«Hubo un tiempo en que yo también fui joven y en el que hice todo aquello que se espera que hagan los jóvenes: casarse, tener hijos, contraer deudas, decepcionarse y re-nunciar a los sueños y principios que uno siempre juró respetar. Envejecer, en una pala-bra. Aún así, la fortuna fue generosa conmigo, al menos así me lo pareció en un principio, unió mi vida a la de un hombre del que lo mejor y lo peor que podía decirse es que era bueno. Nunca fue un joven apuesto, para qué mentir. Recuerdo que, cuando venía a casa, mis hermanas se reían de él por lo bajo. Era un tanto torpe, tímido y tenía el aspecto de haberse pasado los últimos diez años de su vida encerrado en una biblioteca: el sueño de cualquier jovencita de tu edad, Sheere.

Mi galán trabajaba como maestro en una escuela pública del Sur de Calcuta. Su sueldo era miserable y su vestuario no desmerecía de su paga. Cada sábado venía a bus-carme ataviado con el mismo traje, el único que tenía y que reservaba para sus reuniones en la escuela y para cortejarme. Tardó seis años en poder comprarse otro, pero nunca le sentaron bien los trajes, no tenía la hechura necesaria.

Mis otras dos hermanas contrajeron matrimonio con dos relucientes y bien plantados galanes que trataban con displicencia a tu abuelo y que, a sus espaldas, me dirigían tórri-das miradas que se suponía yo debía interpretar como la oportunidad de disfrutar de un hombre de verdad aunque fuera por unos minutos en mi vida.

Con el tiempo, aquellos holgazanes habrían de vivir de la caridad de mi hombre y de sus favores, pero eso es otra historia. Pues él, aunque podía leer a través de aquellas san-guijuelas, porque siempre supo ver el alma de las personas a las que trataba, no les negó su apoyo y fingió olvidar las burlas y el desprecio con que había sido tratado en su juven-tud. Yo no lo hubiera hecho, pero mi hombre, como os digo, siempre fue bueno. Quizá demasiado.

Su salud, lamentablemente, era frágil y me dejó pronto, al año de nacer nuestra única hija, Kylian. Tuve que criarla yo sola y tratar de enseñarle todo aquello que su padre hubiera querido que aprendiese. Kylian fue la luz que iluminó mi vida después de la muerte de tu abuelo. De él heredó su naturaleza bondadosa y su instinto para ver a través del corazón de los demás. Pero, donde su padre reunía torpeza y timidez, ella rezumaba luminosidad y elegancia. Su belleza empezaba en sus gestos, en su voz, en sus movi-mientos. De niña, sus palabras embrujaban a los visitantes y a las gentes de la calle con la magia de un encantamiento. Recuerdo que, al contemplarla coquetear con los comer-ciantes de los bazares con apenas diez años, solía imaginar que aquella niña era como el cisne salido de las aguas de la memoria de mi hombre, un pato feo y torpe. Su espíritu vivía en ella, en sus gestos más insignificantes y en el modo en que, a veces, en silencio, se detenía a observar a las gentes desde el porche de esta casa y me miraba, toda ella serie-dad, para preguntarme por qué había tantas personas desgraciadas en el mundo.

Pronto todas las gentes de la ciudad negra empezaron a referirse a ella empleando el apodo con que un fotógrafo de Bombay la bautizó: la princesa de luz. Y, para tal princesa, no tardaron en aparecer de hasta debajo de las piedras los candidatos a príncipe. Fueron tiempos maravillosos, en que ella compartía conmigo las ridículas confidencias que sus engalanados pretendientes le hacían, los horripilantes poemas que le escribían y toda una galería de anécdotas que, de haberse prolongado, nos hubiera llevado a creer que todos los jóvenes de esta ciudad no eran más que unos pobres cretinos. Pero, como siempre, a-pareció en la escena alguien que habría de cambiarlo todo: tu padre, el hombre más inteligente y más extraño de cuantos he conocido en esta vida.

En aquella época, como hoy, la inmensa mayoría de los matrimonios que se celebraban, se acordaban entre las familias como un simple acuerdo comercial, donde la voluntad de los futuros esposos no tenía valor alguno. La mayoría de las tradiciones no son más que las enfermedades de una sociedad. Durante toda mi vida, me había jurado a mí misma que el día en que Kylian se casara lo haría con la persona que ella hubiese elegi-do libremente.

