Ben examinó los versos y se encogió de hombros.

– No veo más que palabras -dijo finalmente.

– Estás perdiendo facultades, Ben. Lástima que Isobel no este aquí para verlo -bromeó Siraj-. Lee de nuevo. Con atención.

Ben siguió las instrucciones y frunció el ceño. -Me rindo. Estos versos no tienen cuadratura o estructura aparente. Es sólo prosa cortada a capricho.

– Exacto -corroboró Siraj. ¿Y cuál es la norma de ese capricho? Dicho de otro modo, ¿Por qué corta los versos en el punto en que lo hace si podría elegir cualquier otro?

– ¿Para separar palabras? -aventuró Sheere. -O para unirlas… -murmuró Ben para sí.

– Toma la primera palabra de cada verso y construye una frase -Indicó Roshan.

Ben observó de nuevo el poema y miró a sus compañeros.

– Lee -Indicó Siraj- sólo la primera palabra.

– «La casa a la sombra de la torre del gran bazar»-leyó Ben.

– Existen por lo menos seis bazares sólo en el Norte de Calcuta -Indicó Ian.

– ¿Cuántos de ellos tienen una torre capaz de proyectar una sombra que llegue hasta las casas edificadas alrededor? -preguntó Siraj.

– No lo sé -respondió Ian. -Yo sí -repuso Siraj-. Dos: el Syambazaar y el Machuabazaar, al Norte de la ciudad negra.

– Aun así -Indicó Ben-, la sombra que una torre puede dibujar durante un día se esparciría a lo largo de un abanico de un mínimo de 180 grados, cambiando a cada minuto. Esa casa podría estar en cualquier lugar del Norte de Calcuta, que es lo mismo que decir en cualquier lugar de la India.

– Un momento -interrumpió Sheere-. El poema habla del crepúsculo. Dice textualmente «La ciudad que amo vive al crepúsculo».

– ¿Habéis comprobado eso? -preguntó Ben. -Por supuesto -respondió Roshan-. Siraj fue al Syambazaar y yo, al Machuabazaar, unos minutos antes de que se pusiera el Sol.

– ¿Y bien? -apremiaron todos.

– La sombra de la torre del Machuabazaar se pierde en un antiguo almacén abandonado -explicó Siraj.

– ¿Roshan? -preguntó Ian.

El muchacho sonrió, tomó un palo a medio quemar de la hoguera y trazó la silueta de una torre sobre los restos de ceniza.

– Como la aguja de un reloj, la sombra de la torre del Syambazaar acaba a las puertas de una amplia verja metálica tras la que hay un espeso patio de palmeras y maleza. Sobre las copas de las palmeras pude entrever la atalaya de una casa.

– ¡Eso es fantástico! -exclamó Sheere.

Ben, sin embargo, no dejó de advertir la expresión inquieta que parecía haberse apoderado del rostro de Roshan.

– ¿Cuál es el problema, Roshan? -preguntó Ben

Roshan negó lentamente y se encogió de hombros.

– No lo sé -respondió-. Había algo en esa casa que no me gustó.

– ¿Viste algo? -preguntó Seth. Roshan negó. Ian y Ben se miraron a un tiempo, sin pronunciar palabra.

– ¿Se le ha ocurrido a alguien pensar que todo esto podría no ser más que una trampa? -preguntó Roshan.

Ian y Ben intercambiaron de nuevo una mirada tácita y asintieron. Ambos estaban pensando lo mismo.

– Nos arriesgaremos -dijo Ben, vistiendo su voz con todo el convencimiento que fue capaz de fingir.

Aryami Bosé encendió de nuevo el fósforo y lo aproximó al extremo de la vela blanca que yacía frente a ella. La luz parpadeante de la llama tiñó de contornos inciertos la oscura sala mientras sus manos temblorosas la acercaban al cirio. La vela prendió lentamente y un aura de claridad se esparció en torno a ella. La anciana sopló sobre el fósforo y la pequeña vara de madera se extinguió desprendiendo un espectro de humo azulado que ascendió lentamente hacia la penumbra. El suave roce de una corriente de aire le acarició los cabellos de la nuca y Aryami se volvió. Una bocanada de aire, fría e impregnada de un hedor ácido y penetrante, agitó su manto y extinguió la llama de la vela. La oscuridad la envolvió de nuevo y la anciana escuchó dos golpes secos sobre la puerta de la casa. Aryami apretó los puños y observó que los contornos del umbral filtraban una tenue claridad rojiza. La llamada se repitió, esta vez con más fuerza. La anciana sintió cómo una película de sudor frío afloraba a los poros de su frente.

