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Después de la carretera el pueblo apareció muy blanco con sombras bien marcadas en las esquinas y más lleno de vida que de ordinario.

Al terminar la misa, Eugenio Soto y otros oficiales se reunieron con sus familias. Todos juntos fueron al café del Casino donde tenían costumbre de tomar un aperitivo. El café tenía un toldo a rayas y grandes ventanas abiertas a la sombra del toldo. Las mesitas de fuera estaban llenas de jovencitas con sus madres y en cada mesa había un novio hablando al oído de una de aquellas jóvenes. Martín pensó que aquello era el amor. Y lo encontró aburrido.

Dentro, en el café, dominaban los hombres, y dominaban los uniformes sobre los trajes de paisano. Las señoras se agruparon alrededor de dos mesas. A Martín lo instalaron en otras mesas con niños pequeños y con Mari Tere. Al fondo del café estaba el padre entre un animado grupo masculino charlando y bebiendo vermuth. Olía a vermuth y a aceite malo en el café del Casino.

Un camarero pálido, con chaquetilla blanca, puso delante de los niños refrescos coloreados que tenían un sabor ácido y dulzón. Martín no pudo resistirlo. Se levantó de la mesa. Miró hacia el padre allá lejos y Eugenio le hizo señas de que se acercara.

Martín fue presentado al capitán y a don Clemente el médico, que era un hombre con cara alargada, bigote finísimo y sienes grises. Eugenio hizo que su hijo besase la mano de dos sacerdotes y luego se olvidó de él. Todos aquellos hombres siguieron hablando a gritos, sin apenas interrumpir la conversación para mirarle. Él no sabía qué hacer, pero concluyó por sentarse casi furtivamente cerca de ellos.

Varias conversaciones se cruzaban entre los contertulios. Los ojos de Martín iban de unas caras a otras caras; las de los oficiales estaban curtidas por la vida al aire libre. El capitán y otro oficial hablaban con los curas. Uno de estos curas era viejo, fuerte y malhumorado. El otro era muy joven, de una palidez ascética y ojos de iluminado.

El padre de Martín -de espaldas a Martín- hablaba con don Clemente el médico y con otros militares. Las conversaciones subían, cruzándose unas con otras sobre el barullo del café.

– Usted ha salido del seminario, don Francisco, completamente inocente, permítame que se lo diga. Aquí don Manuel me dirá si no tengo razón. Las putas, con perdón de usted, son un mal necesario.

– También los esclavos parecían en otro tiempo un mal necesario, capitán.

– No hay quien resista el empuje de la Luftwaffe.

– Sin los carros de combate la aviación no sería eficaz. Se ha demostrado que la artillería…

– Usted cree que los hombres dejarían de ser hombres si no existiesen, con perdón, las putas. No me haga reír, don Francisco.

– Don Francisco es un insensato. Con el trabajo que tenemos, ahora le ha entrado la obsesión de pensar en esas desgraciadas.

– No será pecaminosa esa obsesión, ¿eh, don Francisco?

– Métase usted cartujo, hombre. El escándalo público no puede ser tolerado en la casa de Dios.

– Con la entrada de Mussolini en la guerra, el Mediterráneo tiene que cambiar de aspecto. ¡Menuda base aeronaval ha encontrado Hitler en la península italiana!

– Usted no quiere comprenderlo, don Manuel. No puede haber mujeres marcadas como animales para la venta. En un país católico, después de una cruzada, no y no.

– Me apuesto lo que quiera por el papel que juega Libia en la faena.

– La cartilla, don Francisco, es una simple cuestión de higiene. No puede suprimirse.

– Hitler quiso terminar la guerra en seis semanas, pero la cosa está prendiendo como una chispa en un polvorín.

– ¿Usted cree, Soto, que podremos salvarnos de entrar en el conflicto?

– Tenemos que ocuparnos de otras cosas más importantes que de esas desgraciadas. A pesar de los frailes yo no doy abasto en la parroquia con las confesiones y las comuniones. Usted dirá si en plena Misa Mayor iba yo a dar el escándado de una comunión a una mujer que todo el mundo conoce como dueña de una casa de ésas.

