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Adela estaba casi en cada página, siempre con su quimono. A veces trozos de Adela: por ejemplo un pie gordo con la babucha moruna balanceándose en un pulgar monstruoso. Y cuando dibujaba a Adela de cuerpo entero, siempre le salía aquel vientre enorme que guardaba al hermano. Y sin embargo Adela no tenía aquel vientre. El hermano no se notaba aún.

Junto a Adela aparecían pistolas y banderas, niños falangistas desfilando con sus correajes y sus boinas de requeté sobre la camisa oscura. Después del domingo empezaron a verse en el álbum muchos curas. Manchas negras de sotanas con un fondo de calles del pueblo. La silueta de un soldado y la silueta de un cura. Un tricornio de guardia civil y una larga sotana.

Casi todo el álbum quedó lleno en diez días, los diez primeros días de la estancia de Martín en Beniteca. Después, Martín, allí en Beniteca, no volvió a dibujar más.

En aquellos diez días ocurrieron muchas cosas que no registró para nada el lápiz de Martín. Por ejemplo aquella sensación que él llamaba «el acecho». Una sensación de ser observado, seguido incluso, que le distrajo de sus penas. Quizá fue lo único que logró distraerle del pensamiento de la Batería, que era como un mundo perdido, para siempre, desde la prohibición de su padre de que pusiese los pies en él.

Precisamente estaba pensando en estas cosas la primera vez que oyó el silbido misterioso. Estaba Martín de bruces sobre su cama, en calzoncillos, con la luz apagada entre el resplandor suave y el alivio de la noche que entraba por la puerta abierta de la azotea.

Había sonado ya el toque de silencio. El cri-cri de los grillos se paraba a veces. Entonces algo crujía en el mundo, quizá los secos pinos de la finca de al lado, quizá las estrellas. Y de repente, Martín oyó un silbido.

Se incorporó con los oídos en tensión. Carreras, voces… No eran rumores nítidos, sino algo misterioso y oscuro. Pero parecían pasos de verdad, muy cerca. Martín salió a la azotea y se inclinó hacia el jardín. En el jardín estaba el perro, pero no eran sus pisadas duras lo que Martín había oído. En aquel momento el perro empezó a ladrar corriendo hacia la parte trasera de la casa; otros ladridos lejanos le contestaron. Un silencio y otra vez aquel silbido.

Martín, inclinado ahora en su azotea hacia la sombra de los pinos, no pudo ver a nadie.

La segunda vez fue en la playa. Parecía venir de las dunas el silbido. Martín, cegado por el sol, corrió a las dunas. Nadie. A un lado kilómetros de playa con la arena reverberando al sol hasta Beniteca; al otro lado el promontorio del faro, también envuelto en aquel velo tembloroso de la luz.

La última vez -había pasado ya el domingo- Martín subía desganado el camino del faro en compañía del perro. Se detuvo creyendo oír cuchicheos y risas y hasta aquel silbido que ya conocía, pero más débil y lejano.

– ¡Busca -dijo Martín-, busca, Leal !

El perro emprendió su carrera hacia arriba entre las rocas. Un ave oscura salió en un torpe vuelo por encima de una peña y Leal la persiguió con ladridos. Luego volvió, la lengua colgando, los tristes ojos ribeteados de rojo, interrogando a Martín… Nadie. No había nadie. Martín se creyó loco. Tan desplazado se sentía que inventaba un interés de fantasmas hacia él.

Además de «el acecho» sucedieron otras cosas. Adela hizo que Martín la acompañara una tarde. Subieron juntos a una tartana que conducía un tartanero viejo y de la que tiraba un caballejo escuálido. Fueron al pueblo y las calles del pueblo le parecieron vacías a Martín, con la sombra del caballo en el empedrado.

Entraron en una casa grande, con patio, con salones en el piso de arriba. Era la casa de don Clemente el médico. La mujer de don Clemente estaba en un salón oscuro, vestida de negro entre otras señoras vestidas de negro. Había un sacerdote vestido con su sotana negra en la oscuridad del salón.

