Me estremecí. Era difícil no darse cuenta, incluso sin la investigación esquinada. «Un manojo de retratos del niño Guernod y dos rosas. En la rosa de la derecha advierto las mismas anfractuosidades que tenían las nubes esta mañana -escribí después-. En cuanto a los retratos…»
Consulté la hora en mi antiguo reloj de cadenilla: las 12.25. El hermano de Guernod, que acababa de llegar, explicaba a los presentes las distintas aventuras del moribundo:
– A las doce o un poco menos le dieron unas arcadas y echó sangre. Ya esta mañana se había levantado mareado y no fue al trabajo, pero cuando le vimos vomitar sangre avisé al doctor. A las doce y diez le repitieron las arcadas, pero esa vez secas. Desde entonces no ha vuelto a hablar, el pobrecito. Cuando parece que va a hablar le da otra arcada.
– Pues que no hable más, pobre hombre -dictaminó un compasivo vecino.
«Los retratos me traen a la memoria mis propios recuerdos infantiles», anoté esa noche. Uno en particular me parecía muy relacionado con todo lo que estaba sucediendo.
Yo tenía cinco años, puede que seis. Me dolía espantosamente el oído izquierdo, y mi madre decidió que era a causa de una bola de cera, por lo que un día preparó una escudilla y una pera de goma y me soltó un chorro a presión de agua tibia dentro de la oreja. A la escudilla cayó, en efecto, un trozo de cerilla retorcida, del color del hierro oxidado, pero no solo eso. También había un pequeño insecto de larguísimas patas. Como fui el primero en verlo, mi madre no pudo ocultar la escudilla a tiempo. En realidad, se trataba de una araña muerta, de esas que trajinan entre el polvo, inofensiva pero repugnante. Era de suponer que se había introducido semanas atrás en mi oído izquierdo y había muerto lentamente de inanición al ser incapaz de encontrar la salida. Su espantosa agonía, sin duda alguna, había sido la causa de mi dolor.
Esta anécdota, en apariencia banal, me enseñó la primera lección profunda sobre la vida: existen pequeñas sutilezas que actúan invisibles a nuestro alrededor, y son, sin embargo, trascendentales; amenazas ocultas que hilan fino en nuestro interior; procesos subterráneos, detalles horrendos enterrados como filones protervos bajo nuestros pies, inaccesibles a la percepción normal, que deciden como las parcas los destinos cotidianos. Estos detalles, como ya he dicho, pueden extraerse con la investigación esquinada.
En aquel instante, recordando mi experiencia infantil, pensé: «¿A qué se parecen los recovecos de una oreja? ¡A las espirales de las nubes y a los pétalos de una rosa!».
Quizá habría llegado a sorprendentes conclusiones de no haber sido interrumpido bruscamente por unos gritos y la voz imperiosa del doctor Torres:
– ¡Bueno, salgan de la habitación! ¡Todo el mundo fuera! ¡Ya está bien, hombre, ya está bien…!
Los gritos de los presentes se habían debido a un nuevo terremoto del agonizante Guernod, acompañado de un jadeo lobuno, y el buen juicio de don Roberto decidió que ya habíamos tenido suficiente espectáculo.
Los niños (siempre remisos cuando se trata de perderse una escena morbosa) fueron arrastrados fuera por su padre, el joven hermano de Jacinto; Remedios «la china» y la vieja (aferrada al rosario) salieron acompañadas por otros vecinos a más velocidad de la aconsejable para sus respectivos papeles; el público inició un lento éxodo y se congregó en la puerta, como a la salida de los cines. Yo quise demorarme:
– Doctor Torres… -rogué, volviéndome hacia don Roberto.
– Venga, venga, don Baltasar -me palmeó la espalda sin demasiada paciencia-, no moleste usted ahora, que no es de la familia, hombre. ¿Siempre tiene que estar presente en todas las tragedias?
– ¿De qué se está muriendo? -inquirí, decidiendo ignorar sus críticas.
– Del hígado. Venga, vamos. ¡Salga fuera, hombre!
Iba yo a contarle mis terribles sospechas cuando Remedios «la china» volvió a entrar, arrebujada en su rebeca gris, con los guiones de los ojos diluvianos.
