En el momento de la explosión, Bankim se encontraba en el otro extremo del pasillo, ojeando unos documentos de administración que se proponía entregar a Carter para su firma. La onda expansiva le derribó al suelo; cuando alzó la vista, pudo ver cómo la puerta del despacho del rector salía despedida entre la nube de humo que inundaba el corredor y se estrellaba contra la pared. Un segundo después, Bankim se incorporó y corrió hacia el origen de la explosión. Cuando apenas mediaban seis metros entre él y la puerta del despacho, Bankim vio una silueta negra que emergía envuelta en llamas, des-plegaba una capa oscura y se alejaba por el corredor como un gran murciélago a velocidad inverosímil. La forma desapareció dejando tras de sí un rastro de cenizas y emitiendo un sonido que a Bankim le recordó el furioso siseo de una cobra dispuesta a saltar sobre su víctima.

Bankim encontró a Carter tendido en el interior del despacho. Su rostro estaba cubierto de quemaduras y sus ropas humeantes parecían haber escapado de un incendio. Bankim se lanzó junto a su mentor y trató de incorporarle. Las manos del rector temblaban y Bankim constató con alivio que aún respiraba, aunque con cierta dificultad. Bankim gritó pidiendo ayuda y, al poco, los rostros de varios de los muchachos asomaron por la puerta. Ben, Ian y Seth le ayudaron a asistir a Carter y levantarle del suelo, mientras los demás apartaban los escombros del camino y preparaban un lugar en el pasillo donde colocar al rector del St. Patricks.

– ¿Qué demonios ha pasado? -preguntó Ben.

Bankim negó, incapaz de responder a la pregunta y visiblemente afectado todavía por los efectos de la conmoción que acababa de experimentar. Uniendo sus esfuerzos consiguieron sacar al herido al corredor mientras Véndela, con el rostro blanco como la porcelana y la mirada extraviada, corría a avisar al hospital más cercano.

Poco a poco, el resto del personal del St. Patricks fue acudiendo hasta allí, sin acertar a comprender qué era lo que había provocado aquel estruendo y a quién pertenecía aquel cuerpo chamuscado tendido en el suelo. Ian y Roshan formaron un cordón de contención e indicaron a todos cuantos se acercaban al lugar que se retirasen y no entorpeciesen el paso.

La espera de la ayuda prometida se hizo infinita.

Tras la confusión creada por la explosión y la ansiada llegada del furgón médico del hospital general de Calcuta, el St. Patricks se sumergió en media hora de angustiosa incer-tidumbre. Finalmente, cuando empezaba a cundir el desánimo entre los presentes tras los primeros momentos de pánico, un médico del equipo se reunió con Bankim y los mucha-chos para tranquilizarlos mientras tres de sus colegas seguían atendiendo a la víctima.

Al verle aparecer, todos se congregaron en torno a él, expectantes y ansiosos.

– Ha sufrido importantes quemaduras y se aprecian varias fracturas, pero está fuera de peligro. Lo que más me preocupa ahora son sus ojos. No podemos garantizar que vuelva recuperar la visión completa, pero es pronto para determinarlo. Va a ser necesario ingresarle y sedarle profundamente antes de efectuar las curas. Habrá que intervenirle con toda seguridad. Necesito alguien que pueda autorizar los documentos de ingreso -dijo el doctor, un joven pelirrojo de mirada intensa y aspecto resueltamente competente.

– Véndela puede hacerlo -dijo Bankim. El doctor asintió.

– Bien. Todavía hay algo más -dijo el médico-. ¿Quién de ustedes es Ben?

Todos le miraron atónitos. Ben alzó la vista, sin comprender.

– Yo soy Ben -respondió-. ¿Qué ocurre?

– Quiere hablar contigo -dijo el doctor, con un tono de voz que evidenciaba que había tratado de disuadir a Carter de la idea y que desaprobaba su petición.

Ben asintió y se apresuró a entrar en el furgón del hospital donde los médicos habían colocado a Carter.

– Sólo un minuto, chico -advirtió el médico-. Ni un segundo más.

