El gran reloj que un día se había alzado en el andén central al igual que un faro en la bocana de un puerto se erguía ahora como un centinela sombrío y mudo. Isobel cruzó bajo la esfera del reloj y advirtió que las agujas se habían doblegado gelatinosamente hacia el suelo y formaban lenguas de chocolate fundido que indicaban para siempre la hora del horror que había devorado la estación.

Nada parecía haber cambiado en aquel lugar, excepto por la huella de los años de suciedad y el efecto de las lluvias que el manto torrencial del monzón había filtrado a través de los respiraderos y las grietas de la bóveda.

Isobel se detuvo a contemplar la gran estación desde el centro y creyó estar en el interior de un gran templo sumergido, infinito e insondable.

Una nueva bocanada de aire caliente y húmedo cruzó la estación y agitó sus cabellos en el aire al tiempo que arrastraba pequeñas briznas de suciedad sobre los andenes. Isobel sintió un escalofrío y escrutó las negras bocas de los túneles que se adentraban en la tierra en el extremo de la estación. Hubiera deseado tener a los demás miembros de la Chowbar Society junto a ella ahora, justo cuando los acontecimientos adquirían un cariz poco recomendable y excesivamente parecido a las historias que Ben se complacía en inventar para sus veladas en el Palacio de la Medianoche. Isobel palpó en su bolsillo y extrajo el dibujo que Michael había realizado de todos los miembros de la Chowbar Society, posando ante un estanque donde sus rostros se reflejaban. Isobel sonrió al verse retratada por el lápiz de Michael y se preguntó si era así como él la veía en realidad. Los echaba de menos.

Entonces lo escuchó por primera vez, distante y enterrado en el murmullo de las corrientes de aire que recorrían aquellos túneles. Era el sonido de voces lejanas, semejante al que recordaba haber oído de la algarabía de una multitud cuando se había sumergido en el Hooghly años atrás, el día en que Ben la enseñó a bucear. Pero esta vez, Isobel tuvo la certeza de que no eran las voces de los peregrinos las que parecían acercarse desde lo más profundo de los túneles. Eran las voces de niños, cientos de ellos. Y aullaban de terror.

De Rozio acarició con precisión los tres rollos consecutivos que constituían su regia papada y examinó de nuevo la pila de documentos, recortes y papeles inclasificables que había reunido en varias expediciones al tracto digestivo de la alejandrina biblioteca del museo indio. Seth y Michael le observaban ansiosos y expectantes.

– Bien -empezó el bibliotecario-. Esto es más complicado de lo que parece. Hay mucha información respecto a ese tal Lahawaj Chandra Chatterghee bajo diferentes entra-das. La mayoría de la documentación que he visto parecía reiterativa y poco significativa, pero haría falta por lo menos una semana para poner un poco de orden en los papeles de ese sujeto.

– ¿Qué ha encontrado, señor? -preguntó Seth.

– De todo un poco, la verdad -explicó De Rozio-. Mr. Chandra era un brillante ingeniero, ligeramente adelantado a su tiempo, idealista y obsesionado por dejar a este país un legado que compensara a las gentes pobres de las desgracias que él atribuía al dominio y explotación británicos. No muy original, francamente. En resumen: reunía todos los requisitos para convertirse en un auténtico desgraciado. Aun así, parece que sorteó el mar de envidias, complots y maniobras para acabar con su carrera y consiguió llegar a convencer al gobierno de que financiase lo que era su sueño dorado: la construcción de la línea de ferrocarril que uniría las principales capitales de la nación con el resto del continente. Chandra creía que, de este modo, el monopolio comercial y político que se había iniciado en tiempos de Lord Clive y la compañía, con el tráfico fluvial y marítimo, tendría los días contados y que serían las gentes de la India las que lentamente recuperarían el control sobre la riqueza de su propio país. Lo cierto es que no hacía falta ser ingeniero para comprender que eso no iba a ser así.

– ¿Hay algo respecto a un personaje llamado Jawahal? -preguntó Seth-. Era un amigo de juventud del ingeniero. Se celebraron varios juicios contra él. Casos sonados, creo.

– Debe de estar en algún lugar, hijo, pero hay un mar de documentos por clasificar. ¿Por qué no volvéis de aquí a un par de semanas? Para entonces habré tenido la oportu-nidad de poner algo de orden en todo este galimatías.

