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Carlos jadeaba un poco, la camisa suelta del todo, abierta del todo ahora sobre el torso joven y tostado por el sol. Sonreía. Empezó a tantear los muelles de la cama y se sentó en ella. Así sentado, con las piernas muy rectas empezó a saltar. Un salto seguía a otro. La cabeza de Carlos subía y bajaba tapando el crucifijo colgado en la cabecera de la cama y volviendo a dejarlo al descubierto.

Martín se fijó en Anita.

Anita aparecía reflejada en el espejo del tocador, entre las velas eléctricas encendidas y era otra Anita. Una Anita femenina y desconocida. Los grandes, singulares ojos de Anita, no eran oscuros ahora, sino de color ámbar claro, más claro que su piel, pero llenos de reflejos rojizos. Un gesto de placer y de vanidad satisfecha llenaba aquella cara. La mano de Anita, pálida y pequeña, tomó la gran borla de los polvos de Adela y empezó a empolvarse la nariz una y otra vez hasta dejarla completamente blanca. Ella parecía entusiasmada de este arreglo. Cogió el perfumador y empezó a apretar la pera de goma perfumándose el pelo y el escote mientras el aire se llenaba con aquel olor a violetas sintéticas, fuerte y pegajoso. Y ella, encantada.

Tan abstraído estaba Martín que no oyó los pasos de Adela hasta que la tuvieron encima, hasta que entró en el recibidor hablando con sus amigas. La oyeron todos a la vez. Carlos saltó hacia la ventana, pero se detuvo para esperar a Anita. Anita lanzó una exclamación de pánico al caérsele el perfumador al suelo.

– Zut! -dijo-, zut!

Martín tuvo una rápida visión de su espanto, que resultaba cómica en aquella cara de payaso llena de polvos. Pero saltó rápidamente por la ventana y desapareció. Carlos estaba saltando aún cuando entró Adela.

De esta manera tan sencilla, los Corsi, descolgándose por el muro se metieron en la vida de Martín, y Martín recibió unos cuantos coscorrones y una bofetada por culpa de ellos y se quedó sin cenar la noche de los invitados.

Cuando Martín corrió hasta su cuarto escapando de un puntapié de su padre, gracias a que los amigos de Eugenio lo sujetaban, iba profundamente aturdido, pero no asustado. Eugenio le juró ajustarle las cuentas y darle una paliza soberana más tarde. Pero no se sentía asustado. Tenía la cabeza muy clara, extraordinariamente clara, según le parecía. Está era la palabra que ellos empleaban: ¡extraordinario! «Poule mouillée»… ¿Conque gallina mojada, eh? Vaya una expresión estúpida. ¿Eran franceses los chicos? A pesar de que se insultaban en francés, a Martín no le parecían franceses. Poule mouillée, ¡tenía gracia!. Sentía no haber luchado con Carlos. Deseaba luchar con él. Tenía la impresión de que a pesar de ser Carlos más alto y más fuerte él le vencería. No para humillarle, naturalmente, sino para hacerse admirar. Su deseo era tan fuerte que le ayudaría a vencer.

Un calor muy grande llenaba el cuerpo de Martín. Se quitó las sandalias y la camisa y anduvo por la azotea fingiendo un match de boxeo contra el aire cálido de la noche y al fin terminó cansado. Se asomó jadeante hacia los pinares. Ni un soplo de aire conmovía a aquellas ramas. Ni un silbido en la quietud. Una luz, sí, allá, en el centro de la pinada, la luz de una ventana en la que nunca se había fijado. Allí vivían Anita y Carlos. ¿Cómo había exclamado Anita cuando cayó al suelo el perfumador? Zut! A saber qué idioma era. Todo lo demás le parecía francés y, desde luego, de alemán no sabían los Corsi una palabra.

Poco a poco la excitación fue cediendo. No tenía idea de la hora. No había oído la corneta de la Batería ni para la retreta ni para el silencio, y sin embargo allí estaba la noche rodeándole con todas sus estrellas, con toda su plenitud. Y los invitados de abajo ya habían acabado de cenar, puesto que ahora oía a las señoras charlando bajo el porche mientras que las voces de los hombres continuaban en el comedor.

