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II

Eugenio apoyó su pesada mano en la nuca del hijo, al salir a la carretera.

Martín llevaba la cabeza erguida, esforzándose en corregir la tendencia que le llevaba a hundir el pecho. Iban hablando padre e hijo, como buenos amigos. La cara de Martín resultaba radiante cuando salieron del Recinto entre las alambradas y los centinelas.

Eran más de las siete de la tarde y la luminosidad había bajado varias gradaciones. La instrucción táctica de los reclutas, presenciada por Martín, había terminado mucho tiempo antes. El padre tuvo tiempo de enseñar a Martín muchas cosas: distintas dependencias, el hogar del soldado, los dormitorios y sobre todo, los cañones que entusiasmaron al chico.

– Soy capaz de hacer un plano de la Batería, papá.

– Un poco dificilillo lo veo. Cuando vengas más por aquí, quizá.

Demasiadas cosas para un solo día. Martín contaba estas cosas con los dedos. Primero la sorpresa de despertar en la torrecilla de la azotea. Por la noche no se dio cuenta de que le rodeaban ventanas con vidrios de colores y al abrir los ojos se encontró con aquellos haces de luz azules, rojos y amarillos, cruzándose sobre su cama y cayendo sobre el suelo y sobre los baúles que guardaba Adela en aquel cuarto de la azotea. Luego, un atisbo de la vida de la casa en la mañana, una charla con el asistente en el jardín, una ojeada a la mujer que venía a hacer el lavado, una conversación con Adela somnolienta y bostezante con un quimono azul sobre su camisón de dormir. Mas tarde el descubrimiento de la verja trasera de la casa por la que salió directamente a las dunas, a la playa solitaria. En la comida, el anuncio de Eugenio de que aquella tarde le llevaría a la Batería.

La impaciencia le consumió en el torpor de la siesta, que le obligaron a pasar en aquel cuarto suyo lleno del sofoco del sol de colores. No quiso cerrar la puerta para oír mejor la llamada del padre y lo que oyó durante un rato interminable fue la sierra de las chicharras en los pinos cercanos. Y al fin, casi increíble, llegó el encuentro con la vida militar, un encuentro que a Martín le parecía definitivo: estaba deseando dibujarlo.

– Qué, ¿te ha gustado?

– Mucho más de lo que imaginaba. Oye, los cañones, ¿de qué marca son?

– Wikers.

– ¿Los habéis instalado nuevos ahora?

– Chico, ¿qué quieres decir con eso de nuevos?

– Pues eso; que brillan.

– Estaban aquí antes de la guerra ya. Alguno habrá hundido barcos durante la guerra. Barcos nacionales si quieres saberlo. Chaval… preguntas más que un cotorro y hace un calor del demonio.

Cuando llegaban ya a la casa Martín dijo que quería contarle todo a Adela y hubiera echado a correr si no le retiene el padre sujetándole por la nuca.

– Calma, chaval.

Martin miró a Eugenio sonriente. Le agradeció que le frenase, que le hiciese más hombre. Como la noche antes cuando al irse a la cama intentó dar un beso al padre y éste le detuvo.

– ¡Coño, no eres una niña para besuqueos! Si quieres, bésame la mano como yo hacía con mi padre. Los hombres no dan otros besos, es una porcada.

Y desde entonces Martín a cada instante se sentía más hombre.

Encontraron a Adela en el porche arrellanada en la mecedora con el mismo quimono que llevaba por la mañana, sobre el mismo camisón cuyos bordes aparecían sucios. Adela estaba llorosa y mordía su pañuelo.

– He tenido un desmayo, Eugenio, aquí solita.

Eugenio se asustó.

– Coño, Adela, ¿por qué no me mandaste un recado con Benito?

– No está Benito. Yo necesito que venga mi mamá. Desde que ha venido el nene tú no te ocupas de mí. Ya me lo dijo mi mamá: «Si te casas con un viudo con hijos nunca serás la dueña en tu casa». ¡Ay si me viera, si me viera aquí tan sola! Tú no vas a querer a mi hijo, lo estoy sintiendo.

– Coño, Adela, mujer.

Martín retrocedió de puntillas, se alejó por el jardín y empezó a silbar suave, suavemente, con las manos en los bolsillos.

