Ben se apoyó sobre las lanzas metálicas que tejían la verja y examinó las puntas afiladas y amenazadoras.

– Habrá que saltar -comentó-. Y no parece fácil.

– No será necesario -dijo Sheere junto a él-. Nuestro padre describió cada milímetro de esta casa en su libro antes de construirla y yo he pasado años memorizando cada rincón de ella. Si lo que escribió es cierto, y no tengo duda alguna al respecto, tras esos arbustos hay una pequeña laguna y, más allá, se alza la casa.

¿Y qué me dices de estas lanzas? Inquirió Ben-. ¿Hablaba también de ellas? No quisiera acabar la noche con un zurcido.

– Hay otro modo de entrar en esta casa sin necesidad de salvar esta verja -dijo Sheere.

– ¿A qué estamos esperando? -preguntaron Ian y Ben al mismo tiempo.

Sheere los condujo a través de un estrecho callejón, apenas una brecha entre la verja de la casa y los muros de un edificio de aspecto colindante, hasta una abertura circular que parecía servir de desagüe o colector principal de las tuberías de la casa. Un hedor agrio y mordiente exhalaba del interior.

– ¿Por ahí? -preguntó Ben. incrédulo.

– ¿Qué esperabas? -espetó Sheere-. ¿Alfombras persas?

Ben oteó el interior del túnel de alcantarillado y lo olfateó de nuevo.

– Divino -concluyó dirigiéndose a Sheere-. Tú primero.

El pájaro de fuego

La boca del túnel emergía al aire libre bajo la arcada de un pequeño puente de madera, tendido sobre la laguna que se extendía formando un oscuro manto de terciopelo frente a la casa del ingeniero Chandra Chatterghee. Sheere condujo a los dos muchachos a través de una angosta orilla arcillosa que cedía bajo sus pies hasta el extremo del estanque y se detuvo a contemplar el edificio con el que había soñado durante toda su vida. Aquella noche podía verlo con sus propios ojos por primera vez bajo la bóveda de estrellas y nubes en tránsito que dibujaban una fuga al infinito. Ian y Ben se unieron a ella en silencio.

La construcción era un edificio de dos plantas flanqueado por dos torres que se alzaban a cada extremo. Su fisonomía fundía rasgos de varios estilos arquitectónicos, desde los perfiles eduardinos a las extravagancias paladinescas y las siluetas que se dirían prestadas de un castillo perdido en los montes de Baviera. El conjunto, sin embargo conservaba una serena elegancia que desafiaba la mirada crítica del observador. La casa parecía proyectar un embrujo seductor que, tras la primera impresión de perplejidad, sugería que aquella imposible disparidad de estilos y trazos había sido concebida para que conviviesen en armonía.

Oculta en la densa jungla de vegetación salvaje que la camuflaba en el corazón de la ciudad negra, la morada del ingeniero ofrecía un sólido aspecto palaciego y se erguía alti-va frente a la laguna, como un gran cisne negro contemplando su reflejo en un estanque de obsidiana.

– ¿Es así como la describió tu padre? -preguntó Ian.

Sheere asintió, maravillada, y se dirigió hacia el umbral de los escalones que ascendían hasta la puerta de la casa. Ben e Ian la observaron con reservas, preguntándose cómo pensaba entrar en aquella fortaleza. Sheere, por su parte, parecía desenvolverse en aquel enigmático entorno como si hubiera sido su morada desde la infancia. La naturalidad con que rodeaba obstáculos que aparecían velados por el manto de la noche inspiraba en los dos muchachos una extraña sensación de saberse intrusos, invitados accidentales al encuentro entre Sheere y el sueño que había alimentado en sus años nómadas. Al contemplarla ascender aquellos peldaños, Ben e Ian comprendieron que a-quel lugar desierto y envuelto en un halo fantasmal era el único y verdadero hogar que la muchacha había tenido.

¿Vais a quedaros ahí toda la noche? -preguntó Sheere desde lo alto de la escalinata.

– Nos estábamos preguntando por dónde íbamos a entrar -apuntó Ben e Ian asintió suscribiendo la duda de su amigo.

– Yo tengo la llave -dijo la muchacha.

– ¿La llave? -preguntó Ben-. ¿Dónde?

