– Pero tiene que haber acumulado cantidad de dinero -observó tranquilamente el capitán Whalley.
El jefe del puerto hincho increíblemente sus colorados mofletes.
– Ni un real, Harry. Ni-un-so-lo-real.
Aguardó. Pero como el capitán Whalley, mesándose lentamente la barba, miraba al suelo sin decir palabra, le dio unas palmadas en el antebrazo, y susurró sordamente:
– La lotería de Manila se lo ha ido comiendo todo.
Frunció el ceño levemente, y asintió con pequeñas muecas afirmativas. Todos andaban tras eso; una tercera parte de los sueldos pagados a los oficiales («en mi puerto», respondió) van a parar a Manila. Era una manía. Aquel Massy la había padecido desde el principio, como los demás; pero después de ganar una vez parecía haberse convencido de que le bastaba con volver a probar para conseguir otro premio gordo. Desde entonces cogía cantidad de participaciones de cada sorteo. Con ese vicio y su falta de conocimiento en el oficio, había andado más o menos corto de dinero desde que compró con tan poca previsión el barco.
En opinión del capitán Eliott, esto ofrecía una ocasión a que algún hombre de mar sensible que dispusiese de algunas pocas libras se lanzase a salvar a aquel loco de las consecuencias de su locura. En realidad, había contratado a algunos hombres muy competentes, que habrían querido quedarse en el barco si él se lo hubiese permitido. Pero de ningún modo. Parecía pensar que no era propietario si no andaba despidiendo a alguien a la mañana y no reñía a la noche con el sustituto. Lo que necesitaba era que un patrón con doscientas libras o algo así entrase como socio en el barco estableciendo unas condiciones convenientes. Si uno sabe que tiene que devolverle al otro su parte, no anda despidiendo a nadie solo por el gusto de decirle que recoja sus trastos y desembarque. Y de otro lado, un hombre que tenga intereses en el barco no es fácil que deje el puesto por cualquier nadería. Se lo había dicho a Massy. Le había dicho:
– Mr. Massy, así no vamos a ninguna parte. Empieza usted a tener todo el Departamento de Marina hasta el gorro. Lo que tiene que hacer ahora es buscarse un patrón que entre como socio. Me parece que es la única forma. Y le he dado un buen consejo, Harry.
El capitán Whalley, apoyado en el bastón, estaba absolutamente inmóvil. La mano se quedó a medio camino de un gesto violento y abrazó toda la barba. ¿Y qué había dicho el hombre?
El tipo tuvo la osadía de meterse con el Delegado General. Había recibido el consejo con la mayor de las desvergüenzas.
– No vine acá para que se burlen de mí -había chillado-. Apelo a usted como armador y como inglés llevado al borde de la ruina por una conspiración ilegal de sus miserables marineros, ¡y todo lo que usted se aviene a hacer por mí es decirme que me busque un socio!…
El tipo había osado dar una patada de rabia en el suelo del despacho particular. ¿De dónde iba a sacar un socio? ¿Le tomaba por tonto? Ni uno solo de la despreciable banda que estaba en tierra en la «Casa» tenía ni dos peniques en el bolsillo. Eso lo sabían hasta los propios perros nativos del bazar…
– Y es muy cierto, Harry -dijo el capitán Eliott con voz bronca y poco articulada, como sentenciando-. Lo más fácil es que no haya ni uno solo que les deba dinero a los chinos de Denham Road por la ropa que lleva puesta.
– Bien -le dije-, creo que usted arma demasiado escándalo por esto, Mr. Massy. Buenos días. -Salió dando un portazo. ¡Dios, un portazo en mi despacho, maldito sea!
El jefe del Departamento de Marina jadeaba de indignación; luego, como volviendo a orientarse.
– Acabaré por llegar tarde a la cena si sigo aquí soltando la tarabilla con usted… Y a mi mujer no le agrada esto.
Trepó pesadamente al cabriolé; se recostó sobre un lado, y sólo entonces dio un silbido preguntándose qué sería de la vida del capitán Whalley. Llevaban años y años sin verse hasta que el otro día le había visto inesperadamente en la oficina.
– ¿Qué diablos…?
El capitán Whalley parecía sonreír para sí entre sus blancas barbas.
– El mundo es muy grande -dijo vagamente.
El otro, como para comprobar la afirmación, miró en torno desde su asiento. La Explanada estaba muy calma; sólo a lo lejos, muy lejos, a gran distancia del mar, se oía lánguidamente el tut-tut-tut del teleférico que iniciaba ante el vacío peristilo de la Biblioteca Pública su recorrido de cinco kilómetros hasta los Nuevos Docks del Puerto.