El jardín no tenía muchos rincones. Había un cipresillo junto al brocal del pozo de agua salobre y algunas matas de romero. Mirando hacia la calle el gallinero quedaba a la izquierda y el muro de la finca de al lado y las matas de geráneos a la derecha; mirando hacia la casa resultaba al revés. Siguiendo a lo largo del rnuro de la finca del inglés, quedaba un espacio estrecho entre el lateral de la casa -donde abría la ventana de la cocina- y aquel muro. Junto a la ventana de la cocina subía un palo de la luz hasta más arriba de la azotea. Detrás de la casa estaba la puerta que daba a las dunas y al mar y junto a ella la casita del perro.

Martín se balanceó un rato en aquella verja. Estaba pensando en el recinto de la Batería. Quería dibujarlo.

«Este niño, tiene trazos casi geniales en sus dibujos.» Eran dibujos de trenes aquellos primeros dibujos: locomotoras grandes, vagones atestados con gente descolgándose por las ventanillas, niños rapados y encogidos como el mismo Martín y viejas acurrucadas junto a sus bultos, en un andén, esperando. Lo que importaba ahora no era pensar en esos dibujos, sino en los muchos que podría hacer sobre la vida militar.

Al cabo de un rato se aventuró hacia el jardincillo delantero. Asomó la nariz por la esquina de la casa y en seguida escapó corriendo. Eugenio y Adela seguían hablando a gritos.

A la hora de la cena todo estaba calmado. Adela recogió los platos y los llevó a la cocina arrastrando las zapatillas. Luego volvió a su mecedora que instaló esta vez junto a la ventana del comedor. Martín la vio bostezar y quedarse luego somnoíienta.

Eugenio había sacado la pistola, la escobilla, trapos blancos y grasa para limpiar el arma. Todo esto estaba sobre el hule. Martín se sintió fascinado por aquella pistola desde el primer momento. Le gustaba el olor de aquellos trapos manchados de grasa, se los llevaba a la nariz. Se acumulaban alas transparentes de hormigas voladoras sobre el hule. Estas hormigas daban vueltas alrededor de la luz junto a las mariposas nocturnas y después iban soltando sus alas.

Un hermoso silencio entre el revolar de los insectos, un silencio cortado sólo por las manipulaciones del padre con la pistola: pequeños golpes al dejarla en la mesa, chasquidos del cargador vacío. Martín deseó tener las manos fuertes de Eugenio en vez de las suyas estrechas, largas, renegridas.

Hasta que se oyó sonar en la lejanía el toque de silencio, disfrutó Martín de la paz del hogar.

Lo que no pudo imaginar es que no iba a volver ya, en todo el verano, a la Batería. Al día siguiente le ordenó su padre:

– Quédate con Adela. Adela no puede quedar sola.

Tragó saliva y se quedó en el jardincillo mirando cómo Benito, el asistente, preparaba el pienso para las gallinas. Después Benito se marchó llevándose al perro. Adela, sudorosa, abotagada después de la siesta, despidió a Martín.

– Me duele la cabeza, nene, me da mareo verte siempre a mi lado… Ve por ahí, haz lo que quieras.

No había otra cosa que hacer más que volver a vagar por las dunas o subir a la azotea a dibujar en la sofocante torrecilla. Martín decidió esto último. Dibujó muchas cosas de los artilleros y dibujó guardias civiles con tricornio y unos trazos caricaturescos de Adela: Adela bostezando con el escote abierto, Adela en quimono, con un vientre enorme, arrellanada en la mecedora.

Hacía tanto calor que le sudaban las manos, cosa que nunca le había ocurrido. Secó las flacas manos en la sábana de la cama y allí quedó la huella negra del carboncillo.

Al día siguiente, la misma pregunta:

– ¿Cuándo volvemos a la Batería, papá?

– Ya te diré yo cuándo. No quiero que dejes sola a Adela, coño.

– Pero si Adela no quiere que yo esté a su lado…

– No llores, coño, ya tienes mi estatura.

– No estoy llorando.

Dibujó mucho aquellos días. En sus dibujos salían cosas vistas en Beniteca y otras cosas que no sabía él mismo cómo aparecían allí al trazarlas su mano.