– No podemos esperar dos semanas, señor -dijo Michael.

De Rozio observó sorprendido al muchacho. – ¿Una semana? -ofreció De Rozio.

– Señor -dijo Michael-, es un asunto de vida o muerte. La vida de dos personas corre peligro.

De Rozio contempló la intensa mirada de Michael y asintió, vagamente aturdido. Seth no dejó escapar un segundo.

– Nosotros le ayudaremos a buscar y ordenar, señor -se ofreció.

– ¿Vosotros? -preguntó-. No sé… ¿Cuándo?

– Ahora mismo -replicó Michael.

– ¿Conocéis el código de cifrado de las fichas de la biblioteca? -Interrogó De Rozio.

– Como el abecedario -mintió Seth.

El Sol se sumergió como un gran globo sangrante tras las vidrieras destruidas del panel este de Jheeter’s Gate y en pocos segundos Isobel asistió al hipnótico espectáculo de cientos de cuchillas horizontales de luz escarlata taladrando la penumbra de la estación. El sonido de aquellas voces aullantes fue creciendo, y pronto Isobel las escuchó resonar.en el eco de la gran bóveda. El suelo empezó a vibrar bajo sus pies y la muchacha advirtió que algunas astillas de cristal se precipitaban desde la techumbre. Isobel sintió una punzada en el antebrazo izquierdo y se llevó la mano al punto donde había recibido el impacto. Su sangre tibia le resbaló entre los dedos. Corrió hacia el extremo de la estación, protegién-dose el rostro con las manos.

Una vez bajo el abrigo de una escalinata que ascendía a los niveles superiores, descubrió ante sí una amplia sala de espera cuyos bancos de madera quemada yacían abatidos sobre el suelo. Los muros estaban recubiertos por extrañas pinturas trazadas crudamente con las manos, figuras que parecían querer representar formas humanas deformadas y demoníacas que alzaban largas garras lobunas y poseían una mirada desorbitada. La vibración bajo sus pies era ahora muy intensa e Isobel se aproximó a la entrada del túnel. Una intensa bocanada de aire ardiente le abrasó el rostro y se frotó los ojos, incapaz de creer lo que estaba viendo.

Una locomotora de luz envuelta en llamas emergía de lo más profundo del túnel y escupía con furia círculos de fuego que lo recorrían como balas de cañón y estallaban en aros de gas incandescente. Isobel se lanzó al suelo y el tren de fuego cruzó la estación con un estruendo ensordecedor del metal contra el metal y de los alaridos de cientos de niños que gritaban atrapados entre las llamas. Se mantuvo tendida, con los Ojos cerrados, paralizada por el terror, hasta que el sonido del tren se desvaneció en el aire.

Alzó la cabeza y miró a su alrededor. La estación estaba desierta y cubierta de una nube de vapor que ascendía lentamente y prendía en el color rojo intenso de las últimas luces del día. Frente a ella, a dos palmos escasos, se extendía un charco de una sustancia oscura y viscosa que brillaba a la lumbre del crepúsculo. Por un momento, la muchacha creyó ver sobre su superficie el reflejo del rostro luminoso y triste de una dama envuelta en luz que la llamaba. Alargó una mano hasta ella e impregnó la yema de sus dedos en aquel fluido espeso y cálido. Sangre. Retiró la mano repentinamente y se limpió los dedos sobre su propio vestido, mientras la visión de aquel rostro espectral se desvanecía. Jadeando, se arrastró hasta la pared y se recostó contra ella para recuperar el aliento.

Transcurrido un minuto, Isobel se incorporó y examinó la estación. Las luces del atardecer se estaban extinguiendo y pronto se abatiría la noche cerrada. En aquel preciso instante sólo había un pensamiento claro en su mente: no quería esperar aquel momento en el interior de Jheeter’s Gate. Empezó a caminar nerviosamente hacia el pórtico de salida y sólo entonces descubrió a una silueta fantasmal que avanzaba hacia ella entre la neblina que cubría los andenes de la estación. La figura alzó una mano e Isobel vio que sus dedos se prendían en llamas, iluminando su paso. En aquel momento comprendió que no iba a salir de allí tan fácilmente como había entrado.