Cuando tu padre llegó a esta puerta, encarnaba todo lo contrario a las docenas de moscones pavoneantes que rondaban a tu madre sin cesar. Hablaba poco, pero cuando lo hacía, sus palabras eran afiladas como un cuchillo y no invitaban a la réplica. Era amable y, cuando lo deseaba, poseedor de un extraño encanto que seducía lenta pero inexorable-mente. Con todo, tu padre mantenía siempre un trato distante y frío con casi todos. Excep-to con tu madre. En su compañía, se transformaba en otra persona, vulnerable y casi in-fantil. Nunca llegué a saber cuál de los dos era él en realidad y supongo que tu madre se llevó ese secreto a la tumba.

Tu padre, en las pocas ocasiones en que se dignaba hablar conmigo, daba pocas explicaciones. Cuando por fin se decidió a solicitar mi consentimiento para contraer matrimonio con tu madre, le pregunté cómo pensaba mantenerla y cuál era su posición. Mis años al borde de la pobreza con tu abuelo me habían enseñado a proteger a mi hija de una experiencia como aquélla y me habían llevado al convencimiento de que no hay nada como un estómago vacío para desenmascarar el mito del efecto ennoblecedor del hambre de espíritu.

Tu padre me miró guardando para sí sus verdaderos pensamientos, como hacía siempre, y respondió que su profesión era la de ingeniero y escritor. Dijo que estaba inten-tando conseguir una plaza en una compañía británica de construcción y que un editor de Delhi le había adelantado una suma por un manuscrito que él le había entregado. Todo aquello, desbrozado de la literatura con que tu padre aderezaba sus discursos cuando le convenía, me olía a miseria y privaciones. Así se lo expuse. Sonrió y, tomando dulcemente mi mano entre las suyas, me murmuró unas palabras que no olvidaré jamás: “Madre, ésta es la primera y la última vez que se lo diré. Mi futuro y el de su hija están ahora en nues-tras manos, como lo está el sacarla adelante y el labrarme mi camino en la vida. Nadie, vivo o muerto, va a poder nunca interferir en ello. Duerma tranquila a ese respecto y confíe en el amor que profeso a su hija. Pero si las preocupaciones no la dejan conciliar el sueño, guárdese de manchar con una sola palabra, gesto o acción el vínculo que, con o sin su consentimiento, nos unirá a ella y a mí para siempre, porque faltarán años en la eterni-dad para que se arrepienta de ello.”

Tres meses después se casaron y jamás volví a hablar a solas con tu padre. El futuro le dio a él la razón y pronto fue haciéndose un nombre como ingeniero, sin abandonar su pasión por la literatura. Se trasladaron a una casa no muy alejada de aquí, que ya fue derribada hace años, mientras él diseñaba lo que había de ser su hogar de ensueño, un verdadero palacio que concibió milímetro a milímetro para retirarse a él con tu madre. Nadie imaginaba entonces lo que se avecinaba.

Nunca llegué a conocerle en realidad. Él nunca me dio esa oportunidad, ni pareció sentir ningún interés en abrir sus puertas a nadie que no fuera tu madre. A mí su persona-lidad me intimidaba y en su presencia me sentía incapaz de abordarle o intentar congra-ciarme con él. Era imposible saber lo que pensaba. Solía leer sus libros, que tu madre me traía cuando acudía a visitarme, y los estudiaba con detalle tratando de encontrar en ellos las claves ocultas para internarme en el laberinto de su mente.

Nunca conseguí penetrar en él.

Tu padre fue un hombre misterioso que jamás hablaba de su familia o de su pasado. Tal vez por eso nunca fui capaz de intuir la amenaza que se cernía sobre él y sobre mi hija, una amenaza nacida de ese pasado oscuro e insondable. Nunca me dio la oportunidad de ayudarle y, en la hora de la desgracia, estuvo tan solo como lo había estado durante toda su vida, en su fortaleza de soledad libremente elegida, cuyas llaves sólo sostuvo en sus manos una persona durante los años que compartió con él: Kylian.