Изменить стиль страницы

Martín estuvo un rato en su cuarto durante la siesta diciéndose que estaba harto de aquellos necios de los Corsi y que se alegraba de perderlos de vista de una vez para siempre. Al mismo tiempo estaba tenso esperando oír la llamada de ellos. La llamada no llegó y, al fin, Martín tuvo que claudicar y se fue a buscarlos a la finca.

Estaban «ensayando» en la leonera de Carlos. Eso es lo que les pasaba. Por qué Martín sintió paz al entrar en la habitación de sus amigos, por qué se sintió aliviado de no haber ido a la Batería y de estar allí viendo las mismas cosas, los mismos gestos que había visto tantas veces a los Corsi, era cosa que no podía explicarse.

Anita interrumpió la representación y dijo que iban a empezar otra vez ya que estaba Martín para verlos. Aunque no estaban envueltos en sábanas como otras veces, movían las manos con el mismo hieratismo y Aníta dijo con la voz de siempre su eterno «ne vous offensez pas»… Martín sentado en el suelo, en un rincón del cuarto, miraba a los dos hermanos con una atención sostenida, casi furiosa. Al terminar la representación -era la última vez, la última que la veía- dijo que Anita había ganado mucho en la manera de recitar. Que había ganado a Carlos. Anita se sonrojó inesperadamente y los ojos le brillaron.

– Este Martín se está volviendo inteligente. Sí, muy inteligente este pescador nuestro.

– Si quieres, Ana, lo hacemos otra vez.

– Ah, no. Hoy nada más, Carlos. Hoy quiero pedirle a Frufrú que nos haga una buena merienda. Estoy muerta de hambre.

Martín sabía todo. Sabía que para los Corsi lo importante eran ellos mismos, sus propias opiniones, su propio deseo de las cosas. Martín sólo contaba cuando era él la diversión, la compañía, el aplauso que necesitaban. Martín sabía todo eso aquella tarde y sin embargo la tarde se le iba de prisa, de prisa, corta. Se le escapó de entre los dedos. Y la mañana siguiente se escapó también como agua que fluye, se fue sin sentir. Sólo la comida del mediodía se hizo larga y angustiosa hasta que llegó el silbido de los Corsi anunciando que ellos querían correr por el campo en aquella siesta.

A la mitad de la tarde volvieron a la finca -y qué de prisa se iba ahora la luz, qué de prisa venía el rosa, el verde de la tarde, el primer lucero a temblar sobre los pinos-, seguía haciendo calor. Aunque habían pasado unos días más frescos ahora había vuelto el calor en una subida inesperada y después de la merienda los chicos buscaron la frescura relativa del pinar en el principio de la noche.

Martín se encontró enredado en una conversación insustancial con sus amigos, dominando las ganas de decirles: «mañana me voy, antes de que os despertéis salgo de Beniteca». Dominaba ese deseo porque ellos sabían muy bien su marcha y no comentaban para nada la partida de Martín. Lo más real era la sensación de sus tres cuerpos, sentados los tres sobre la pinocha, cerca de las luces de la casa y protegidos al mismo tiempo en la negrura de los pinos. Había una tensión entre ellos, como una débil corriente eléctrica que imantaba todas las palabras y convertía las palabras absurdas sobre cualquier cosa en misteriosas palabras creadas sólo para los tres.

Todos oyeron el toque de retreta a lo lejos. Quedaron un instante en silencio. Martín ya iniciaba un movimiento para ponerse en pie, cuando notó la mano de Carlos -una palma ligeramente áspera con una presión fuerte y segura que a Martín le causó la emoción más inexplicable y violenta- apoyada en su muslo.

– Espera. Espera un poco. Ahora irás a despedirte de Frufrú.

Le llevaron a la cocina, donde estaba Frufrú con Carmen la guardesa -aquella mujer de cara triste sobre un cuerpo deformado cubierto por un vestido negro- y Frufrú le pareció algo muy familiar a Martín con sus pulseras y sus colorines, su pelo teñido y los saltitos que daba al andar. Aquella noche Frufrú llevaba un traje azul claro, cinturón y sandalias, haciendo juego, de oro brillante.

