Opino, en realidad, que no es la virginidad lo que interesa, lo que preocupa. Lo importante, lo que te hace temer -quizá- o estar ansiosa, es esta rima: la desnudez y la primera vez. No es fácil desnudarse ante un extraño; y toda primera vez es una conjunción de expectativas, de temores, deseos y dudas confundidas. Tanto que alguien sentencia que el secreto para mantener vivo el entusiasmo es hacer las cosas, siempre, como si fuera la primera o la última vez que las hacemos.

Pero volvamos a lo nuestro. ¿Con quién hacerlo la primera vez? No censuro la vieja costumbre de la noche de bodas, con marido oficial ya autorizado e himeneo legal. O corno lo decían los manuales de mujeres piadosas: “inmola tu virginidad en el sagrado altar del matrimonio.” Es un desvirgamiento protegido por leyes y bendecido por iglesias que le da al acto la solemnidad de lo que nadie desaprueba. Sin embargo no todas quieren esperar a la luna de miel para probar aquello. No las culpo. Antes el himeneo se realizaba a los catorce años; ahora para casarse hay que esperar, qué sé yo, a los veinte, a los treinta, aun más tarde. Y dejar que por decenios sólo la imaginación tenga conocimiento, puede llegar a hinchar demasiado sueños y pensamientos.

¿Con quién hacerlo, pues? ¿Con el querido novio? ¿Con un amigo comprensivo? Con un primo en vacaciones? ¿Con un desconocido que no exija consecuencias? ¿Con el hombre que ames desesperada o esperanzadamente? ¿Con uno que no importe demasiado pero que sirva para salir de esto? Amiga, no lo sé. Mujeres han probado todos estos remedios y la respuesta es parecida en todas: nada del otro mundo. Lo preferible, aunque escasea la feliz circunstancia, es hacerlo con amor y siendo amada, pero no siempre se puede esperar a tan escasa coincidencia.

Evita, por supuesto, al bruto y al violento. Evita al memorioso puritano que toda la vida te sacará en cara el tonto orgullo de haber sido el primero. Saca el cuerpo, también, a quienes tengan una edad muy alejada de la tuya. Es bueno que la emoción y la experiencia no sean muy distintas. El asunto, en realidad, no es nada trascendente. Recuerda el aforismo de aquel sabio: “el ideal de la virginidad es el ideal de los que quieren desvirgar”. No es tuyo, temerosa doncella, no es de amables donceles, es de machos prepotentes.

He estado consultando manuales y tratados para aconsejarte en lo que has de hacer después del parto.

Hay a tu lado, de pronto, un ser gimiente. Tiene hambre y exige. Por algo le dirán infante y lactante: no habla y pide a gritos lo único que quiere: leche. Como alguno dc tus amantes, hay otro enamorado de tus pechos.

El muy sabio rey don Alfonso ya lo sabía, hace siglos: dcbes tú misma amamantar tus hijos. Nada de biberones y nodrizas, nada de teteros, que para eso la providencia te dio no una sino dos fuentes de cándida leche en los henchidos pechos. Pero si por desgracia tienes que usar nodriza, escucha este consejo del sabio soberano: “Las unas han de ser sanas, y bien acostumbradas, e de buen linaje, ca bien así como el niño se govierna, e se cría en el cuerpo de la madre fasta que nace, otrosí se govierna, e se cría del ama desde que le da la teta fasta que gela tuelle, e porque el tiempo de la crianza es más luengo que el de la madre, por ende no puede ser que non reciba mucho del contenente, e de las costumbres del ama.”

Así que ya sabes a qué atenerte, tu hijo ha de ser como aquella que te lo cría. Ojo pues con tus niñeras y nodrizas y mucamas; de ellas bebe el infante lo que será cuando hable.

Creíste haberlo amado alguna vez. Mejor dicho lo amaste. Pero ahora, sólo pensar en él te produce escalofrío, repugnancia. Fue como amar un guerrero en armadura de la que sale, de repente, la floja gelatina viscosa de un ser abominable. Cómo fue posible que yo, esta de ahora, haya querido alguna vez a semejante…

Cómo vivir con este recuerdo perfumado de rabia. Lo malo es que todavía, de vez en cuando, te vuelve a la memoria su coraza vacía, su carne de molusco. Y tú quisieras poder sumar todas las miserias y pequeñeces de ese mequetrefe disfrazado de héroe para adquirir la perfecta indiferencia, para no pensar ya nunca más en él o pensarlo como se piensa en que se te olvidó comprar la jalea para el desayuno, Sin odio, sin temblores, sin ganas de venganza.