Dijeron algo del hijo de la señora que en aquel momento no estaba en Beniteca, lo que era una pena, pues hubiese sido un buen compañero para Martín. Vino una criada y se llevó a Martín al huerto. Allí le dieron al chico una pastilla de chocolate y el lujo de un trozo de pan. A pesar de que Martín siempre tenía hambre, a pesar de que no tenía ganas de estar en aquel salón oscuro de arriba, se sintió humillado por haber sido conducido al huerto.

Porla noche el padre preguntó a Adela que si vendría la mujer de don Clemente para la reunión del jueves.

– No. ¿Cómo va a venir? Está de luto. Mejor, ya somos muchos. Don Clemente sí que vendrá y yo estoy desesperada, Eugenio, estoy desesperadita con todas esas sanguijuelas que se van a comer lo mío. Como si no tuviéramos bastante con el nene para meternos en más gastos. No quieres que venga mi madre por no hacer gastos y me obligas a preparar una merienda para todos esos gorrones.

– Coño, Adela, eso está resuelto, tenemos que cumplir; todos los compañeros nos han invitado. Después no hará falta invitar más.

– ¿Y con qué termino el mes? ¿Sabes a cómo está el aceite?

– No voy a saberlo, coño, si el capitán se está quedando calvo de tanto pensar en la comida de la tropa.

Esto fue el preludio de una disputa terrible entre el matrimonio. Martín, en su inocencia, tuvo aquella noche la esperanza de que fuese verdad la amenaza de Adela de marcharse con su madre.

Aquella esperanza fue alimentada en la sombra del cipresillo, junto al fresco brocal del pozo, mientras Martín se tapaba y destapaba los oídos que recogían irregularmente los gritos que llegaban de la casa. Pero se terminó un rato más tarde durante la cena.

Adela tenía los ojos hinchados de llorar. De cuando en cuando suspiraba, pero después, misteriosamente, sonreía.

Eugenio, con la camisa desabrochada, la cara roja, erguido en su silla, tenía un aire singular de gigante en tensión.

Adela sirvió a Martín un plato de gazpacho y el chico empezó a tomar las cucharadas mirando solamente hacia el hule de la mesa alrededor de su plato. Oía los fuertes sorbetones de su padre a cada cucharada. Y de pronto el cubierto del padre cayó al suelo y Eugenio apartó la silla al levantarse. La mano del padre estaba sobre el hombro de Adela cuando Martín los miró boquiabierto.

– Largo, Martín, a la cama.

Le ardieron las orejas al chico. El padre estaba empujando a Adela hacia el pasillo que conducía a la alcoba.

– ¡Largo, arriba! A la azotea, coño.

La mitad de la cena quedó sobre la mesa. Martín, en su cuarto, se desvistió a oscuras. El estómago hambriento le mordía como un perro. Notaba el corazón en la garganta y en las sienes.

El domingo, Adela prohibió a Martín que bajase a la playa y le dio estropajo y jabón para que fregase sus rodillas y sus orejas. Le hizo ponerse los pantalones blancos, la camisa planchada, la corbata, los calcetines y los zapatos.

A Martín los zapatos le quedaban pequeños y Adela dijo que tenía que aguantarse, que no iba ella a comprarle zapatos sólo para un verano. Le compraría alpargatas si acababa de romper las sandalias que usaba a diario, pero nada más.

El dolor de los pies caracterizó el domingo por la mañana como todos los domingos de aquel verano.

Adela, perfumada con esencia de violetas, llevaba su mantilla de encaje, su rosario y su libro.

Martín vio pasar a la tropa en formación por la carretera camino del pueblo, un rato antes de que Adela y él comenzasen a aguardar sentados en el porche. El fijador con que Martín se había embadurnado el cabello se le secó en seguida con aquel calor y el pelo del chico se levantó apelmazado, formando una especie de cresta de gallo.

– Nene, mientras más te arreglas más feo estás.

Les vino a buscar la mujer del capitán con su hija Mari Tere. Vinieron en un automóvil color caqui que esperó en la esquina de la calle. Mari Tere era una niña alta, con el cabello suelto. Una niña ya mayor de once o doce años que sonrió a Martín al hacerle sitio a su lado, junto al artillero que conducía.