las negretas toscos ojaranzos afilados. Quizá hasta el viejo querría acompañarle.

– ¿Gurí? ¿Eres tú?

La puerta se abrió al tiempo que la sonrisa del niño se esfumaba por completo. Pálido y sudoroso como una vela que se derritiera sin llama, el viejo lo miraba con ojos desmesurados. La llamarada de sus palabras le hizo saber que se encontraba borracho.