– ¿Y si le lleváramos al hospital, doctor? ¿No se podría? ¡Mire que don Alberto dice que en cinco minutos…!
– Mujer, Jacinto está agonizando. ¿Dónde prefiere usted que ocurra lo que tiene que ocurrir?
Les dejé solos. El pasillo se hallaba tapizado de personas que se dirigían a la calle o esperaban, apostadas, algún acontecimiento, y aunque varias me miraron con curiosidad no era yo el centro de atención en aquel momento, así que me di el lujo de hablar en voz alta, como hago en la soledad de casa:
– ¿Del hígado?… ¡Es un asesinato, hombre! ¡Y nadie se da cuenta…! ¡Es un asesinato!
Decidí esperar fuera, en la acera. El tiempo se arrastró con la terrible pereza que suele manifestar cuando deseamos fervientemente que transcurra. A las 12.45, por fin, estallaron dos gritos gemelos. Así lo tengo descrito:
12.45. Aullidos tan salvajes que al pronto no lo parecen. Sin embargo, todos estábamos esperándolos.
Salió del portal Remedios «la china» presa de un ataque de nervios y gimió palabras incomprensibles. Detrás escapó la vieja (aferrada al rosario) como un alma en pena, y fue toreada por los vecinos hasta recaer en su otro hijo, el único que le quedaba ya. La contuvieron varios voluntarios. Entonces apareció por el portal Jacinto Guernod.
Venía dando tumbos, como corresponde a los muertos, y más pálido que el papel en el que escribo, más, aún más que las lápidas anónimas de la guerra civil que conviven juntas en el cementerio, más que todas las paredes blancas de las casas cuando destella el verano. Su palidez sonaba a grito y tenía la forma y el aspecto de un vendaje sobre una herida putrefacta o un gusano cebado de cadáveres. Me miró fijamente con ojos que ya no veían y dijo:
– Don Baltasar, hombre, me han asesinado. Pero solo soy el primero. Después vendrán otros…
Claro está que en realidad no vi a Jacinto Guernod ni escuché aquellas palabras, pero bien hubiera podido ocurrir así, y si así hubiera sido, ningún listo habría sido capaz de discutirlo: los hechos son imposibles justo hasta que suceden, de igual forma que los niños son niños hasta que llegan a la pubertad, y no hay más que hablar. Pero, para qué mentir, no vi a Guernod. Al menos, no en aquel momento. Después, por la noche, me entraron ganas de haber tenido alguna clase de visión, y escribí eso.
Lo que sí hice en cuanto la mujer y la vieja salieron gritando fue aprovechar la confusión para colarme otra vez en la casa y dirigirme al dormitorio. Como ya tenía el sombrero en la mano, no tuve que quitármelo de nuevo. Junto a la puerta del dormitorio vi al doctor Torres y al hermano de Guernod, que había entrado antes que yo, y ahora lloraba a moco tendido.
He observado que, siempre que llora un hombre, al menos aquí en Roquedal, hay silencio. El llanto de una mujer desata palabras de consuelo, razonamientos o meras exclamaciones, pero el llanto de un hombre se escucha con más fervor que una saeta. Así que el hermano de Guernod lloraba y el doctor Torres no le decía nada.
Me acerqué al muerto Guernod y, de repente, me sentí, como él, invisible. A salvo del interés de los demás.
Existe un momento de neblina en el que pasamos completamente desapercibidos aun para nuestros seres queridos: ocurre un poco después de morirnos pero un poco antes de que hayamos muerto. Y quien sospeche contradicción, que advierta que no es lo mismo morir que ser cadáver, de igual forma que no lo es nacer que ser hijo de alguien: hay un ser que nace y que después es hijo y un ser que muere y que después es un muerto. Pero durante esta última transformación transcurre un lapso de tiempo en el que, invariablemente, caemos en el punto ciego de los demás y nadie nos percibe. Los demás lloran por aquello que ya se ha marchado, pero aún son incapaces de contemplar lo que queda. En ese limbo se hallaba Guernod: aunque ya había muerto, todavía no era cadáver, y por lo tanto nadie lo miraba. Su invisible presencia envolvió la mía y pude contemplarle a gusto sin ser incordiado.