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Se puso a sacar ejemplos de lo que tenía que hacer; y su gruesa voz se adormeció en la calmada atmósfera como si fuese el obstinado zumbido de un enorme moscardón. El capitán Whalley ignoraba qué fuerza o qué debilidad le impedía decir buenas noches y alejarse. Como si se sintiese demasiado cansado para hacer ese esfuerzo. Qué raro. Más extraño que ninguno de los ejemplos de Ned. ¿O sería que un sentimiento apabullante de vacío le hacía permanecer allí escuchando aquellas historias? Ned Eliott no se había visto tumbado nunca por nada realmente serio; y gradualmente empezó a detectar en él, como envuelto en aquel monótono y sonoro zumbido, un resto de la voz clara y animosa del joven capitán del Ringdove. Se preguntaba si él habría cambiado también en la misma forma; y le parecía que la voz del antiguo compañero no había cambiado tanto… que era el mismo. No era mal tipo aquel agradable y jovial Ned Eliott, siempre amigable, siempre responsable en sus tareas…, y siempre un poco fanfarrón. Recordó cuánto divertía a su pobre esposa. Esta le adivinaba los pensamientos. Cuando el Cóndor y el Ringdove coincidían en el mismo puerto, ella le pedía muchas veces que invitase al capitán Eliott a cenar. Desde aquella época no se habían visto con frecuencia. A veces pasaban cinco años sin verse. Miraba desde debajo de las blancas cejas a aquel hombre a quien no podía confiarse en aquel momento. Y el otro seguía con sus desahogos íntimos, tan alejado de su oyente como si estuviese hablando desde lo alto de una colina, a dos kilómetros de distancia.

Ahora andaba un tanto perplejo por el vapor Sofala. Últimamente le tocaba desenredar todos los líos que le producían en el puerto. Le echarían de menos cuando se fuese al cabo de dieciocho meses, y nombrasen, para cubrir el puesto, cosa probable, a algún oficial retirado de la Armada: un hombre que ni entendería nada ni se ocuparía de nada. Aquel vapor cubría una ruta costera que aseguraba el tráfico comercial hasta un punto tan al norte como era Tenasserim; pero el problema era que no había capitán que quisiese hacerse cargo de él. Nadie estaba dispuesto. Y, naturalmente, él no tenía autoridad para obligar a nadie a coger el puesto. Dar un empujón a petición de un cónsul general, muy bien, pero…

– ¿Y qué ocurre con ese barco? -le interrumpió el capitán Whalley en tono mesurado.

– Al barco no le ocurre nada. Es un viejo vapor en buen estado. Su propietario ha estado esta tarde en mi despacho tirándose de los pelos.

– ¿Es un blanco? -preguntó Whalley con voz interesada.

– Se hace pasar por tal -contestó el Delegado General con desprecio-; pero lo más que puede tener de blanco es la piel. Y eso se lo dije a él a la cara.

– Pero, ¿quién es entonces?

– Es el maquinista primero del barco. ¿Se da cuenta, Harry?

– Ya caigo -dijo el capitán Whalley pensativo-. El maquinista. Entiendo.

Como el tío se había convertido a la vez en propietario del buque, era una auténtica historia. El capital Eliott recordaba que había llegado como tercero de un buque de la metrópoli quince años antes, y le habían despedido junto con el patrón y su jefe a consecuencia de una riña de la peor especie. Él caso es que parecieron aprovechar la ocasión para sacárselo de encima. Sin duda, era un tipo pendenciero. Y se quedó allí como auténtico estorbo, embarcado y desembarcado una y otra vez, incapaz de mantener un trabajo mucho tiempo; apenas habría ningún cuarto de máquinas a flote en aquella colonia que no le hubiese visto desfilar. Luego, de repente:

– ¿Qué cree usted que ocurrió, Harry?

