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– «Akelos», qué palabra tan rara… No la había oído nunca. ¿Te suena de algo?

Ella negó con la cabeza.

Pese a todo, la inquietud que experimentaba tenía otro origen, más enigmático: había comenzado mientras exploraba la casa de la mujer asesinada. ¿Por qué? No recordaba haber conocido a Lidia Garetti ni estado antes en aquella casa. Es verdad que había soñado con ambas, pero los sueños no le preocupaban. Y, aunque su memoria solía jugarle malas pasadas, recordaba muy bien (y dolorosamente) todos y cada uno de los lugares que había visitado, todas y cada una de las casas en las que se había visto, y se veía, obligada a trabajar, así como los individuos que la llamaban habitualmente, y sabía que Lidia Garetti no tenía nada que ver con ella. Entonces, ¿por qué ese vago temor, esa sensación de amenaza que jamás había percibido con tanta intensidad como hasta ahora?

La tormenta era el estrépito de una jauría. El hombre la miraba. Ella se obligó a fingir que permanecía atenta a sus palabras.

– Creo que esto era lo que debíamos hacer. No sé por qué, pero creo que teníamos que encontrar precisamente esto

– Sí -asintió ella sin mucha convicción.

– Veamos el retrato.

Vio al hombre dejar la figura y el saquito a un lado y sacar el pequeño marco. Él le había explicado que, de alguna forma, aquel retrato le había llamado la atención, aunque ignoraba quiénes podían ser los individuos de la foto. Ella tampoco lo sabía, y así se lo dijo.

– ¿Te fijas en la frase? -El hombre señalaba unas palabras escritas por detrás-. «Por el amistoso silencio de la luna» -tradujo-. Es un verso de Virgilio, un poeta latino… La tapa está suelta…

Hizo presión sobre la parte posterior del marco y lo desprendió, extrayendo la fotografía. Pero algo más cayó sobre la mesa. Era un papel muy viejo, doblado en dos. El hombre lo desplegó con cuidado. Parecía una lista de nombres.

La muchacha no entendía nada, y sospechaba que al hombre le sucedía igual. Pensó que quizá se había equivocado al visitar aquella casa. Casi deseaba que viniera Patricio y acabara con todo de forma violenta, como solía hacer. Casi deseaba que Patricio echara a aquel hombre a la calle, junto con aquellos objetos incomprensibles.

Sin embargo, siguió fingiendo. No quería que el hombre se enfadara.

Durante la lectura del absurdo poema (si es que se trataba de eso) dos cosas habían perturbado a Rulfo: la tormenta abatiéndose contra la frágil ventana de tela y la proximidad de la muchacha, su cabeza inclinada junto a la suya, su rostro sobrenatural casi rozándolo, la hoja reflejándose en el carbón de sus ojos como una doble semiluna.

Intentó concentrarse en el hallazgo.

Le intrigaba la presencia de aquel papel tras la foto. Parecía tan antiguo como ésta, hasta el punto de que, al desplegarlo, casi lo había roto. La caligrafía era cuidadosa aunque revelaba cierto temblor. El texto (desvaído, azul) estaba en castellano, pero ¿qué significaba? ¿.Era un juego de palabras? ¿Qué relación tenía con la fotografía de una pareja en una playa, una figurita de cera con la palabra «Akelos» encerrada en un saco hundido en un acuario, unos versos de Dante y Virgilio o el asesinato de Lidia Garetti? ¿Teníamos que encontrar todo esto, Lidia? ¿Por qué?

Volvió a leer la primera frase: «Las damas son trece».

Estaba seguro de haber oído eso en algún lugar.

Las damas son trece.

De repente lo recordó. Comprendió de inmediato que, si estaba en lo cierto, las cosas se complicarían aún más de lo que había pensado. Se enfrentó a los ojos de la muchacha, negros como si no fueran ojos, negros como lunares entre los párpados.

– Tengo un viejo amigo… Fue profesor mío en la facultad. Creo que sabe algo sobre esto. Hace tiempo que no nos vemos, pero… quizá acceda a echarme una mano.