– Y todavía parece que resulte pequeño -gruñó el Delegado General-, porque esos alemanes vienen a darnos codazos a cada paso. En nuestra época eso no pasaba.
Cayó en profunda meditación, respirando con estertores, como si estuviese echando una siesta con los ojos abiertos. Tal vez también él había detectado en la silenciosa figura como de peregrino que estaba en pie junto a las ruedas del coche, como peatón que se hubiese detenido, los trazos enterrados de los rasgos del joven capitán del Cóndor. Buen tío, aquel Harry Whalley. De pocas palabras siempre. Nunca sabías a ciencia cierta qué buscaba, era un tanto más espontáneo de la cuenta en el trato con gente importante, y capaz de ver mal las acciones de un compañero. Se tenía en demasiado buen concepto. Hubiese tenido ganas de decirle que subiese para ir a cenar con él. Pero nunca se sabía. A la esposa le disgustaría.
– Y es curioso pensar, Harry -siguió en un tono bajo muy sonoro-, que da la impresión de que los únicos que aquí podamos recordar cómo era esta parte del mundo somos usted y yo…
Estaba a punto de dejarse llevar por la ternura de un acceso sentimental, pero de repente le llamó la atención que el capitán Whalley, sin pestañear ni decir palabra, parecía estar aguardando algo… tal vez esperaba… Recogió las riendas al instante y saltó con exclamaciones cordiales:
– ¡Ah! ¡Muchacho! A cuántos hombres hemos conocido… Los barcos que hemos llevado… ¡ay! Y la de cosas que hemos hecho…
El poney se lanzó hacia adelante, el edecán se apartó del camino. El capitán Whalley levantó el brazo.
– Adiós.
6
Se había puesto el sol. Y cuando tras perforar un profundo agujero con el bastón, se fue de aquel lugar, la noche había reunido, bajo los árboles, su ejército de sombras. Llenaban los extremos orientales de la avenida como si aguardasen sólo una señal para efectuar un avance en toda la línea por los espacios abiertos del mundo; se estaban concentrando abajo entre los hondos flancos de piedra del canal. El prao malayo, medio oculto por el arco del puente, no había cambiado de posición ni un cuarto de pulgada. El capitán Whalley pasó largo tiempo mirando hacia abajo, inclinado sobre la barandilla, hasta que al cabo la inmovilidad flotante de aquella cosa maldita pareció infundirle un sentimiento inexplicable de alarma. La media luz abandonaba el cenit; sus destellos reflejos abandonaban el mundo que tenían debajo, y el agua del canal parecía volverse alquitrán. El capitán Whalley acabó de cruzar el puente.
Faltaban pocos pasos para el desvío a la derecha que conducía a su hotel. Se detuvo de nuevo (todas las casas que daban al mar estaban cerradas, el paseo del muelle desierto salvo un par de nativos que caminaban a lo lejos) y empezó a calcular el montante de la factura. Tantos días en el hotel a tantos dólares por día. Para contar los días se valió de los dedos; metiendo una mano en el bolsillo hizo sonar unas piezas de plata. No había problemas para pasar tres días más; y entonces, a no ser que ocurriese algo, tendría que echar mano de los quinientos -dinero de Ivy, invertido en el padre-. Le dio la impresión de que la primera comida costeada con aquel dinero le sentaría mal… sin ninguna duda. Era inútil razonar. Le guiaba el sentimiento, que nunca le había engañado.
No giró a la derecha. Siguió andando, como si todavía hubiese en el fondeadero un buque al que pudiese hacerse llevar por la noche. Lejos, más allá de las casas, en la ladera de un promontorio añil que cerraba el panorama de los muelles, la tenue columna de una chimenea de fábrica humeaba tranquila recto arriba por el claro aire. Un chino, agachado en la popa de uno de la media docena de sampanes que flotaban más allá de la punta del espigón, percibió una mano que le hacía gestos. Se puso en pie de un brinco, se enrolló la coleta en torno a la cabeza rápidamente, se aseguró con dos rápidos movimientos los anchos pantalones obscuros mucho más arriba de las amarillas caderas, y con un solo y sigiloso movimiento de los remos como aletas, dirigió el sampán hasta ponerlo junto a los peldaños con la facilidad y precisión de un pez que evoluciona en el agua.