Muchas veces hice probar esta receta a las embarazadas sin obtener satisfacción alguna para sus antojos. Si la repito es porque siempre es bueno, de vez en cuando, dar un paseo desnudas por la casa, incluso sin taparse pecho y vientre. Como también es bueno, embarazadas o no, desnudarse en la parte de la casa que equivalga al ombligo, y sentarse allí, a esperar nada, a pasar diez minutos sentadas en el suelo.

En los días de regla no es conveniente que varíes tus hábitos. Precepto antiguo es que la superstición trae muy mala suerte. No hagas, pues, caso alguno a las falsas consejas de comadres maléficas que prohíben los baños de inmersión, el coito, el ejercicio, los merengues… Para salir de dudas bate claras de huevo; ya verás que te suben como en los días sin sangre. Que tu vida no cambie: corre, salta, retoza, cose, cuece. Para el eólico nada como el acto sexual, puesto que distensiona. Mas no obligues al hombre y hazlo siempre y cuando ni a ti ni a tu pareja le repugne (y a muchos, sábelo, no les repugna nada). El menstruo no es motivo de vergüenza, no es bueno ni malo, no es impuro ni purificador: es sangre.

Si no te gusta el color de tu cara en la mañana, no te quedes quieta, haz algo, actúa. Si demasiado rubicundo, hazte una sangría larga. Si pálido, come alimentos verdes. Si amarillo, toma comida blanca. Sólo si tu color es normal tomarás comida roja. Nadie como tú conoce su propia tez: no consultes quirurgos ni barberos ni doctores al respecto. Te dejarán morir antes de tiempo.

Convéncete, te ruego, no hay afrodisíacos. No busques el deseo por medios de la gula o (le la magia. Algunos ignorantes han soltado el embuste de frutos de pasión. Patraña es ésta que tiene origen claro y mueve a risa. Fruto de la pasión o pasiflora llamaron los botánicos a algunas plantas rastreras que se enredan y trepan. Su flor se suponía que mostraba los estigmas de la pasión de Cristo: la lanza, el cáliz, la corona, los clavos… De la de Cristo, piensa, que poco o nada tiene que ver con la pasión que buscan los consumidores de afrodisíacos, no ansiosos de martirio sino de desenfreno. Créeme, la pasión viene sola o no viene. Si no llega espontánea no la fuerces con pócimas. O surge sin esfuerzo o no valía la pena.

No es cierto, sin embargo, que no se pueda hacer con la comida nada que favorezca los placeres del tálamo. Hay algo. Excitar los sentidos, todos los sentidos, es útil para hacerlos participar -una vez avivados- en el rito del abrazo. Se sabe que después del deseo sexual otra apetencia domina de segunda nuestra urgencia, y es el deseo de saciar el hambre. Para desatar el apetito sexual nada mejor que apagar antes las ganas de comer.

Aviva todos les sentidos: la vista, con partes estratégicas tapadas y descubiertas de tu cuerpo; con una combinación armoniosa de colores en el plato. Para el tacto deja que la piel roce la piel y que los dedos partan la corteza del pan. El olfato: no ocultes del todo tus olores naturales ni los disimules demasiado con desodorantes; más bien prepara la nariz del otro con olores deleitosos de comida que anuncien ya los sabrosos olores de tu carne. El oído con música rítmica y palabras escogidas.

Y para el gusto prepara esta receta:

Pelas trece langostinos grandes y pones a hervir las cáscaras en un buen caldo con cebollas y apios y un trozo de pescado. Fríes cebolla y ajo en aceite y mantequilla; luego le echas el caldo reducido a esta mezcla; lo adensas con una cucharada de harina de trigo; le das mejor sabor con una copa de brandy. Añades allí los langostinos enteros y dejas sólo que su color pase a un naranja intenso. Aparte cueces en agua con sal doscientos gramos de pasta corta. Al momento de mezclar la pasta con la salsa, añades pimienta y crema de leche. Este plato avivará sus sentidos hasta el colmo. Si lo acompañas con una botella de champaña seca, el resultado casi, casi es infalible.

