Cuando cambias de sitio (de geografía), la memoria padece una crisis de recuerdos. El pensamiento, casi siempre, tiene un recorrido que sigue el curso de los ojos, como tus ojos ven asuntos que casi no reconocen ni disciernen, tendrás un martilleo de imágenes e ideas en la cabeza difícil de desenredar.

Poco tiempo después verás caras conocidas, pero ya no sabrás a qué sitio corresponden, si al de antes o al nuevo. Las miras fijamente sin saber en qué lengua te hablarán, y cuando abren la boca, antes de que el sonido salga, estarás al acecho de todos los indicios. Buscarás algo que te diga si este trozo de existencia Pertenece a tu vida de ahora o a la de antes.

Al amanecer, al abrir los ojos -en ese momento en que la mirada golpea cielorrasos y paredes-, los primeros segundos no estarás segura de en qué sitio te despiertas, tardarás un rato en recobrar el hilo de tu vida, y por un momento sufrirás el temor de que se haya roto definitivamente.

Una mano a tu lado, una nariz conocida, recta o aguileña pero conocida, podrá servirte de ancla a ese pasado que no puedes perder si no quieres extraviarte por los nuevos rumbos. Pero si la decisión era cambiar la geografía para cambiarlo todo, para extraviarte de gusto y empezar de nuevo con la esperanza de que en el otro sitio no reaparezcan los errores de siempre, entonces convendrá no buscar caras sino asomarte a la ventana y hacerte dueña, desde lejos, del paisaje extranjero.

Así mismo, en los sabores, si quieres recordar, en casi todo hallarás reminiscencias y creerás descubrir en la polenta el aroma de la arepa. Si quieres olvidar, en cambio, reconocerás que el olor de las trufas no se parece a nada conocido, que la amargura del radicchio nada tiene que ver con el zapote. Y olvidarás para siempre el sabor del tamarindo, la avara consistencia del mamoncillo, el empalagoso olor de la guayaba.

Uniré dos sentencias ajenas y sapientes con el fin de inducirte a la moderación. La una es de Quevedo, el miope, cojo y lenguaraz Quevedo, que dijo: “Todo lo demasiado siempre fue veneno” La otra es del indigesto Ceronetti, experto entendedor de los silencios del cuerpo: “Por muy poco que comas, comerás demasiado”.

¿Qué es esto, te dirás: un cocinero que me invita a la anorexia? No. Para hacerse entender conviene exagerar. Pero nunca conviene exagerar comiendo: mejor las ganas de repetir que el empalago.

Además, sólo un secreto hay para no engordar comiendo: preparar bien los platos. La mala culinaria es tan desagradable que quita el hambre mal, no sacia el apetito. Los manjares deleitosos no complacen tan sólo la barriga: sosiegan el espíritu y por eso permiten raciones razonables. Mientras peor sea lo que comes, más te atiborrarás de todo aquello, te llenarás sin piedad en busca de un deleite profundo que no llega.

Al que dice quererte ¿cómo creerle? Si hubiera alguna estratagema para saber que no miente, un potaje mágico de color amarillo que, si él lo tomase con cuchara de plata, revelara el secreto de sus verdaderos sentimientos. El potaje se volvería verde en caso de mentira, y naranja subido, casi rojo, cuando fuera seguro que te quiere mucho; y cuanto más subido el rojo, más amor te tendría. Si la sopa, en cambio, conservara su amarillo original, querría decir que en cuanto al corazón le resultas del todo indiferente.

Yo sé que esta receta me haría rico. Sería un invento útil y fácil de entender. Como un semáforo. Me he pasado decenios con polvillos, raíces y verduras, buscando este potaje tornasol. Aún no lo he hallado. Pero a falta de un método infalible, sigue el viejo consejo matemático: hay que creer la mitad de la mitad. Si después de ese par de divisiones queda en pie una llamita alumbradora, empiézale a creer, pero no olvidcs los hombres son cobardes para amar.