Una hechicera de los páramos del altiplano, una altiva hechicera, me dio una vez la receta para disolver el recuerdo disgustoso de un mal amor pasado. Para cancelar esa oprobiosa memoria, al parecer, se requiere volver a la sevicia de los rituales salvajes y, como en ellos) es necesario hacer violencia a un animal inocente pero, como el recuerdo, repugnante.

Habrás de conseguirte una babosa, un caracol sin concha, mejor dicho. Una de esas que después de la lluvia se pasean parsimoniosas por el suelo, dejando una estela de baba espumosa que da bascas, como el recuerdo de aquel. Pondrás la babosa sobre un pañuelo de lino de color pastel y cogerás un puñado abundante de sal fina. Echa la sal sobre la babosa y aprecia cómo empieza a retorcerse y entre retortijones a disolverse en nada. No mires más, ata el pañuelo y entiérralo veinte centímetros bajo tierra. Con la babosa disuelta en sal se disolverá también ese asqueroso recuerdo.

No he probado jamás esta receta, pero la risueña sacerdotisa de los páramos me aseguró su eficacia.

Pocos conocen y menos reconocen la eficacia de la cura que pasaré a explicar. Pero es, quizá, la única receta que jamás decepciona. He querido llamarla la cura del rostro, porque no hay quien no tenga en la memoria un grupo no muy grande de caras que, a su vista, producen alegría.

El rito del sosiego es el siguiente. Dos sillas y una mesa, un paté de hígado de ave, tostadas de pan fresco y trigo íntegro, una botella helada de vino de Sauternes, y frente a ti la cara del amigo, de la amiga, el rostro que conoces, uno de esos que con solo verlos nos devuelven la calma.

El paté, a los amigos, les recuerda que son carne. El pan no los deja olvidar que todo nace de la tierra y todo a ella vuelve. El espíritu del vino de Sauternes aviva lo que más nos hace vivos: la posibilidad de unir dos pensamientos.

Quiero decirte ahora de un arte muy antiguo: el arte fisiognórnico. Lo debes cultivar desde muy pronto pues sólo la experiencia te ha de guiar sin tropiezos por el conocimiento de la gente a través de los signos de su cuerpo. Tal vez sin darte cuenta ya ejerces esta ciencia cuando, al ver una cara, haces una hipótesis del que la lleva. Si lo piensas bien verás que cada rostro revela su propia historia; incluso los mejores actores no pueden ocultar las huellas que la vida va cavando en su cara.

Todo el cuerpo nos habla del dueño de ese cuerpo. La forma del cráneo, que tan a fondo estudiaron los frenólogos, no es una clave unívoca y nítida, pero tampoco tan oscura como para no decir nada. Fácil es descartar las frentes muy estrechas, pues ¿qué han de contener menos de tres dedos de materia gris entre el final de las cejas y el comienzo del cuero cabelludo? Evita las cabezas muy pequeñas pues la oligofrenia indica ya la pequeñez de espíritu.

Unos ojos muy separados, unas cejas ausentes, un labio superior que se aprieta sobre el de abajo hasta desaparecer, un cuello demasiado corto, las uñas carcomidas por los dientes, una gran panza, la obesidad del insaciable, la enjutez seca del delgado en extremo, los pies enormes, el arco sospechoso que forman las dos piernas A todo esto y mucho más has de mirar con cuidado y también a la forma de vestir pues como dijo en su Partida Segunda don Alfonso el Sabio, “vestiduras facen mucho conoscer a los homes por nobles o por viles”. En un sector de tu memoria encontrarás avisos que te ayuden a interpretar estas características. Atiende a esos avisos, confía en ti, no te vayas detrás de lo que te inspira asco, tristeza, desconfianza; no trates de vencer lo que crees prejuicios y en cambio son oscuros signos del pasado de tu especie.