Ben se aproximó a la camilla donde yacía tendido Thomas Carter y trató de ofrecerle una sonrisa tranquilizadora, pero al comprobar el estado en que se encontraba el director del orfanato, sintió que el estómago se le encogía y las palabras eran incapaces de llegar a sus labios. A su espalda, uno de los médicos le hizo una seña para que reaccionara. Ben inspiró profundamente y asintió.

– Hola, Mr. Carter. Soy Ben -dijo el muchacho preguntándose si Carter podía oírle. El herido ladeó la cabeza lentamente y alzó una mano temblorosa. Ben la tomó entre las suyas y la apretó suavemente.

– Dile a ese hombre que nos deje solos -gimió Carter, que no había abierto los ojos.

El médico miró con severidad a Ben y esperó unos segundos antes de dejarles en privado.

– Los médicos dicen que se va usted a poner bien… -dijo Ben.

Carter negó.

– Ahora no, Ben -cortó Carter, a quien cada palabra parecía suponerle un esfuerzo titánico-. Debes escucharme atentamente y no interrumpirme. ¿Me has entendido?

Ben asintió en silencio y tardó un breve lapso de tiempo en comprender que Carter no podía verle.

– Le escucho, señor. Carter apretó sus manos.

– Hay un hombre que te busca y quiere matarte, Ben. Un asesino -articuló Carter trabajosamente-. Es necesario que me creas. Ese hombre se hace llamar Jawahal y parece creer que tú tienes algo que ver con su pasado. No sé por qué razón te busca; pero sé que es peligroso. Lo que ha hecho conmigo no es más que una muestra de lo que es capaz. Debes hablar con Aryami Bosé, la mujer que vino ayer al orfanato. Dile lo que te he dicho, lo que ha pasado. Ella quiso advertirme, pero no tomé en serio sus palabras. No cometas tú el mismo error. Búscala y habla con ella. Dile que Jawahal ha estado aquí. Ella te explicará lo que debes hacer. Cuando los labios abrasados de Thomas Carter se sellaron, Ben sintió que todo el mundo se desplomaba a su alrededor. Cuanto el director del St. Patricks acababa de confiarle le resultaba de todo punto inverosímil. La conmoción de la explosión había dañado seriamente el razonamiento del rector y su delirio le llevaba a imaginar una conspiración contra su vida y sabe Dios qué otros peligros improbables. Contemplar cualquier otra alternativa no le resultaba aceptable en aquel momento, más si cabe a la luz del propio episodio que había soñado la madrugada pasada. Aprisionado en la atmósfera claustrofóbica del furgón impregnado del frío hedor a éter, Ben se preguntó por un momento sí los habitantes del St. Patricks estaban empezando a perder la razón, él mismo incluido.

– ¿Me has oído, Ben? -Insistió Carter con voz agónica-. ¿Has comprendido lo que he dicho?

– Sí, señor -musitó Ben-. No debe preocuparse ahora, señor.

Carter abrió los ojos y Ben constató horrorizado el rastro que las llamas habían labrado en ellos.

– Ben -intentó gritar Carter con la voz quebrada por el tormento-. Haz lo que te he dicho. Ahora. Ve a ver a esa mujer. Júramelo.

Ben escuchó los pasos del doctor pelirrojo a su espalda y sintió que el médico le asía del brazo y le arrastraba enérgicamente fuera del furgón. La mano de Carter resbaló entre las suyas y quedó suspendida en el aire.

– Ya está bien -dijo el médico-. Este hombre ya ha sufrido suficiente.

– ¡Júramelo! -gimió Carter agitando la mano en el aire.

El chico contempló consternado cómo los médicos inyectaban una nueva dosis a Carter.

– Se lo juro, señor -dijo Ben sin saber a ciencia cierta si él podía escucharle ya-. Se lo juro.

Bankim le esperaba al pie del furgón. En segundo término, todos los miembros de la Chowbar Society y cuantos estaban presentes en el St. Patricks cuando había acontecido la desgracia le observaban con ojos ansiosos y el semblante abatido. Ben se aproximó a Ban-kim y le miró directamente a los ojos inyectados en sangre y enrojecidos por el humo y las lágrimas.

– Bankim, necesito saber una cosa -dijo Ben-. ¿Ha venido alguien llamado Jawa-hal a visitar a Mr. Carter?