– ¿Sheere? -llamó débilmente.

El sonido de su voz se extravió en un eco mortecino en la oscuridad de la casa. No hubo respuesta y, segundos después, los dos golpes se repitieron una vez más.

Aryami tanteó a ciegas la repisa sobre el hogar en el que los restos moribundos de algunas brasas desprendían la única claridad que le servía de guía. Derribó varios objetos hasta que sus dedos palparon la larga funda metálica del puñal que guardaba allí. Extrajo el arma y observó el brillo dorado de la hoja serpenteante a la lumbre de las brasas. Una cuchilla de luz asomó bajo la puerta de la casa. Aryami inspiró profundamente y se dirigió lentamente hacia allí. Se detuvo frente a la puerta y escuchó el sonido del viento entre las hojas de la maleza del patio en el exterior.

– ¿Sheere? -susurró de nuevo, sin obtener respuesta.

Aferró con fuerza el mango del puñal y, suavemente, posó su mano izquierda sobre el pomo de la puerta haciéndolo girar hacia abajo. Los quejidos herrumbrosos del mecanismo de la cerradura despertaron después de años de letargo. La puerta se abrió lentamente y la claridad azulada del cielo nocturno dibujó un abanico de luz en el interior de la casa. No había nadie allí afuera. La maleza se agitaba en un mar de cientos de pequeñas hojas secas, emitiendo un murmullo hipnótico. Aryami se asomó lentamente a mirar a uno y otro lado de la puerta, pero el patio estaba desierto. Fue entonces cuando sus piernas toparon con algo y la anciana bajo su mirada, para descubrir un pequeño cesto a sus pies. Examinó el cesto, cubierto con un velo opaco que, sin embargo, permitía observar la claridad que emanaba de su interior.

Aryami se arrodilló junto a él y apartó suavemente el velo que lo cubría.

En su interior encontró dos pequeñas figuras de cera que representaban los cuerpos desnudos de dos bebés. De sus cabezas emergía la punta de un filamento de tela encendido y ambas efigies se fundían al igual que velas en un templo. Un escalofrío le recorrió el cuerpo. Aryami empujó el cesto y lo dejó caer por los escalones de piedra quebrada. Se incorporó y se dispuso a entrar de nuevo en la casa cuando advirtió que, desde el largo corredor que conducía al otro extremo de su morada, pisadas invisibles en llamas se acercaban a ella. La anciana sintió que el puñal se le escapaba de entre los dedos y cerró la puerta con fuerza.

Descendió los escalones atropelladamente, sin atreverse a dar la espalda a la puerta, y tropezó con el cesto que segundos antes había lanzado. Abatida en el suelo, Aryami contempló boquiabierta que una lengua de llamas emergía bajo el umbral de la puerta y la madera envejecida prendía como un pergamino. La anciana se arrastró unos metros hasta la maleza y se incorporó trabajosamente, mientras observaba impotente que las llamas iban asomando por las ventanas de la casa y envolvían la estructura en un lazo letal.

Aryami corrió hacia la calle y no se detuvo a mirar atrás hasta que se encontró a un centenar de metros de la que había sido su casa. Una pira de llamas se alzaba, escupiendo al cielo brasas y cenizas candentes con furia. Lentamente, las gentes del barrio se asomaron a sus ventanas y salieron a las calles, alarmados, para contemplar la magnitud del incendio que en apenas unos segundos había cobrado vida. Aryami escuchó el estruendo de la techumbre al colapsarse y caer, pasto del fuego. Los rostros del gentío congregado se iluminaron con la fuerza de un relámpago escarlata mientras se miraban atónitos unos a otros, sin comprender qué había sucedido.

Aryami Bosé derramó lágrimas de amargura por el que había sido su hogar de juventud, el hogar donde había dado a luz a su hija y, perdiéndose en la confusión de las calles de Calcuta, le dijo adiós para siempre.