Hay días en que el pretencioso que convive contigo amanece con la ventolera de invitar a sus jefes, a sus amigos importantes, al grupo en pleno de sus compañeros de trabajo, a comer por tu cuenta. Y compra mucho vino de distintas clases, quesos de fuerte olor, latas carísimas, frutas que jamás se han visto en tus listas del mercado. Está tenso, además, y una y otra vez, mirándote a los ojos, pide que la comida de esa noche esté perfecta. El mantel de lino bien planchado, impecables los pliegues de las servilletas, copas de cristal, de vino y agua, para todos (ninguna despicada), los cubiertos de plata de la abuela lustrosos como espejos… Y claro, tú ya sospechas que con tantos preparativos, consejos, advertencias, amenazas, algo ha de salir mal, irremediablemente.

Así será, convéncete. Tal vez la receta de chuletas te salga como nunca, y las doradas carnes tengan la consistencia precisa, y la salsa textura inmejorable: al llevarla a la mesa se caerá la fuente frente a los invitados, y los charcos de salsa salpicarán sus zapatos lustrosos, y los trozos de vidrio se clavarán como cuchillos en la carne cocinada.

O él, por ayudar, echará en el potaje la cantidad de sal que dice la receta; sólo que tú ya la habías echado. La culpa será tuya, por Supuesto. O tu hija coitará el jamón como siempre lo ha cortado, sin saber que esta vez necesitabas algo muy distinto para envolver los cubitos de melón. O tu suegra, también por ayudar, hará un postre tan dulce que las mismas abejas, si lo probaran, se sentirían hostigadas.

Algo te saldrá mal, inevitablemente, y ese marido odioso, pobre víctima y presa de sus temores y fantasmas, te mirará con ojos inyectados haciéndote sentir inútil, inepta, despreciable. La solución es única: cuando a ese pretencioso que convive contigo le dé esa ventolera, dile que sí, que claro, pero que cocine él mismo o contrate por fuera un maestro cocinero, Si cedes y te sacrificas, no serás otra cosa que la sacrificada.

Sana costumbre es que le saques la lengua a tu imagen del espejo. Por un lado hace falta, diariamente, reírse un rato de sí misma; y además aprovechas para echar un vistazo a su color y consistencia. La lengua es gran depositaria de secretos, como órgano interno que tenemos afuera. ¿Cómo leer los signos de tu lengua? Ah, este alfabeto es oscuro puesto que cada lengua tiene el propio. Conocerse a sí misma no es otra cosa que conocer la propia lengua: mírala, indaga en sus montículos y senos, piensa qué harás en este hoy con ella. No seas lengüilarga. Antes del chisme, la mentira, la infidencia, muérdetela tres veces: después, si quieres, suéltala,

Esa tendencia a traicionar, a mentir y a ser perfecta mente franca. A esconderte o a mostrarte mucho. Ese cuidado de cuidarte tanto para acabar narrando tu historia, tu verdad con pelos y señales a un desconocido.

Esas ganas de huir, de salir corriendo cuando alguien muestra que empieza a conocerte, aunque no te reveles. Ese vértigo de quedarte. Esa indomable sed de alguien y de no estar con nadie. De envolver las caricias en palabras. Esas ganas de cambiar sin renunciar a nada. Esa hambre de imposibles. ¿Cómo pensar en esta confusión contradictoria? Es verdad y mentira, está bien y está mal y no hay salida.

Nada que hacer. Tómate un vaso de agua.

Usa la modestia como una coraza para protegerse. Finge que no sabe lo que mejor sabe. Entre una vanidad con fundamento y una modestia falsa elige la segunda. Hablo del azúcar.

La sal es lo contrario: hace creer que sabe hasta lo no sabe. Su modo de protegerse es la arrogancia. Es vana sin motivo e incapaz de ser modesta.

Conoce a fondo la sal y el azúcar, así sabrás usarlas. La una es muy concreta, la otra demasiado abstracta. Si usas mucho la una, te hace falta la otra, y ambas te hacen vivir en perpetua nostalgia. No hay mejor método que el camino trillado: sal al principio, azúcar al final.