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– Hasta mañana -dijo él-. Hasta mañana por la tarde.

Los otros ya se iban. Pero Carlos se volvió alzando la mano.

– ¡Adiós! -gritó.

Su grito vibraba en los oídos de Martín durante toda la mañana del domingo. La mañana del domingo le pareció a Martín muy rara. No era ya el mismo Martín del domingo anterior. Veía gesticular a los hombres en el fondo del café después de la misa y no le interesaba acercarse. Se dejó arrastrar por Mari Tere hasta cerca del grupo de las señoras, y todas aquellas señoras -entre ellas, Adela- le parecieron maniquíes sin alma, con sus bocas pintadas, con sus ondas simétricas, sus uñas rojo sangre y sus monótonas conversaciones sobre el nacimiento de sus hijos -Mari Tere le daba con el codo- o sobre casos particulares, sucedidos con nombres propios, que no dejaban de ser una terrible vaciedad.

Martín no podía soportar la mañana del domingo. Sus pies oprimidos llegaban a darle por reflejo un tenue dolor de cabeza. Se aflojaba la corbata sin saber qué hacer. Y pensaba en aquellas moscas que había visto caer en las telas de araña. Decidió liberar a cuanta mosca viese en aquel trance.

Por la tarde conoció a Frufrú. Frufrú dormitaba con la cabeza apoyada en el respaldo de un banco balancín colocado junto a la explanada que se abría frente a la casa de los Corsi. El balancín tenía toldo, pero estaba protegido además por la sombra de un pino. Frufrú debía de estar cosiendo cuando el sueño la sorprendió. La labor le había resbalado al suelo y llevaba puestas las grandes gafas de carey que usaba para coser y que le comían media cara.

Martín, entre Carlos y Anita, la estuvo contemplando fascinado. Todo se podía esperar de los Corsi. Hasta una mamá así. Martín nunca había visto una señora parecida. Era pequeñita y con la piel reseca y arrugada. El pelo teñido de rubio azafrán sobre una carita de mono retocada con varias capas de pintura. La blusa, de un amarillo brillante, era sin mangas y con gran escote, y en el escote collares de colorines, y junto a las muñecas, al final de los bracitos resecos, pulseras baratas de colorines también. Llevaba falda acampanada con lunares negros sobre fondo rosa, piernas sin medias y pies calzados con zapatos azules de tacón alto.

Carlos y Anita se cansaron de la contemplación y lanzaron un grito salvaje que a Martín le heló la sangre en las venas y despertó con gran sobresalto a la durmiente, que hizo un cómico gesto al ajustarse las gafas sobre los ojos como temiendo que fueran a salir volando. Con aquellas gafas Frufrú sólo veía de cerca, y aturdida, buscó las formas borrosas de Carlos y de Anita que saltaban a su alrededor.

– ¡Ah, demoños! -dijo-. Os voy a dar…

Carlos se abalanzó a ella besándola, estrujándola, haciéndole cosquillas.

Martín era testigo de este impúdico cariño filial con la cabeza un poco gacha, las orejas ardiendo, las manos hundidas en los bolsillos del pantalón y atreviéndose apenas a mirar de reojo.

Anita dio la vuelta al balancín y apareció su cara por detrás de la de Frufrú y Martín vio que le daba besos en una oreja y en el pelo teñido, vio cómo le quitaba las gafas cooperando a aquella revolución armada por Carlos y al sofoco de la vieja momia que reía y chillaba con grititos agudos.

– ¡Ah, demoños, dejadme, dejadme!

Al fin la dejaron respirar y Frufrú pudo sacar su pañuelito del escote y limpiarse las lágrimas de risa. Entonces los ojitos de mono, libres ya de las gafas, se fijaron en Martín.

– ¡Ah!, pero ¿quién es este niño? ¿Es el pescador de que hablabais?

– ¿Te gusta nuestra Frufrú? -preguntó Anita al mismo tiempo-. ¿Verdad que es un encanto nuestra Frufrú? Es muy rabiosa, pero es un encanto.

– No hagas caso a estos locos. ¿Cómo te llamas?

– ¡Pero si sabes que es martín pescador, el hijo del militar que vive al lado!

– ¡Si yo no sé quién vive al lado! Estos niños se creen que yo lo adivino todo. Pero tú eres un guapo niño, Martín. Muy guapo.

– Bah, Frufrú. No es tan guapo ése.

– Sí, Carlos. Quizá no lo es todavía. Pero tendrá una linda cara de varón cuando crezca un poco.

– ¿Vas a decir que es más guapo que yo?