El capitán Whalley, que parecía perdido en un esfuerzo mental como si estuviese efectuando sumas, se sobresaltó un poco. No podía ocurrírsele. La voz del Delegado General vibró sordamente con un ostensible énfasis. Aquel hombre había tenido la suerte de que le tocase el segundo premio de la lotería de Manila. Todos los maquinistas y oficiales compraban participaciones de ese juego. Parecían tener una auténtica manía. Todo el mundo pensaba que se volvería a Inglaterra con el dinero, y se iría al diablo como le pareciese. Pero no. Los propietarios del Sofala habían encargado en Europa un nuevo vapor porque éste resultaba demasiado pequeño y poco moderno para el tráfico que realizaba, y lo vendían a buen precio. Se lanzó a comprarlo. Aquel hombre nunca había mostrado síntomas de ese tipo de intoxicación mental que puede producir la posesión de una gran suma de dinero… hasta que consiguió un buque propio; pero entonces se salió de casillas inmediatamente: irrumpió en el Departamento de Marina por un asunto de transferencias, con el sombrero caído sobre el ojo izquierdo y jugando con un pequeño bastón, y les contó a cada uno de los oficinistas que: «Ahora nadie me puede echar ya. Ahora me toca a mí. Ya no tengo a nadie por encima, ni nunca más tendré a nadie encima». Daba vueltas hinchado por entre las mesas de la oficina, hablando a pleno pulmón, y temblando todo el rato como una hoja, de forma que todo el tiempo que estuvo allí se interrumpió el trabajo de la oficina, y todos los presentes se quedaron con la boca abierta contemplando al bufón. Luego le vieron en las horas más cálidas del día, con el rostro colorado como el fuego recorriendo arriba y abajo los muelles para contemplar su barco desde distintas perspectivas; parecía dispuesto a detener a cualquier desconocido con que se cruzase sólo para hacerle saber que ya no habría nadie por encima de él; que había comprado un barco: que nadie le podría echar ya de su sala de máquinas.

Aun siendo una buena compra, el precio del Sofala le llevó casi todo el dinero que le había tocado. No le quedó capital para trabajar. No era mucho problema, porque aquellos eran tiempos de prosperidad para el tráfico costero de vapor, hasta que algunas navieras de la metrópoli pensaron en establecer flotas locales para alimentar sus líneas principales. Una vez se organizaron estas flotas, naturalmente, se llevaron la parte del león; y al mismo tiempo una banda de condenados bribones alemanes pasó al este del Canal de Suez y fue a por todas las migajas. Recorrían ávidamente la costa y todas las islas, yendo a lo barato, como una manada de tiburones, dispuestos a zamparse todo lo que uno dejase caer. Se habían acabado para siempre los buenos tiempos; él valoraba que durante años el Sofala no había hecho otra cosa que ir tirando bien. El capitán Eliott consideraba como un deber ayudar por todos los medios a que no fuese desplazado un navío inglés; y era evidente que si por falta de capitán el Sofala empezaba a perder viajes, pronto perdería el mercado. Ahí venía la perplejidad. Aquel hombre era demasiado imposible.

– Desde el principio ha sido como un mendigo a caballo, -explicó-.

– Y parecía hacerse peor conforme pasaba el tiempo. En los últimos tres años han desfilado once patronos; él había hecho gestiones con todo oficial allí presente, salvo los de las líneas regulares. Ya le había advertido que así no conseguiría nada. Y claro, ahora, nadie quiere saber del Sofala. Estuve hablando en mi despacho con un par de hombres; pero, como me decían, ¿para qué coger el puesto, llevar una mala vida durante un mes y quedar en tierra después del primer viaje? Naturalmente, el tío me dijo que todo esto era absurdo; que desde hacía años le amenazaba un complot y ahora había fraguado. Todos los malditos marineros del puerto se habían conjurado para ponerle de rodillas, porque él es un maquinista.

El capitán Eliott dejó escapar una risa gutural:

– Y lo cierto es que si pierde un par más de viajes no vale la pena que se preocupe ya de volver a empezar. No encontrará ninguna mercancía en su antigua ruta. Actualmente hay demasiada competencia como para que la gente tenga la carga almacenada aguardando a un barco que no llega a su tiempo. Tiene una perspectiva muy negra. El jura y perjura que se va a encerrar a bordo y morirá de hambre en el camarote antes que vender el barco… aunque encontrase un comprador. Y esto es sumamente difícil. Ni siquiera los japoneses pagarían el valor por el que está asegurado, Esto no es como vender veleros. Los vapores, además de envejecer quedan anticuados.