Aryami contempló a su nieta desde las sombras, sin pronunciar una sola palabra.

– Os estaré esperando en la estación de Howrah, al amanecer -dijo finalmente la anciana.

Sheere suspiró y Ben advirtió como su semblante se encendía de nuevo. Ben le sujetó un brazo y le indicó que no continuase la discusión. Aryami se volvió y lentamente sus pasos se perdieron en el interior de la casa.

– No puedo dejar que se quede así -murmuró Sheere.

Ben asintió y soltó el brazo de su hermana, que siguió a Aryami hasta la sala, donde la anciana se había sentado frente a la lumbre de las velas. Aryami no se volvió y perma-neció inmóvil, ignorando la presencia de su nieta. Sheere se acercó a ella y la rodeó suave-mente con sus brazos.

– Pase lo que pase, abuela -dijo-. Yo te quiero. Aryami acató en silencio y escuchó los pasos de Sheere, alejarse de nuevo hacia el patio, mientras las lágrimas afloraban a sus ojos. En el exterior, Ben e Ian aguardaron la vuelta de Sheere y la recibieron con el semblante más optimista que lograron componer.

– ¿A dónde vamos ahora? -preguntó Sheere, sus ojos empañados por las lágrimas y las manos temblorosas.

– Al mejor rincón de Calcuta -respondió Ben- el Palacio de la Medianoche.

Las últimas luces de la tarde empezaban a palidecer cuando Isobel vislumbró la estructura fantasmal y angulosa de la antigua estación de Jheeter’s Gate emergiendo entre las brumas del río como el espejismo de una siniestra catedral que hubiera perecido pasto de las llamas. La muchacha contuvo la respiración y se detuvo a contemplar la escalofriante visión del denso entramado de cientos de vigas de acero, arcos y bóvedas superpuestas, en un laberinto insondable de metal y cristal astillado por el fuego. Un antiguo puente en ruinas y totalmente en desuso cruzaba el río hasta el pórtico de la estación, en la otra orilla, abierto igual que las negras fauces de un dragón inmóvil y expectante, cuyas infinitas hileras de colmillos largos y afilados se desvanecían en las tinieblas de su interior.

Isobel caminó hacia el puente que conducía hasta Jheeter’s Gate y sorteó los antiguos raíles que lo surcaban trazando una vía muerta hacia aquel mausoleo estigio. Los maderos que formaban el tendido de la vieja estación estaban ahora podridos y ennegrecidos, y la maleza salvaje avanzaba entre ellos. La estructura oxidada del puente crujía a su paso e Isobel no tardó en advertir la presencia de carteles que prohibían la entrada y advertían del peligro de derribo que se cernía sobre él. Ningún tren había vuelto a cruzar el río sobre aquel puente y, a juzgar por su aspecto desolado y degradado, Isobel supuso que nadie había vuelto a repararlo o ni siquiera a recorrerlo a pie.

A medida que la orilla Este de Calcuta iba quedando a su espalda y el fantas-magórico rompecabezas de acero y sombras de Jheeter’s Gate se alzaba frente a ella bajo el manto escarlata del crepúsculo, Isobel empezó a barajar la idea de que tal vez su propósito de acudir a aquel lugar no fuera tan atinado como había estimado en un principio. Una cosa era representar el papel de aventurera indómita y resuelta ante las adversidades, y otra muy diferente, sumergirse en aquel escenario sobrecogedor sin conocer ni una sola página del tercer acto.

Un aliento vaporoso e impregnado de ceniza y carbonilla que exhalaban a bocanadas los túneles ocultos en las entrañas de la estación llegó hasta su rostro. Era un hedor ácido y penetrante, un olor que sin motivo aparente Isobel asociaba con una vieja fábrica enterrada en gases letales y capas de suciedad y óxido. Isobel concentró la mirada en las primeras luces lejanas de las barcazas que surcaban el Hooghly y trató de conjurar la compañía de sus anónimos navegantes, mientras recorría el tramo del puente que restaba hasta la entrada de la estación. Cuando llegó al extremo opuesto, se detuvo entre los raíles que se adentraban en la negrura y contempló el gran frontón de acero. Sobre él empañadas por las manchas infligidas por las llamas, podían apreciarse las letras labradas que anunciaban el nombre de la estación; recordaba la entrada de un gran monumento funerario: JHEETER’S GATE. Isobel respiró profundamente y se dispuso a cometer el acto que menos había deseado realizar en sus dieciséis años de vida: penetrar en aquel lugar.