– Esas casas son las que deben desaparecer.

– ¿Qué opinión tiene usted de los italianos, Quintana?

– Que me dejen a mí de italianos. Ya los probamos bastante durante nuestra guerra.

– Yo no me siento capaz de negar la comunión a nadie. Pero estoy hablando de otra cosa. Estoy hablando de esa vergüenza…

– Qué quiere usted, ¿que se confundan con nuestras hijas? ¿Que los hombres no sepan a quién tienen que respetar?

– ¿Por qué no les dan cartilla a los hombres que van a casas de ésas?

– Don Francisco -dijo la áspera voz del cura viejo- cambie de conversación, por favor. Hay un niño escuchando.

Martín se estremeció con la larga y dolorosa mirada del cura joven sobre él. El capitán también se volvió para verle. Sofocado, con las piernas temblorosas, Martín se levantó y luego echó a correr entre las mesas, el ruido, el humo de los cigarros, el olor a vermuth, hasta apoyar las manos en el borde del ventanal que abría a la plaza y respirar allí.

La sensación de sobrar en todas partes se apoderó de él. Se sintió como una especie de fenómeno con pantalones cortos y piernas largas en un mundo lleno de novios que se miraban a los ojos, de niños que jugaban entre las mesas, de mujeres que hablaban de criadas y de partos, de hombres…

A ninguno de estos grupos pertenecía Martín. En ninguno podía entrar. Entre las mujeres y los niños se sentía asqueado y los hombres le rechazaban. No podía hacer otra cosa que dibujar, dibujar siempre.

Martín dibujó hasta el jueves. El jueves, día marcado para aquella discutida recepción de Eugenio y Adela, la vida de Martín tuvo un giro imprevisto y se salió de aquel interés de las caras de los hombres y de las mujeres, de la vida del pueblo que comenzaba a adivinar, y hasta de su necesidad de dibujar continuamente.

III

Nunca se explicó Martín por qué tuvo que ser el jueves precisamente, ni por qué aquel jueves le dejaron solo en casa, a media tarde, con el encargo de cuidar de que ningún gato entrase en la cocina donde estaban las fuentes de empanadillas y croquetas, pescado frito y huevos rellenos, tapadas con paños blancos.

Se quedó solo en la casa y en el jardín. Hasta la caseta del perro estaba vacía. El perro se lo había llevado el asistente para entrenarlo -según explicó a Martín- en vistas a la próxima temporada de caza.

– Nene, si te aburres riega los geráneos… Pórtate bien, ¿sí? No te comas nada, que he contado las cosas.

Adela se marchó en la tartana. Martín se encogió de hombros cuando la vio desaparecer. Adela le irritaba mucho. No es que la odiase, pero le irritaba. Y no pensaba regar los geráneos, naturalmente.

Era media tarde y no sabía qué hacer. Al fin se acercó al pozo y lanzó el cubo hacia la hondura hasta que notó que se hundía en el agua y que pesaba. Lo alzó lentamente con ayuda de la polea, lo sujetó con esfuerzo cuando llegó al brocal y vertió agua en la regadera. Sintió placer al salpicarse de agua el traje limpio y las sandalias. Las sandalias eran ahora como las de un franciscano porque el asistente las había cortado por las punteras con una navaja. Así los largos dedos de Martín salían libres. Parecían los de un Cristo románico.

En aquel momento le pareció sentir «el acecho». Ningún silbido, pero sí «el acecho». Alguien vivo, mirando. Apretó los dientes y no quiso desconcertarse como otras veces. No quería inventarse personajes inexistentes, como en sus noches de niño cuando la abuela tenía que entrar en su cuarto para tranquilizarle. Estuvo a punto de decir para sí mismo aquella palabra que empleaba siempre su padre: «coño». Quiza fuese un alivio pronunciarla. Pero recordó que no sólo su padre empleaba la palabra. Todo el mundo decía eso cuando estaba enfadado. Hasta Adela. Él no necesitaba ese alivio. Prefería callarse si el taco en su boca tenía que resultar tan histérico y repugnante como en boca de Adela.