El teniente Peake logró sobrevivir y seguirlos hasta las entrañas de la estación de Jheeter's Gate, que ahora se había convertido en un lugar abandonado y maldito donde nadie había vuelto a entrar desde la noche de la tragedia. Jawahal dejó una nota en la casa jurando matar a tu madre y al niño que iba a dar a luz. Pero había algo que ni él mismo había previsto. No era un niño. Eran dos. Dos gemelos. Un niño y una niña. Vosotros dos…»

Aryami Bosé siguió relatando el resto de la historia: cómo Peake había conseguido salvarlos y llevarlos hasta su casa, cómo ella había decidido separarlos y ocultarlos del asesino de sus padres… Ni Sheere ni Ben la escuchaban ya. Ian observó en silencio el rostro blanco de su mejor amigo y el de Sheere. Apenas parpadeaban; las revelaciones que habían oído de labios de la anciana parecían haberlos transformado en estatuas. Ian suspiró profundamente y deseó no haber sido él el elegido para asistir a aquella extraña sesión familiar. Se sentía profundamente incómodo al encarnar el papel de intruso en el drama de sus amigos.

Con todo, Ian se tragó su propia consternación por cuanto había averiguado y sus pensamientos se concentraron en Ben. Trataba de imaginar la tormenta interna que la historia de Aryami debía de haber desatado en él y maldecía la brusquedad con que el miedo y el cansancio habían llevado a la anciana a desvelar acontecimientos cuya trascen-dencia iba probablemente mucho más allá de lo aparente. Trató de apartar de su mente por el momento el suceso que Ben había explicado aquella misma mañana sobre su visión de un tren en llamas. Las piezas de aquel rompecabezas se multiplicaban con una veloci-dad escalofriante.

No podía olvidar las decenas de veces en que Ben había afirmado que ellos, los miembros de la Chowbar Society, eran personas sin pasado. Ian temía que el encuentro de Ben con su pasado en las penumbras de aquel caserón hubiera desgarrado su interior sin remedio. Se conocían desde niños e Ian sabía de las largas e impenetrables melancolías de Ben, de cómo era mejor apoyarle sin formular preguntas o tratar de leer sus pensamientos. Por lo que sabía de su amigo, la fachada altanera y arrolladora con que Ben solía escudar-se habitualmente había encajado aquel golpe como una puñalada fatal, una herida de la que el propio Ben no querría hablar jamás.

Ian posó su mano suavemente sobre el hombro de Ben, pero su amigo no pareció advertirlo.

Ben y Sheere, que apenas unas horas antes se habían sentido unidos por un nexo de simpatía y afecto crecientes, parecían ahora incapaces de mirarse el uno al otro, como si las nuevas cartas que se habían repartido en el juego les hubiesen hecho conscientes de un extraño pudor, o de un temor elemental a intercambiar un simple gesto.

Aryami miró a Ian, inquieta. El silencio reinaba en la sala. Los ojos de la anciana parecían suplicar una disculpa, el perdón del mensajero portador de malas noticias. Ian ladeó la cabeza ligeramente, indicando a Aryanmi que abandonasen la sala. La anciana dudó unos instantes, e Ian se incorporó y le ofreció su mano. La anciana aceptó su ayuda y le siguió hasta la estancia contigua, dejando a Ben y a Sheere a solas. Ian se detuvo en el umbral y se volvió a mirar a su amigo.

– Estaremos fuera -murmuró. Ben, sin alzar la mirada, asintió.

Los miembros de la Chowbar Society languidecían bajo el calor aplastante en el patio cuando comprobaron que Ian asomaba al portón de la casa acompañado de la anciana. Ambos intercambiaron unas palabras. Aryami asintió débilmente y buscó el resguardo de la sombra que facilitaba una vieja marquesina de piedra labrada. Ian, con el semblante pétreo y adusto, que sus compañeros interpretaron como presagio de malas noticias, se aproximó al grupo de muchachos y aceptó el espacio de sombra que los demás abrieron para él. Las miradas se precipitaron sobre él como las moscas a la miel. Aryami les obser-vaba a pocos metros abatida.

– ¿Y bien? -preguntó Isobel, dando voz al pensamiento generalizado de la asam-blea.

– No sé por dónde empezar -respondió Ian.

– Empieza por lo peor- sugirió Seth.

