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– Sofala -articuló el capitán Whalley desde arriba; y el chino, probablemente emigrante de poco tiempo, miró hacia arriba con tensa atención, como si esperase que la extraña palabra cayese visiblemente de los labios del blanco.

– Sofala -repitió el capitán Whalley; y de repente le falló el corazón. Se detuvo. Las costas, las isletas, las elevaciones de la tierra, los puntos bajos, todo estaba oscuro: el horizonte se había tornado sombrío; y al otro lado del arco oriental de la costa, el obelisco blanco que señalaba el lugar en que el cable telegráfico se hundía en tierra, erguíase como pálido espectro sobre la bahía ante el oscuro despliegue de tejados desiguales, entremezclados con palmeras, de la ciudad nativa. El capitán Whalley empezó de nuevo:

– Sofala. ¿Entiendes Sofala, John?

– Esta vez el chino emitió un sonido raro, y asintió con un gruñido sin elaborar, en el fondo de su cuello desnudo. Con el primer guiño amarillo de una estrella que apareció como cabeza de un alfiler clavado profundamente en el suave tejido pálido y trémulo del cielo, el filo de un agudo frío pareció abrirse paso por el cálido aire de la tierra. En el momento de poner pie en el sampán para ir a por el mando del Sofala, el capitán Whalley se estremeció levemente.

Cuando a la vuelta desembarcó en el muelle, a su espalda, Venus, como gema selecta encastrada en la orilla del cielo, lanzaba una estela de suave oro sobre el fondeadero, liso como un suelo de piedra obscura pulimentada. Sobre su cabeza, las altas bóvedas de las avenidas estaban obscuras, y los globos de porcelana de las farolas semejaban perlas de forma de huevo, gigantescas y luminosas, desplegadas en una hilera cuyo extremo más lejano parecía descender a lo lejos hasta la altura de las rodillas. Se puso las manos atrás. Tenía que considerar pausadamente si era un paso conveniente, antes de dar al día siguiente la última palabra. Sus pasos aplastaban ruidosamente la grava… si era conveniente. Más fácil hubiera sido valorarlo de haber tenido alguna alternativa viable. Sin duda era un trato decente: le hacía un favor al hombre; periódicamente, su sombra saltaba densa a su lado sobre los troncos de los árboles, para alargarse luego oblicua y obscura, alejándose sobre la hierba, repitiendo sus pasos.

Si era conveniente ¿Cabía otra opción? Parecía que hubiese perdido ya algo de sí mismo; como si hubiese entregado a un espectro hambriento algo de su verdad y dignidad, para poder vivir. Pero su vida era necesaria. Que la pobreza cruel le cobraba su tributo de humillación. Sin duda Ned Eliott le había hecho sin saberlo un gran favor, que no le hubiera podido pedir. Esperaba que Ned no pensase que había habido nada oscuro o tal vez pensase sólo que Whalley era un excéntrico loco. A qué hubiera venido contárselo… y a qué contarle toda la historia a aquel Massy. Quinientas libras para invertir. Que las aprovechase como pudiese. Que pensase lo que quisiese usted necesita un capitán… Yo necesito un barco. Esto basta. Brrr. Qué desagradable impresión la de aquel vapor vacío, oscuro, lleno de ecos…

Un vapor parado era algo muerto, sin duda; un velero en cierto modo parece siempre dispuesto a saltar vivo con el aliento del cielo incorruptible; pero un vapor, pensaba el capitán Whalley, con los fogones apagados, sin que te reciban en las cubiertas los cálidos soplos que vienen de abajo, sin el silbido del vapor ni los tañidos de hierro en su pecho… yace tan frío, inmóvil y sin pulso como un cadáver.

