¿No mejoran los platos de tu casa cuando él viene? ¿No perfumas sus sábanas como si hubieran de acoger más un abrazo que un sueño?

Para ese huésped, al que acaso no te entregarás nunca en acato a las costumbres de tu pueblo, puedes preparar algún manjar que lo deleite; o algo que le done la misma languidez que tú percibes debajo de las faldas.

Yo tengo la receta. Es cocimiento simple de efecto duradero, pues el sabor se impregna y se demora dentro de la boca, de la misma manera que en los labios del huésped que te gusta se tarda la sonrisa. No es mi plato vulgar artimaña para seducirlo. Es tan sólo un espejo, un instrumento para que en él se refleje el mismo abandono tenue que tú sientes.

A base de un banalísimo volátil está hecho y tiene un nombre que tendrás que excusarme, dadas las circunstancias: el pollo a la cocotte. Cocotte, cocotte, ¿eres una coqueta? Poco tiene de malo, a veces hay que buscar en los ojos de terceros una confirmación; es como consultar con un espejo, en este caso los ojos de los hombres, si aún conservas un cuerpo una mirada un alma deleitables.

La víspera de la llegada de tu huésped pondrás el pollo despresado a marinar. Y tendrás lista mantequilla, tocineta, jamón, laurel, tomillo, sal, pimienta y orégano. Tres manotadas de champiñones frescos, una copa de vino claro y nuevo.

Doras en mantequilla las presas por un lado y luego por el otro; de buen color lo sacas y allí mismo fríes cuadritos de jamón y tocineta con las yerbas que dije y con los hongos. Añades luego dos tazas de agua fría y a fuego lento (con el perol tapado) dejas que el agua se reduzca a la mitad. La copa de vino y las presas de pollo se mezclan con la salsa, esperas cinco minutos y llevas a la mesa.

¿Quieres darle a tu huésped un plato menos fácil? No, mira que ya con éste será difícil sacártelo de encima. No exageres. El más ameno huésped que te enciende, cansa. Si no te cansa y si después del pollo sucede algo que no debo decirte pues por ti misma podrás darte cuenta, huye con él, no vuelvas.

No es fácil el consejo cuando de alcohol se trata. Por completo he desistido de intentar decir algo a los varones; ellos creen saber, siempre, lo que más les conviene y no admiten apuntes de ninguna especie. Son borrachos impúdicos o impúdicos abstemios, cuál de las dos especies más nefasta.

La mujer triste, a veces, quiere buscar en el alcohol consuelo. La comprendo: hay a veces después de los espíritus una euforia ligera que aligera las penas. Pero si eres prudente seguirás algún método; no has de ceder al licor el timón que te maneje. Que no te dé el impulso de entregarle el gobernalle a tan poco prudente consejero.

El sabio y alquimista Paracelso, dijo que el alcohol era la esencia o el espíritu del vino. Pero notó que esta alma de la bebida de Cristo, adquiría colores diferentes, como las almas de todos los hombres, según parece, antes del purgatorio. Aprende, pues, antes que nada, a mirar los colores. Discrirnina. Hay aguardientes blancos tan puros como el agua cristalina. En esta su confusa condición revelan su alma: líquido traicionero el que sin serlo se parece al agua. Evita pues bebidas cristalinas. De éstas beberás, una copa, solamente en dos casos: si más frío que el hielo no se hiela, o si es de una textura tan espesa que fácil se distinga del primer elemento.

No es el whisky bebida que mucho te aconseje. Sus mezclas amarillas no convienen al pecho en la aflicción. Sin embargo, siendo de single malt, y de aguas escocesas o de Irlanda, puedes tomarte un par de decilitros. Pero iio en cualquier caso: hazlo tan solo cuando te veas en la obligación de mentir con impudicia; el whisky cia una cara tan dura que facilita la mentira. Más seria que un tramposo, parecerás de yeso y todos te creerán.

La fruta irreemplazable para el alcohol benigno es esa que en la misa llaman fruto de la vid y del trabajo, la bebida litúrgica. Aprende a distinguir sus derivados.