Seth y, Michael exhibieron su beatífica sonrisa de alumnos ejemplares ante los escrutadores ojos de Mr. De Rozio, bibliotecario jefe de la sala principal del museo indio, y soportaron su inmisericorde análisis durante varios segundos.

Es la petición más absurda que he oído en mi vida -sentenció De Rozio-. Al menos desde la última vez que estuviste aquí, Seth.

– Verá, Mr. De Rozio -improvisó Seth-, sabemos que el horario es sólo de mañanas y que lo que mi amigo y yo le pedimos puede parecer un poco extravagante…

– Viniendo de ti, nada es extravagante, jovencito -cortó De Rozio…

Seth reprimió una sonrisa. En Mr. De Rozio, las ironías pretendidamente punzantes eran signo inequívoco de debilidad e interés. Su nombre de pila era ignorado por la totalidad de la humanidad, con las posibles excepciones de su madre y su esposa, si es que había en la India mujer con agallas suficientes para desposarse con semejante ejemplar, estandarte de lo variopinto que podía llegar a resultar el género humano. Bajo su aspecto de cancerbero bibliófilo, De Rozio poseía un terrible talón de Aquiles: una curiosidad y una propensión al cotilleo de corte académico, que relegaba a las mujeronas del bazar a la condición de simples aficionadas.

Seth y Michael se miraron por el rabillo del ojo y decidieron soltar toda la carnaza.

– Mr. De Rozio -empezó Seth en tono melodramático-, no debiera decir esto, pero me veo obligado a confiar en su reconocida discreción: hay varios crímenes involucrados en este asunto y mucho nos tememos que puedan acontecer más si no ponemos coto a ello.

Los ojos diminutos y penetrantes del bibliotecario parecieron crecer por unos segundos.

– ¿Estáis seguros de que Mr. Thomas Carter está al corriente de esto? -inquirió con severidad.

– Él nos envía -repuso Seth-. De Rozio los observó de nuevo, en busca de fisuras en su semblante que delatasen algún turbio tejemaneje.

– Y tu amigo -soltó De Rozio señalando a Michael-, ¿por qué no habla nunca?

– Es muy tímido, señor -explicó Seth. Michael asintió débilmente, como si quisiera confirmar ese extremo. De Rozio carraspeó, dubitativo.

– ¿Dices que hay crímenes de por medio? -dejó caer con estudiado desinterés.

Asesinatos, señor -confirmó Seth-. Varios. De Rozio miró su reloj y, tras meditar unos segundos y dirigir miradas alternativas a los muchachos y a la esfera, se encogió de hombros.

Está bien -concedió-. Pero será la última vez. ¿Cómo se llama ese hombre del que queréis saber?

– Lahawaj Chandra Chatterghee, señor -se apresuró a responder Seth.

– ¿El ingeniero? -preguntó De Rozio-. ¿No murió en el incendio de Jheeter’s Gate?

– Sí, señor -explicó Seth-. Pero había alguien con él que no murió. Alguien muy peligroso. Alguien que provocó el incendio. Alguien que sigue ahí, dispuesto a cometer nuevos crímenes…

De Rozio sonrió con malicia.

– Suena interesante -murmuró. Repentinamente una sombra de alarma asaltó al bibliotecario. De Rozio inclinó su considerable masa hacia los dos muchachos y les señaló con gesto terminante.

– ¿Todo esto no será un invento de ese amigo vuestro, no? -inquirió-. ¿Cómo se llama?

– Ben no sabe nada de esto, Mr. De Rozio le tranquilizó Seth-. Hace meses que no le vemos.

– Mejor así -sentenció De Rozio-. Seguidme.

Isobel se introdujo con pasos temerosos en el interior de la estación y dejó que sus pupilas se aclimatasen a la tiniebla que enmascaraba el lugar. Sobre ella, a decenas de metros, se abría la bóveda principal, formada por largas arcadas de acero y cristal. La gran mayoría de las láminas de vidrio se había fundido bajo las llamas o sencillamente había estallado pulverizando una lluvia de fragmentos ardientes sobre toda la estación. La luz del atardecer se filtraba entre las rendijas de metal oscurecido y las astillas de cristal que habían sobrevivido a la tragedia. Los andenes se perdían en la oscuridad dibujando una suave curva bajo la gran bóveda, su superficie cubierta con los restos de los bancos quemados y las vigas desprendidas de la techumbre.