– Ah, pescador, yo no me despido, mi ñiño. Cualquier día tú vienes a vernos adonde estemos. Sólo volveríamos a Beniteca si la guerra sigue, eso ha dicho Corsi. Pero ¿cómo va a seguir esa matanza? No quedaría gente en el mundo. Pero yo no me despido, dame un besito, ñiño. ¿No quieres? Bueno, eres tímido… Bye, bye, Martín, hasta pronto.

– Salta por el muro -dijo Anita-. ¿Para qué vamos a dar la vuelta por el camino? Salta por el muro.

Atravesaron el pinar lleno de sombras y claridades con el nacimiento de la luna. Carlos iba silbando «La cumparsita» y Anita trataba de imitarle sin conseguirlo. Martín sólo iba atento al crujir de la pinocha bajo sus sandalias.

Les dio la mano al llegar junto al muro lleno de luna y luego no se decidía a moverse. Anita se acercó, cogió delicadamente la cara de Martín entre sus manos y le dio un ligero beso en los labios. Nunca se habían besado. Luego Anita se apartó y se acercó Carlos y le cogió por los hombros con una ligera presión amistosa.

– Bésale, Carlos -ordenó Anita.

Carlos se inclinó y le besó, duramente, en la boca.

Después Martín no supo nada. No supo cómo había escalado el muro ni dónde estaba cuando al fin oyó el grito de su padre llamándole.

Estaba sencillamente en su jardín, al pie del muro, acurrucado entre las matas de geranios y con un latir de corazón que le parecía como un presentimiento de la muerte, el ahogo de la muerte.

Se levantó al fin acudiendo a aquella llamada que partía desde la ventana del comedor. Iba andando y le parecía que el universo estaba invertido, que tenía la tierra sobre su cabeza y que pisaba nubes. De esta manera entró en su casa.

PRIMER INTERMEDIO

Oscuridad. El aire es luminoso y tibio en el invierno alicantino, pero Martín ve en todas partes una oscuridad que le hiela los huesos. Hambre, hambre devoradora. Un hambre como nunca ha tenido Martín, ni siquiera en tiempos de guerra. El pan es amarillo y pesado, se rompe al caer al suelo. La abuela dice que no puede comer ese pan y guarda su ración para el nieto. Pan amarillo y boniatos asados. Verdura y pescado hervido porque el aceite escasea. Afortunadamente, hay naranjas. El abuelo está flaco y también tiene hambre; mira con ojos envidiosos las raciones del nieto. Ejem, ejem. Jozú, Jozú, dice el abuelo, con su pronunciación andaluza en las exclamaciones.

El padre de Martín manda un poco de dinero a primero de mes. El abuelo no entiende cómo con tanto dinero -la jubilación, la renta de las casas de la abuela en el pueblo y este dinero que manda Eugenio Soto- no viven como reyes. Por las mañanas el abuelo va al café, se sienta en una mesa al sol. Los camareros ya le conocen y no le dicen nada. Si alguno es nuevo y se acerca a preguntarle qué desea, el abuelo se enfada como en tiempos de guerra y dice que no quiere nada, con su voz de trueno. Martín va al instituto, de modo que no tiene que pasar malos ratos acompañando al abuelo a tomar el sol junto a la mesa del café, como en tiempos de guerra sucedió muchas veces. A Carlos y a Anita Corsi les hacía mucha gracia todo aquello del abuelo en tiempos de guerra. Les hacía gracia saber el trabajo que le costaba al abuelo callar en la calle para no comprometer a las monjas y a los sacerdotes que la abuela escondía en el piso, y cómo se vengaba diciéndoles a esas monjas y a los frailes que él, don Martín, era anticlerical y lo había sido siempre. Anita y Carlos Corsi se reían cuando Martín les contaba que el abuelo durante la guerra iba siempre con corbata y sombrero para que no creyeran que se disfrazaba, como hacían muchos. Su traje lo llevaba más cepillado y limpio que nunca, y decía a gritos todo lo que le pasaba por la cabeza en contra de la situación si se encontraba a algún conocido por la calle, de modo que los conocidos le huían. Martín se está olvidando ya de cómo son las caras de Anita y de Carlos Corsi. Ahora el abuelo truena también en alta voz contra la situación nueva.