Que qué cansancio, que no tiene un minuto. Mentiras. Lo que no tiene es fuerzas para pensar la vida, calma para sentir como transcurre

Cuando él no tiene tiempo, cuando él trabaja mucho y mide los segundos como otros las horas y los días, cuando él es incapaz de sentarse a conversar, sin ansiedad, un rato, no le creas. El trabajo es el escondite que hallaron los hombres para no vivir según un ritmo más humano y más decente. Es su manera de poder estar solos sin tener que decir que quieren estar solos.

¿Recuerdas el precepto antiguo, del amigo de Diótima, “conócete a ti mismo”? Lo recuerdas, claro. Por una vez, conscientemente, me voy a permitir una observación de puro macho chovinista: este precepto no sirve a las mujeres; ellas, antes que a sí mismas, prefieren conocer a los demás. En cuanto a conocimiento, las mujeres tienen una indudable vocación al altruismo.

Las personas, eso lo sabes bien, no nos gustan o chocan por sus grandes gestos, por sus hazañas o sus empresas importantes. Es en lo nimio, en lo ínfimo, en los diminutos detalles insignificantes, donde se encierra el significado de los hombres, su diseño secreto: allí resolvemos si hay afinidad o repelencia.

Una vez, por una confluencia de casualidades que alguno no dudaría en calificar de mágica, me fue revelado el método para conocer a las personas. Es sencillo, pero requiere una desprevención casi infantil para percibir los detalles. Como en una partida de ajedrez,

todos los participantes han de contar con las mismas piezas. Que son cinco:

Un plato de porcelana mediano

Tenedor y cuchillo de buen filo

Una servilleta

Una naranja madura

Quizá, como siempre, mi excesiva simpleza sea decepcionante. Pero he comprobado que en el modo con que una persona corta o pela una naranja, y en el ademán con que la prepara y se la va comiendo, está la cifra y clave de su personalidad, de los motivos de su comportamiento.

Habrás de ver, ante todo, que hay metódicos como teutones y japoneses en todas las razas, y japoneses y teutones caóticos como el más crudo y burdo de los salvajes. Analizarás los detalles. La forma de pelar es de gran importancia: no es lo mismo ese ir dándole la vuelta al fruto, de polo a polo, en forma de curvado caracol, dejando al final una sola serpiente llena de cimas y sinuosidades o especie de resorte, que el corte de los polos y luego las incisiones longitudinales para arrancar pétalos simétricos de piel. No es igual el que en vez de pelarla la parte y con la cáscara se lleva medialunas de naranja hasta la boca donde los dientes se encargan de sacar la pulpa, al que corta una tajada por encima y con el cuchillo remueve lo Interior para irlo sacando poco a poco o el que después de pelarla se la va tragando gajo a gajo.

Formas de comerse la naranja hay casi tantas como personas. Y formas de sacarse las pepitas de la boca, y de hacer muecas ante la dulzura o acidez del líquido. No sé darte la clave de todo movimiento: pero observa a tus huéspedes mientras comen naranja: allí está la cifra de su mundo: allí decidirás si te gustan o no. Incluso en el gesto de esos extravagantes que rechazan la naranja diciendo: “perdón, me hacen daño (la manera de muchos para decir “no me gustan”) los cítricos”, hallarás un motivo de conocimiento, de gusto o de disgusto.

¿Que eres fea? Perdóname si supongo, más bien, que eres ignorante. Hay una cosa, deberías saberlo que se llama artes plásticas. Lo que con estas artes se produce, es tan maravilloso que desde hace milenios el hombre lo cultiva, lo cuida, lo conserva. Es la memoria, la memoria de lo que nos gusta. Piedras talladas, vasijas con dibujos, pinturas, lienzos, muros, esculturas, y más recientemente fotos y películas. Y allí hay, sobre todo, imágenes de mujeres. Mira bien y verás que seas como seas (tu cara, tu cuerpo, tu adelantado o tu trasero) en alguna parte, alguna vez, habrás sido prototipo de belleza. Y una belleza serás, de todas formas, para alguien.