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– Mi hermana está empeñada en ser actriz famosa. Ni siquiera estrella de cine, sino actriz. En el Liceo le hicieron concebir ilusiones, y papá se las fomenta. A mí me da lo mismo, pero cualquiera se resiste a ensayar si Ana se empeña.

Otras veces ya supo Martín todo el mecanismo de la representación y sus consecuencias. Después de tanta conversación intelectual solían terminar todos revueltos en una lucha campal, que terminaba en un cuerpo a cuerpo de Martín con Anita. La chica era una contrincante más peligrosa que Carlos. Primero porque a Martín le daba cierto reparo hacerle daño -sobre todo en los primeros minutos-, y luego porque sabía dolorosas llaves de judo que aplicaba contra Martín como venganza de aquellas críticas teatrales que había admitido y discutido.

Aquel primer día estaban luchando Martín y Anita mientras Carlos ponía un disco en la gramola, cuando Frufrú abrió la puerta. Los contendientes quedaron quietos. Pero Frufrú no se inmutó. No se refirió para nada a aquellas sábanas revueltas en el suelo, a aquel colchón caído, ni al acaloramiento de los chicos. Se limitó a dar unas palmadas con sus manitas.

– ¡A merendar! ¡Hay té en la cocina!

A Martín no le gustaba el té. Su abuela se lo daba a veces como medicina, pero los otros dos se alborotaron y él los siguió hasta una cocina grande donde en el extremo más alejado del fogón había una mesa de mármol junto a la ventana. Frufrú había preparado allí tazas y tetera humeante y un enorme plato de galletas. Martín comenzó a sudar sólo de ver aquella infusión caliente.

– No hay nada mejor contra el calor que una tacita de té caliente. Los moros lo saben bien, ¿verdad, ñiños?

Los niños no atendían. Como si fueran niños mal educados realmente, se habían precipitado sobre las galletas.

– Siempre lo hacen -explicó Frufrú a Martín-. Si tú no te lanzas como ellos, te vas a quedar sin nada. Los pobres hijos no ven las galletas a menudo desde que estamos aquí. Anda, come tú también, come, ñiño.

Martín no bebió su té aquella tarde, lo dejó enfriar en su taza mientras mordisqueaba las galletas que le habían dejado y escuchaba la charla de Frufrú, a quien los Corsi ponían por testigo de algo que Martín no podía creer de ninguna manera. La historia que ellos le habían contado de que cuando fuesen mayores de edad podrían optar por la nacionalidad española o por la argentina o por la venezolana, según quisieran. Frufrú dio una respuesta más misteriosa aún.

– Corsi pretende hacerles norteamericanos. Si Peggy le ayuda es posible que lo logre. Cosas más difíciles ha logrado Corsi… Pero estos demoños no se aplican con el inglés. No se aplican nada.

– Tú tampoco te aplicas, Frufrú.

– Y ¿cómo me voy a aplicar? Ya soy vieja. Sé decir palabras en cinco idiomas, pero ya no sé hablar el mío de origen y el español dicen que lo hablo mal…

– ¿Quién es Peggy? -preguntó débilmente Martín. Pero en realidad estaba pensando «¿quién es usted, Frufrú?», sólo que no se atrevía a expresar el pensamiento, aunque ya estaba casi seguro de que Frufrú no era la madre de sus amigos.

Nadie contestó a la pregunta sobre Peggy. Fue un momento en que todos iban quedando callados porque la tarde decrecía fuera, y la cocina quedaba iluminada por un melancólico azul con puntos de estrellas más allá en las rejas de la ventana y entraba el olor de los pinos y del jazmín que brotaba allí mismo, pegado a los muros de la casa y los inundaba con su fragancia. Entre los pinos, allá lejos, se movía el viejo guarda y todos escuchaban la canción que iba cantando mientras recogía piñas y las metía en un saco. Era una larga y suspirante canción andaluza que venía como cortada por los ayes intercalados y por la respiración fatigosa del hombre. Carlos se asomó a las rejas de la ventana y su silueta se recortó oscura y quieta. Anita con los codos sobre la mesa, la cara entre las manos, tenía una curiosa expresión de ternura y de melancolía. Frufrú suspiró hondamente. Carlos dijo:

– Mañana hará un buen día para coger lagartos.

Entonces el encanto se rompió. Frufrú dijo a su vez que había que recoger los platos, y Anita arrastró a Carlos y a Martín hacia la libertad de la finca, el aire libre y el pinar.

VI

No podía separarse de los Corsi. No podía ni pensar en un día sin ellos. Los Corsi, a veces, le desesperaban, pero no podía tomárselo en cuenta.