Lo peor es todo -repuso Ian. Los demás le observaron en silencio. Ian contempló a sus compañeros y sonrió débilmente.

– Diez orejas te escuchan -dijo Isobel.

Ian repitió fielmente cuanto Aryami acababa de revelarles en el interior de la casa, sin omitir detalle y dejando para el final de su relato un epílogo especialmente dedicado a Ben y Sheere, que seguían solos en la sala, y a la terrible espada que acababan de descu-brir pendiendo sobre sus cabezas.

Cuando hubo finalizado, el pleno de la Chowbar Society ya había olvidado el calor sofocante que caía del cielo como un castigo infernal.

– ¿Cómo se lo ha tomado Ben? -preguntó Roshan.

Ian se encogió de hombros y frunció el ceño.

– Supongo que no muy bien -aventuró-. ¿Cómo te lo hubieras tomado tú?

– ¿Qué vamos a hacer ahora? -preguntó Siraj.

– ¿Qué podemos hacer? -preguntó Ian.

– Mucho -cortó Isobel-. Cualquier cosa menos dejar freír nuestros traseros al sol mientras un asesino trata de acabar con Ben. Y con Sheere.

– ¿Alguien se opone? -preguntó Seth. Todos negaron al unísono.

– Bien, coronel -dijo Ian dirigiéndose directamente a Isobel-. ¿Cuáles son las órde-nes?

– En primer lugar, alguien debería averiguar todo lo posible sobre la historia de ese accidente de Jheeter's Gate y sobre el ingeniero -indicó Isobel.

– Yo puedo hacerlo -se ofreció Seth-. Debe de haber recortes de prensa de la épo-ca en la biblioteca del museo indio. Y libros, probablemente.

– Seth tiene razón -dijo Siraj-. El incendio de Jheeter"s Gate fue sonado en su día. Mucha gente todavía lo recuerda. Existirá documentación al respecto. El cielo sabrá dón-de, pero existirá.

– Pues habrá que buscarla -puntualizó Isobel- Puede ser un punto de partida.

– Yo le ayudaré -añadió Michael.

Isobel asintió firmemente.

– Queremos saberlo todo sobre ese hombre, su vida, y sobre esa casa maravillosa que se supone está en algún lugar cerca de aquí -dijo Isobel-. Tal vez su rastro nos lleve hasta el de ese asesino.

– Nosotros buscaremos la casa -dijo Siraj señalándose a sí mismo y a Roshan.

– Si existe, es nuestra -añadió Roshan.

– De acuerdo, pero no entréis en ella -advirtió Isobel.

– No hay problema -la tranquilizó Roshan mostrando las palmas abiertas.

– Y yo, ¿qué es lo que se supone que debo hacer? -preguntó Ian, a quien no se le ocurrían tareas acordes a sus habilidades con la misma facilidad que parecían disfrutar sus colegas.

– Tú quédate con Ben y con Sheere -Indicó Isobel-. Por lo que sabemos, antes de que nos demos cuenta, Ben empezará a tener ideas disparatadas cada diez minutos. Qué-date a su lado y vigila que no haga locuras. No es una buena idea que ande por las calles con Sheere.

Ian asintió, consciente de que su tarea era la más difícil del lote que Isobel había repartido.

– Nos encontraremos en el Palacio de la Medianoche antes del anochecer -concluyó Isobel-. ¿A alguien le ha quedado alguna duda?

Los muchachos se miraron entre ellos y negaron repetidamente.

– Bien, andando -dijo Isobel. Seth, Michael, Roshan y Siraj partieron sin más dilación rumbo a sus respectivos deberes. Isobel permaneció junto a Ian, observando su marcha en silencio, entre el espejismo que ascendía de las polvorientas calles ardientes bajo el sol.

– ¿Qué piensas hacer tú, Isobel? -preguntó Ian. Isobel se volvió hacia él y le sonrió enigmáticamente.

– Tengo una intuición -dijo la muchacha.

– Temo tus intuiciones como temería a un terremoto -replicó Ian-. ¿Qué estás tra-mando?

– No debes preocuparte. Ian -murmuró Isobel.

– Cuando dices eso, es cuando más me preocupo -respondió Ian.

– Tal vez no esté al anochecer en el Palacio -explicó Isobel-. Si todavía no he vuel-to, haz lo que debas. Tú siempre sabes lo que hay que hacer, Ian.