– Demoño lindo… Eres un demoño lindo, mi Carlos. No, no es más guapo que tú. Nunca será más guapo que tú. Es otra cosa.

Por la cabeza de Martín atravesó un pensamiento turbador. El pensamiento de lo que hubiera dicho Eugenio si llega a ver a un hombre como Carlos en aquella actitud infantil y sin la más mínima vergüenza al recibir los arrumacos de Frufrú. Bueno, y no sólo lo que hubiese dicho Eugenio, sino el mismo abuelo Martín o cualquiera de los compañeros del instituto. Aquella escena era más asombrosa que cualquiera de las que dedicaban a Martín los Corsi para asombrarle. Y lo raro era que después de un minuto de vacilación él lo aceptaba todo, entraba en la naturalidad del asunto como si hubiese estado acostumbrado a que la gente reaccionase a su alrededor de aquella manera y no de otra. Como si fuese lógico que un hombretón como Carlos se dejase mimar por aquella vieja teñida sin dejar de ser hombre por eso, aunque un chico de pantalón corto como Martín ya no besaba a su padre por no perder su hombría.

A pesar de todo notó alivio cuando abandonaron a frufrú en su balancín y se metieron en el interior de la casa, en una habitación grande, fresca, a pesar de que la ventana estaba abierta. Quizá era que las rejas de la ventana y las enredaderas que se metían desde el jardín entre ellas, paliaban un poco el ardor de la luz, pero se estaba muy bien allí.

En la habitación había un diván grande forrado con una colcha de cretona sobre el que Anita se tiró inmediatamente. En un rincón una gramola, en el suelo álbumes de discos.

– Ah, se está bien aquí. No sé por qué nos vamos a esta hora a recorrer el mundo todos los días.

– Estás vieja, Anita, eso es lo que te pasa, y no te revuelques en mi cama, luego está dura como una piedra… Éste es mi cuarto, Martín. Hay muchos cuartos y muchas camas en la casa, pero Frufrú no quiere tener trabajo y me hace dormir en nuestra leonera y hace que Anita duerma en una cama junto a ella en otro cuarto, dejando cerrado todo lo demás. Claro que ésta es la mejor habitación de la casa para dormir y yo no la cambio por otra. Tiene la habitación de la torre encima y por eso es más fresca.

Anita señaló al techo.

– El cuarto de Barba Azul. ¡Qué pena que nos- lo enseñaran cuando vinimos! Ya que no nos dejan entrar, a mí me hubiera gustado imaginarme algo mejor que un armario de libros de míster Pyne, un par de bargueños y cacharros de porcelana.

– Mi hermana tiene mucha imaginación.

– Tengo que tenerla a la fuerza para los dos, tú eres duro de mollera.

– Pero recito mejor que tú.

– Vamos a verlo ahora mismo… Martín lo dirá. Carlos, ve al armario de Frufrú y saca sábanas para vestirnos de romanos. Tenemos que hacer bien Berenice.

– Frufrú se enfadó demasiado la última vez. Prefiero que usemos mis propias sábanas. Ya están arrugadas, de modo que no le importará.

Efectivamente, quitaron la colcha del diván, sacaron las sábanas de Carlos y se envolvieron en ellas tomando el gesto hierático de dos romanos muy severos, hombre y mujer, para la representación de una escena de Berenice. Martín vio esta escena -la misma escena siempre- muchas veces durante el verano. Si aquel primer día le sorprendió tanto como la escena de besos con Frufrú, llegó a acostumbrarse de tal manera al recitado de los versos de Racine, a la entonación falsa de Anita y cálida y casi portentosa de Carlos, que ya creyó no sólo entender aquel francés, sino hasta saberlo de memoria. Se acostumbró al papel de arbitro -que en otras cosas era exclusiva de Anita- y siempre dijo la frase del primer día cuando ellos terminaban:

– Carlos lo hace bien. Anita no sabe.

Esta sinceridad no le valía la enemistad de Anita, sino quizá más estimación de la que hubiera logrado con una alabanza. Anita se volvía humilde, explicaba que su papel era mucho más difícil que el de Carlos, que el largo párrafo que comienza: «Ne vous offensez pas si mon zéle indiscret…» era un párrafo de prueba para cualquier actriz y que ella sabía decirlo de diferentes maneras y que estudiaba continuamente, mientras que Carlos todo lo decía igual como si fuese un autómata. Pero estas explicaciones estaban llenas de inseguridad y parecía que Martín fuese un director famoso del que dependiera un contrato para Anita. Y esto, para Martín, no dejaba de tener encanto.