– Bien.

El ruido -inesperado, violento- casi hizo que ella saltara de la silla. Un mueble. Una puerta.

– No es nada -dijo regresando tras una centelleante ausencia-. El viento.

Sus ojos evitaban mirar a Rulfo.

La noche se dilataba. La lluvia había dejado paso a la reciedumbre de una tormenta eléctrica que horrorizaba los silencios, y la agonía de la luz de la lámpara enmascaraba cada objeto de la habitación. Ella le ofreció algo de comer: una lata de conservas con carne y frituras precocinadas. El aspecto de las viandas era desolador, pero Rulfo tenía apetito. Sus ojos también estaban hambrientos, aunque devoraban algo completamente distinto: un rostro azabache y nácar.

Las prostitutas eran la única relación estable que mantenía desde hacía tiempo, pero lo que le ocurría con aquella muchacha era algo más perturbador e indefinible que el deseo de pasar la noche juntos, y lo supo en aquel preciso instante. La veía comer sin mirarle, aguardando a que él sacara el tenedor de la lata antes de introducir el suyo, y de repente esa sensación se convirtió en relámpago y sonó a trueno. Pensó que estar con ella era como llegar a una meta, como satisfacer un deseo largamente postergado. Aquella chica era distinta a cualquier otra que hubiese conocido, y no solo en lo que atañía a su belleza.

Clavó el tenedor en otro trozo de carne. Ella introdujo el suyo mecánicamente. Entonces él dejó de comer, soltó el tenedor y tendió la mano desnuda.

El tenedor de ella

un rayo

no volvió a salir.

Había sucedido lo que esperaba, pero estaba preparada. Guió al hombre hacia el dormitorio a oscuras, donde los espejos tenían hambre de luz y los mostraban como una muchedumbre de sombras. Quemó con su boca la boca del hombre, hundió su lengua en el calor turbio de su lengua. Luego lo llevó a la cama, lo hizo tenderse y, a horcajadas sobre él,

un rayo en el cristal

comenzó a desnudarse.

Pese a las tinieblas que lo rodeaban, Rulfo supo de inmediato que jamás había contemplado una anatomía semejante. Vio centellear el pequeño collar y un triángulo de anillas trémulas. La vio inclinarse con presteza elástica apartándose la espesa cabellera. Un espejo en el techo le derramó, entre flases de luz, el reflejo de una espalda de líneas suaves y la doble y maciza cúpula de unas nalgas prietas y perfectas. Sintió músculos ágiles rebulléndose sobre él, dedos largos convertidos en finas lenguas, una lengua como un dedo imprevisto y desarticulado. Percibió aquella lengua en lugares donde nunca había sentido una boca, ni siquiera

un rayo en el cristal, un fulgor

una luz.

No hubo sorpresas. O apenas una: el hombre no la golpeó.

Ella estaba preparada, sin embargo. Montada sobre él, las manos cruzadas sobre la cabeza (eso quería Patricio), hundiéndose y elevándose a un ritmo exacto, apartando el rostro para no mirarlo (eso quería Patricio), procurando que cualquier rincón de su cuerpo quedara accesible a los brazos del hombre, aguardaba el desagradable momento con la fortaleza de la costumbre. Pero no hubo golpes. Sin embargo, ella no se lo agradeció: los que no la golpeaban entonces eran peores.

Un rayo en el cristal, un fulgor blanco.

El estampido la despertó. Recordó lo ocurrido y se tranquilizó: todo había salido bien, y, por fortuna, su secreto no había sido descubierto. Ahora, el hombre se había quedado dormido y la tormenta proseguía.

Pero ella experimentaba la misma inquietud que había sentido en la casa de Lidia: aquella alarma, aquel agudo y punzante pavor que no la abandonaba.

Se incorporó. No vio nada raro en la oscuridad del dormitorio.

Afuera, los relámpagos desmenuzaban la noche.

Abrió los ojos. Estaba tendido boca arriba en una cama desconocida. Miró al techo.