El vino blanco no es de tal color, eso lo sabes bien. Hallarás entre ellos los tonos verdecinos, los pajizos, los tenues amarillos, los que tienen un toque naranja casi imperceptible. Pruébalos, intenta conocerlos y conocerte en ellos. Siente y ausculta al día siguiente, en tu cabeza, los rastros de su paso por tu cuerpo. Hallarás el color que mejor te convenga. Cada caso es distinto, no hay

receta que sirva a todos los pacientes.

También el vino tinto tiene tonos variados. Los hay oscuros noche, oscuros sangre, oscuros de violento violeta arrebatado. Los hay más claros como moras disueltas, los hay rosados de distintos aspectos. Es trago muy seguro, salvo que la tiamina te produzca irritación o pesantez en la boca del estómago. Si alguna vez se inventa una bebida de amor, será con vino tinto.

Champaña, brandy, cognac, aguardiente de vino… Todos tienen su día señalado.

El ron de caña de nuestras Antillas es bebida calentadora y de buen gusto. Lo hay blanco, que es asaz aromático y, corno ya sabemos, no lo has de beber solo, sino mezclado con algún zumo dulce o incluso con alguna de esas bebidas de artificio que embotellan por millones. El añejo y de color ambarino es estupendo para tomarlo solo, incluso como brandy. No creas que por ser de nuestras tierras y tener bajo precio es de poca categoría. Fíjate, no lo hicieron los británicos en sus batmosas islas únicamente porque allí no se ha dado la caña, que de lo contrario… Pero inventaron su nombre y sus propiedades para entregarlo como consuelo a sus

Piratas. El whisky lo inventaron porque no pudieron hacer nada mejor; el ron de sus colonias lo usaron para conquistar el mundo con sus barcos. Con hielo y gotas de limón, el ron descubre sus mejores atributos, pero corno con todos los licores de alto grado, tómalo con cautela, sin pasar de tres vasos cada vez.

Muy sana es la cerveza, y expulsa por la boca su propia flatulencia, Espuma has de sacarle sin que supere el borde de tu jarro. Las hay rubias, morenas, rojizas y negrizas: de los mismos colores que las razas humanas con climas invertidos. Más convienen las rubias en el trópico y las oscuras en las tierras boreales. La cerveza, además, mantiene en ejercicio la vejiga: cuida de no pasarte.

Muchos inventos hay que elevan sus efluvios a la testa. Poco puedo decirte: mira el color, lo espeso, lo dulce o seco del producto. Ningún alcohol te tragues con la avidez del agua que puede permitirse a los camellos sitibundos al final del Sahara; prueba, aguarda, sopesa: encuentra tu camino y tu medida. Domínalo y domínate, sigue mandando sobre tu propio cuerpo. Si la euforia se lleva la conciencia de tus actos, si no puedes parar cuando algo te lo indica desde adentro, no te aficiones mucho: hazlo una vez al año.

La mujer grávida anda llena de antojos, y excelente cosa es hacer cuanto en tu mano esté para satisfacerlos. La embarazada halla también definidas y pertinaces repugnancias que si no desaparecen al tercer mes después del parto, luego ya durarán para toda la vida.

Cuando un antojo no se puede satisfacer -pues a veces los caprichos no coinciden con estaciones, tiempos y cosechas- se puede preparar un sustituto universal que no reemplaza el antojo, pero atenúa el ardor por comerlo ahora mismo. Consiste en lo siguiente:

No ha de decirse a la grávida lo que está comiendo. Ella no quiere cocinar; no quiere ver carne cruda (la cocida se la evoca), ni colores fuertes, ni olores picantes, ni aromas seductores. Haz, entonces, lo siguiente, en

Pon a hervir un litro de agua. Déjalo enfriar. Congélalo. Dale a la grávida el hielo: es lo único que nunca le repugna; es lo único que hace que olvide sus antojos por un rato.

Si después del hielo el antojo persiste y no es posible satisfacerlo, chamanes hay que recomiendan (aunque yo desconfío de sus sugerencias) que la mujer se pasee desnuda por la casa, muy despacio, cantando una canción que se sepa desde niña, cubriéndose el pecho con el brazo derecho y el vientre con el izquierdo.