– Aquí -respondió Sheere señalando su cabeza con el dedo índice. Las cerraduras de esta casa no pueden abrirse con una llave convencional. Existe una clave.

Ben e Ian se aproximaron, intrigados. Al llegar a la puerta, ambos pudieron compro-bar que en el centro se encontraba una serie de cuatro ruedas superpuestas sobre un eje, de mayor a menor diámetro a medida que se encontraban más alejadas de la superficie. En el perímetro de las ruedas se podían distinguir diferentes signos labrados sobre el metal, igual que las horas en la esfera de un reloj.

– ¿Qué significan esos símbolos? -preguntó Ian tratando de desvelarlos en la pe-numbra.

Ben extrajo un fósforo de la caja de cerillas que siempre llevaba encima como medida de precaución y lo prendió frente a las ruedas dentadas del mecanismo de cerradura. El metal brilló a los ojos de los tres muchachos.

– ¡Alfabetos! -afirmó Ben-. Cada rueda tiene un alfabeto grabado. Griego, latino, arábigo y sánscrito.

– Fabuloso -suspiró Ian-. Esto será pan comido…

– No desesperéis -intervino Sheere-. La clave es sencilla. Basta componer una palabra de cuatro letras con los diferentes alfabetos.

Ben la observó detenidamente.

– ¿Cuál es esa palabra?

– Dido -respondió la muchacha.

– ¿Dido? -preguntó Ian-¿Qué significado tiene?

– Es el nombre de una reina de la mitología fenicia -explicó Ben.

Sheere asintió e Ian sintió celos del brillo que parecía fluir entre las miradas de ambos hermanos.

– Sigo sin entenderlo -objetó Ian-. ¿Qué pintan los fenicios en Calcuta?

– La reina Dido se lanzó a una pira funeraria ardiente para apaciguar la ira de los dioses, en Cartago -explicó Sheere-. Es el poder purificador del fuego… También los egipcios tenían su mito, el ave fénix.

– El mito del pájaro de fuego -añadió Ben. -¿No es ése el nombre del proyecto mi-litar del que hablaba Seth? -preguntó Ian.

Ben asintió. -Este asunto me está empezando a poner los pelos de punta -afirmó Ian-. ¿No pensaréis en serio entrar ahí dentro? ¿Qué vamos a hacer ahora?

Ben y Sheere intercambiaron una mirada decidida. -Muy simple -contestó Ben-. Vamos a abrir esta puerta.

Los párpados del orondo bibliotecario Mr. De Rozio empezaban a tener la consistencia de losas de mármol ante los cientos de documentos que le rodeaban. El océano de palabras y cifras que había rescatado de los archivos del ingeniero Chandra Chatterghee había emprendido una sinuosa danza caprichosa que parecía susurrarle una irresistible canción de cuna.

– Chicos, creo que habría que dejarlo hasta mañana por la mañana -empezó Mr. De Rozio.

Seth, que había estado temiendo ese anuncio durante largo rato, afloró en el acto de entre el maremagnum de carpetas y exhibió una sonrisa sacramental.

– ¿Dejarlo ahora, Mr. De Rozio? -objetó amablemente Seth-.¡Imposible! No podemos abandonar ahora.

– Es sólo cuestión de segundos el que me desplome sobre la mesa hijo, replicó De Rozio-. Y Shiva, en su infinita bondad, me ha otorgado un peso que, en la última com-probación efectuada el pasado mes de febrero, oscilaba entre las 250 y 260 libras. ¿Sabes lo que es eso?

Seth sonrió jovialmente. -Unos 120 kilogramos -calculó. -Exacto confirmó De Rozio-. ¿Has intentado mover alguna vez a un adulto de 120 kilos, hijo?

Seth meditó la cuestión.

– No tengo constancia de ello en este momento. Sin embargo…

– ¡Un momento! -exclamó Michael desde algún punto invisible de la sala atestada de carpesanos, cajas y pilas de papel amarillento-. ¡He encontrado algo!

– Espero que sea una almohada -protestó De Rozio, incorporando su imponente masa con fastidio.

Michael apareció tras una columna de estanterías polvorientas portando una caja repleta de pliegos de papel y sellos timbrados que el tiempo había descolorido sin piedad. Seth alzó las cejas y rogó por que el hallazgo valiese la pena.