Y él estaba cansado, muy cansado. Empezó a desear que todos los invitados se marchasen y que el padre subiese, al fin, a darle la paliza prometida. Pensaba aguantarla a pie firme, sin rechistar. Poule mouillée… ¡Ya verían! Deseaba llevar marcada la cara cuando encontrase nuevamente a sus amigos. No sabía por qué, pero lo deseaba. Nuevamente se inclinó hacia las voces de abajo. Una mujer decía: «Si quieres te enseño a hacer una mañanita para recién nacida. Es una monada».

Y Adela contestó: «Yo no quiero niña. Mi mamá me escribió que por las cuentas yo tendré un varón».

Después las mujeres hablaron todas a la vez como siempre ocurría. Martín bostezó. Una voz masculina llegó desde la ventana de abajo: «Veinte en copas».

Martín se echó en su cama. Al otro lado de la cama, abierto en el suelo, estaba el álbum de dibujo. El chico, las manos cruzadas bajo la cabeza, se fue adormilando.

Se espabiló con cierta angustia al marcharse los invitados. Oyó sus voces y sus pasos calle adelante. Los pasos del padre y de Adela en el jardín, luego la voz de Adela:

– La cursi esa de la comandanta tiene a menos venir a las reuniones.

Después cerraron las maderas.

Martín escuchaba. De pronto se oyeron nuevos gritos de Adela; llegaban clarísimos a pesar de las ventanas cerradas.

– ¡Mi perfume, huele, huele, Eugenio, todo el perfume desperdiciado! Asquerosos, sinvergüenzas… La Guardia Civil tenía que echar a ésos de la casa del inglés. ¡Mal rayo les parta! Y al escuchimizado de tu hijo también.

– ¡Coño, calla ya con el perfume! Ya se comprará otro. ¡A dormir, coño, a dormir que no es para tanto!

El perfume debía de llenar toda la casa. Martín aún lo sentía en la nariz.

Pero el padre no subió a pegarle. Cerró las puertas y apagó las luces. Martín quedó en tensión unos momentos hasta que el gran silencio se apoderó de todo y poco a poco volvieron los ruidos de la noche a sus oídos, los grillos, los ladridos espaciados y también el olor, aquel olor del jazminero invisible que llegaba a ráfagas.

IV

Una cosa es dormir después de una tensión de alegría y de la temblorosa ligereza de una amenaza que se esfuma, dormir con un cansancio que estira los miembros y los relaja luego y otra cosa es despertar en el sofoco del sol de colores, teniendo la impresión de que se emerge del fondo de una pesadilla.

Aún no hacía demasiado calor, incluso una brisa ligera estremecía la superficie del ramaje rojizo de los pinos. Un piar de pájaros al sol, un mundo azul.

Martín bajó despacio hasta el piso. Escuchó el silencio y algún ruido lejano en el jardincillo delantero. La cocina estaba solitaria con el fregadero lleno de platos sucios. Las moscas nadaban en el sol y Martín tuvo que sacudirlas cuando se acercó a la mesa a buscar en el cajón unos mendrugos de pan. En un cesto, en el rincón, había tomates. Martín cogió dos de aquellos tomates y los deslizó en sus bolsillos, que se hincharon como los de un ladrón. Un trozo de papel de estraza con manchas grasientas le sirvió a Martín como bolsa para guardar un puñado de sal, y con todo este botín se escapó por la puerta trasera y se encontró en las dunas.

A pesar de aquel frío malestar en el estómago sentía hambre, como siempre, y los tomates con sal fueron engullidos nerviosamente.

«El miedo. ¿Qué es el miedo? Nada, una tontería.»

Martín, sentado en la playa mientras limpiaba sus dedos y su boca en el pañuelo, se vio de cuatro años o quizá menos, como una figurilla insignificante, moreno, con los ojitos relucientes. La abuela lo estaba peinando -volvía el olor del agua de colonia- y ni le hablaba de la vacuna, sino de que después de salir de casa de don Narciso el médico, la abuela y el niño irían juntitos a dar un paseo. Pero aquel Martín pequeño pensaba en la vacuna. La vacuna, para aquel Martín, era algo terrible, algo más espantoso que los fantasmas que se inventaba por la noche. Tenía su pundonor, sin embargo. Cierto que había gritado aquella noche y que la abuela -a escondidas del abuelo Martín- se había metido en su cama, estrechándolo contra su corazón para tranquilizarle. Pero la abuela no sabía que los gritos del niño provenían del profundo espanto que le causaba la palabra vacuna. La abuela no sabía nada mientras peinaba al niño antes de bajar a casa del médico. Y Martín le dijo de repente: