No fue la mejor de las noticias. «La señorita Bernabé… Dios mío, la señorita Bernabé… ¡Ella no, por favor!», rogué mentalmente.
Por supuesto, esa noche no había nada más que hacer: mi asesino no daría el golpe hasta, por lo menos, un par de días después, de eso estaba seguro, porque, en caso contrario, infundiría peligrosas sospechas en el vecindario. Pero, ahora que yo sabía que se ocultaba en casa de la señorita Bernabé, ¿cómo haría para atraparlo? Los pensamientos contradictorios me embarullaron la cabeza.
Cuando regresé a casa, los nervios no me dejaron desvestirme y ni siquiera rezarle a la copa donde guardo las cenizas de mi padre, como hago habitualmente: tal como estaba me arrojé en la cama y me dediqué a mirar al techo mientras jadeaba penosamente. Permanecí en aquel estado de trance un tiempo indefinido. «¡La señorita Bernabé no…! ¡La señorita Bernabé no…!», era el único pensamiento que, a ratos, me venía a la conciencia. Al fin logré controlarme, con lo cual pude moverme (pues, a diferencia de la mayoría de la gente, a mí la inquietud me deja totalmente quieto, como a ciertos perros de caza), y cuando me sentí mejor me levanté y lo primero que hice fue anotar en mi cuaderno los sucesos recientes. Después, y hasta que el cansancio me venció, pasé el tiempo diseñando mi futuro plan de acción. ¡Jacinto Guernod había muerto de manera atroz, pero yo no iba a permitir que le ocurriera lo mismo a la señorita Bernabé! ¿Por qué le había tocado a ella? ¡Designios misteriosos de Dios, que desde Sodoma no ha vuelto a tener miramientos con los justos!
La señorita Bernabé, la herboristera de la calle Cruz, había sido siempre una criatura dulce, amable y bondadosa, un espíritu abnegado que había tenido que soportar muchas amarguras en su vida. Creció honesta y simpática, aunque solitaria, y siempre que me veía -a cualquier edad: de niña, de adolescente o de mujer- me regalaba sus sonrisas, moneda que se ha vuelto preciosa desde que la gente la escatima tanto. Su padre, Aparicio Bernabé, había sido tendero en un cuchitril miserable de la esquina de la calle Cruz que ha terminado convirtiéndose, felizmente, en una droguería: la de los Mohedano. Entre los vecinos se comentaba que Aparicio había soñado con que su hijo heredaría la miserable tienducha, y, enquistado en ella como los mejillones a las rocas mojadas, seguiría adelante con el negocio de cuatro perras gordas que él mismo había fundado y del que tan orgulloso se sentía (he dicho «cuatro perras gordas» y me equivoco, porque la tienda daba dinero y sabido es que la tacañería es la pobreza culpable). Pero, bien fuera porque no tuvo hijos varones, bien porque no halló disposición en su única hija para continuar por aquella admirable senda, bien porque ella misma lo rechazara abiertamente, lo cierto era que el viejo había terminado traspasando el local muchos años antes y se había dedicado a morir con paciencia junto a María Auxiliadora. A esto se unía la prematura defunción de su esposa y su propia y prolongada vejez, que le había roído el cerebro. Como solo tenía a su hija para cuidarle, ello significó la condena eterna de la pobre muchacha.
A sus cuarenta años recién cumplidos, María Auxiliadora seguía habitando la misma diminuta casa de sus padres, junto a su momificado progenitor, aún atractiva, soltera y absolutamente desperdiciada para la vida. No había perdido ni pizca de simpatía, pero aquel voluntario claustro y su constante labor de enfermera la habían convertido en un ser pálido, envejecido y deprimente, lo cual me daba una pena infinita: esos ojos azul oscuros como palomas zuranas o como el mar en invierno y esa sonrisita dulce que le encendía el semblante cada vez que despuntaba se merecían algo más, sin duda, que aquella triste reclusión. Y lo más desagradable del caso es que ella misma lo sabía.
Su único pasatiempo consistía en vender plantas medicinales, como ya había hecho su madre mucho antes, pero Mana Auxiliadora no se iba al campo a buscarlas sino que las pedía a la ciudad, y a veces a Madrid y Barcelona. Sin embargo, su fama de herboristera se había hecho notoria en Roquedal, y Paca Cruz, la pitonisa del hostal de la playa, me había dicho un día que lo que no curasen las hierbas de la señorita Bernabé no lo remediaba ni el doctor Torres.
Digo todo esto para mostrar el verdadero afecto que sentía por aquella chiquilla de cuarenta años. Me propuse impedir desde el principio que nada malo (o nada peor) le sucediera.
Al día siguiente, más repuesto después de un descanso breve pero adecuado, me vestí y acicalé lo mejor que pude -cuerda nueva al cinto, flor suavemente marchita en la solapa- y emprendí la marcha hacia el pueblo en dirección a la casa de la señorita Bernabé. Me sentía bastante más tranquilo que la noche anterior: tras escoger y descartar diversos planes había llegado a la conclusión de que no podía planear nada hasta que no descubriera dónde se ocultaba realmente el asesino, pues existía la posibilidad, pequeña pero esperanzadora, de que hubiese abandonado aquella casa para ir a ocultarse en otra.
Me recibió la misma señorita Bernabé, lo cual no era de extrañar porque siempre estaba allí y en sus raras ausencias nadie habría podido abrirme la puerta: no, desde luego, Sarita, la gata negra y despeluchada que arrastraba su panza en silencio, el único ser realmente vivo aparte de María Auxiliadora; mucho menos el viejo Aparicio, que no se movía del sitio donde su hija lo colocaba, como los jarrones.
– ¡Don Baltasar, qué sorpresa! -Aquella sonrisita dulce de nuevo-. ¡Pase!
Ya he dicho que sus ojos eran azul oscuros como palomas zuranas o como el mar en invierno, pero diré todavía algo más: en sus ojos, y solo en ellos, la señorita Bernabé era libre. Todo lo que la rodeaba eran barrotes, pero su mirada enorme la hacía cantar y volar por dentro, como un jilguero. Y diré también que tenía agazapado el pelo, que ya era gris, con un anticuado moño de pinzas, y que se protegía el blanquísimo cuello con un pañuelo limpio de lunares grises, y que sobre su rebeca llevaba prendida, ¡bendita sea!, una ramita seca de trigo raspinegro, algo así como un broche natural, que simbolizaba muy bien su profesión de herboristera, aunque creo que ella se la ponía por no sé qué recuerdo de su madre. Nunca se maquillaba, pero su rostro reflejaba la belleza serena de un amanecer en la montaña. Y como apenas salía de casa, el aroma de las plantas se le pegaba al cuerpo, y acercarse a ella era oler a menta, tomillo, eucalipto y hierbabuena, como entrar de repente en un reducidísimo bosque en mitad de un pueblo como éste, en que no huele a otra cosa que a mar.
Añadiré que era de las pocas personas de Roquedal que jamás me insultaban: nunca la oía referirse a mí como «el loco del cementerio» y siempre me trataba con un respeto intachable. Quizá percibía mi soledad, al igual que yo la de ella: ambos éramos maestros de la misma desgracia -en ella, escogida; en mí, impuesta; aunque ¡quién sabe si no era al revés!- y nos comprendíamos en silencio.
– ¿Sería mucha molestia, señorita? -pregunté sin decidirme a entrar, quitándome el sombrero.
– ¡No diga tonterías! ¡Precisamente tengo agua calentándose! ¿No le apetece un poleo mañanero?
– Muchas gracias.
Yo había visitado varias veces a la señorita Bernabé (para comprarle hierbas del reuma), así que no consideré que hacía mal obedeciéndola. Creo haber dicho ya que la casa era pequeña, y pude comprobarlo entonces: la cocina se abría directamente a su dormitorio y al saloncito, y su única ventilación consistía en un ventanuco alto que, por otra parte, se hallaba cerrado. En el saloncito, la solitaria ventana de doble hoja daba a la paralela de Cruz, la estrecha calle del Solar. Tenía una salida lateral que conducía a la habitación de su padre, que era el dormitorio grande y daba también a Solar; al de ella solo podía accederse a través de la cocina. Era una casa estrecha y decrépita como el cerebro de su dueño, y reflejaba baldosa a baldosa, zócalo a zócalo, toda la avaricia de un hombre que no había querido gastarse los cuartos en una vivienda mejor.