En la soledad de la avenida, toda negra por arriba e iluminada por abajo, consideraba el capitán Whalley la conveniencia de tomar aquel camino, y topó como por azar con el pensamiento de la muerte. Lo apartó con desagrado y desprecio. Casi se rió de él. Y con la inquebrantable vitalidad de sus años pensó en lo poco que necesitaba para mantener el alma en el cuerpo. Aquel sólido armazón del padre no era una mala inversión para la pobre mujer. Por lo demás, en cualquier caso, el acuerdo tenía que ser claro: las quinientas le serían pagadas íntegramente a ella en el plazo de tres meses. Íntegramente. Hasta el último penique. No iba a perder nada del dinero de ella, cayese lo que cayese… un poco de su dignidad, del respeto a sí mismo. Nunca había permitido que nadie pudiese hacerse mala impresión sobre él. Pues bien, había que pasar por eso… por el bien de ella. Al fin y al cabo, él nunca había dicho nada falso… y el capitán Whalley se sentía corrompido hasta el tuétano. Se rió un poco con íntimo desprecio de su prudencia mundana. Era claro que con un sujeto de aquella especie, y dada la peculiar relación que iba a darse entre ambos, no hubiera sido conveniente explicarle claramente su situación. No le caía bien el sujeto. Le desagradaban su arrebatos de locuacidad pretenciosa y sus explosiones de resentimiento. En definitiva…, un pobre diablo. No le hubiera gustado estar en su piel. Al fin y al cabo, los hombres no eran malos. Le desagradaba su pelo lustroso, su rara forma de estar en pie dándole a uno el lado, con la nariz elevada y mirándole a uno por encima del hombro. No. En conjunto, los hombres no eran malos… sólo eran torpes o desgraciados.

El capitán Whalley había terminado el análisis de la conveniencia de dar aquel paso… y todavía tenía la noche entera por delante. Cuando la luz le daba de lleno la larga barba brillaba como peto de plata que le cubriese el corazón; en los espacios que mediaban entre las farolas su magna estampa pasaba más confusa, alcanzando proporciones colosales, tambaleante y misteriosa. No; realmente los hombres no eran muy peligrosos; y todo el tiempo marchaba con él la sombra, sesgada a su izquierda y hacia adelante… lo cual constituye en Oriente un mal augurio.

* * *

– ¿No puedes ver aún el grupo de palmeras, serang? -preguntaba el capitán Whalley desde su butaca del puente del Sofala al acercarse al bajío de Batu Beru.

– No, Tuan. Ya aparecerá. El viejo malayo, enfundado en traje azul mahón, con los huesudos pies obscuros clavados bajo el toldo del puente, se puso las manos detrás y miró hacia adelante por en medio de las innumerables arrugas de las comisuras de los ojos.

El capitán Whalley estaba sentado quieto, sin levantar la cabeza para mirar por sí mismo. Tres años… treinta y seis veces. Había abordado aquellas palmeras treinta y seis veces desde el sur. Se dejarían ver en el momento oportuno. Gracias a Dios, el viejo barco llegaba a las escalas de la ruta puntual como un reloj. Al cabo murmuró de nuevo.

– ¿Todavía no?

– El sol deslumbra mucho, Tuan.

– Vigila bien, serang.

– Sí, Tuan.

Un hombre blanco había subido desde la cubierta por la escala, sigilosamente, escuchando atentamente aquel breve coloquio. Luego avanzó por el puente y se puso a pasear de un lado para el otro, sosteniendo la larga caña de madera de cerezo de una pipa. El negro pelo cruzaba aplastado en entecas bandas la calva cima del cráneo; tenía cejas espesas, tez amarilla, y una gran nariz amorfa. Una clara barba no ocultaba el perfil de la mandíbula. Su aspecto era de gran preocupación; y al chupar una boquilla curvada y negra, presentaba un perfil tan proyectado hacía adelante y hacia abajo, tan ominoso, que ni el serang podía evitar a veces el pensamiento de que algunos blancos eran extremadamente desagradables.

El capitán Whalley pareció enderezarse en la butaca, pero no dio señales de haber advertido su presencia. El otro soltaba bocanadas de humo; entonces, de repente:

– Nunca podré entender esta nueva manía suya de tener a este malayo aquí como si fuese su sombra, socio.

El capitán Whalley se levantó de la butaca con toda su imponente estatura y caminó hasta la bitácora con tal firmeza que el otro tuvo que hacerse atrás rápidamente para dejarle paso, y quedó como intimidado, con la pipa temblándole en las manos.