Una tarde los Corsi no llamaron y Martín se aventuró a entrar en la finca. Frufrú le indicó vagamente que buscase a los chicos en el pinar. Martín se hartó de aquella búsqueda, oyó sus cuchicheos y sus risas como en los primeros días de Beniteca, cuando le acechaban. Espoleado, siguió llamando y buscando, y una y otra vez intentó renunciar, aburrido y exasperado por la habilidad que ellos demostraban en esconderse. Pero una y utra vez corría cuando creía ver el vestido de Anita o la cabeza de Carlos entre los troncos de los pinos. Más de una hora tuvieron a Martín practicando este juego de buscarles y cuando aparecieron de pronto, chillando a espaldas suyas, fingieron gran sorpresa al verle. Martín intentó enfadarse y Anita se encogió de hombros.

– Martín pescador, ésta es nuestra casa. Hacemos lo que queremos y si no te gusta puedes no aparecer más.

Martín pensó muy seriamente en no aparecer más -Pero mientras lo pensaba no se iba de allí de junto a ellos-. Se despidió con aire digno al terminar la tarde sintiendo que la garganta le dolía y con el ceño fruncido al despedirse. Al día siguiente, apenas despertó, pudo oír que le llamaban ya desde detrás de la casa, junto al portillo. Antes que ningún día. Se le olvidó todo su enfado.

Martín a veces era agudo, se hacía a sí mismo observaciones sobre sus amigos y comprendía que con un poco de habilidad podría esgrimir algunas armas contra ellos. Por ejemplo, tenía en sus manos el buen humor de Carlos y de Anita con sus críticas hacia la manera de recitar de ellos. Anita en esto se mostraba tan incauta, tan ingenua, que casi inspiraba compasión. Pero exceptuando la última vez, Martín repitió siempre la opinión que creía verdadera, cuando le preguntaban: Anita recitaba mal y Carlos recitaba bien, aunque Anita tuviese una vocación decidida de actriz y Carlos no tuviese vocación de nada.

Otras cosas supo Martín en su trato con los Corsi y pasó por ellas. Supo que la cultura de sus amigos tenía grandes lagunas y era confusísima sobre casi todo. Carlos no presumía gran cosa en cuanto a sabiduría, pero Anita, además de ignorante en muchas materias, era pedantísima y siempre cortaba a Martín diciéndole que él era un chico pueblerino y sólo había visto el mundo por un agujero. Martín, a pesar de que nunca se había creído un sabio, se irritaba. Llegó a gritar la tarde en que discutieron sobre los Pirineos, que Anita aseguraba eran franceses en su totalidad. Y Carlos, por principio y como si todo aquello estuviese muy lejos de él y de su interés particular, ayudaba siempre a Anita en las discusiones.

– Si Anita lo dice…

De literatura francesa los Corsi tenían ideas generales y sabían poesías y trozos de obras clásicas de memoria, pero de literatura española, aparte de que habían existido Cervantes y Lope de Vega, no sabían más. ¿Y de Historia? Sólo sabían la historia de la Revolución Francesa a grandes trazos. La conquista de América contada por ellos era una historia de facinerosos españoles capitaneados por un inteligente italiano, Cristóforo Colombo, y por otro inteligente italiano, Amérigo Vespucci, a quien los españoles cargaron de cadenas para poder matar indios infelices a mansalva, hasta que llegaron a América unos cuantos caballeros franceses e ingleses y lo salvaron todo. ¿Y la guerra civil cuya angustia aún palpitaba en el aire? Para Anita y para Carlos la guerra española había sido una especie de revolución francesa al revés. Una revolución ganada por aristócratas y reaccionarios. Pero -Anita lo decía con su gesto más pedante- ellos, los Corsi, estaban de parte de los aristócratas porque su papá -aquel misterioso señor Corsi o simplemente Corsi como decía Frufrú- tenía sangre aristocrática en las venas, sangre de aristócratas españoles y sangre de aristócratas italianos. Pero si Martín, sobre un terreno asegurado por las conversaciones con su padre, quería hablar sobre los hechos militares más sobresalientes de la guerra civil, Anita y Carlos se aburrían y le mandaban a callar. Y en fin, tal era la mezcla de sus ideas y lo confuso de sus conocimientos sobre el mundo y -siempre por boca de Anita- la tranquila seguridad y desprecio hacia cualquier opinión que no fuera la suya, que tomando en serio a los dos hermanos había motivos para volverse loco. Y Martín los tomaba en serio.