Bankim le observó sin comprender.

– No ha venido nadie hoy -respondió el profesor-. Mr. Carter estuvo toda la mañana reunido con el Consejo Municipal y volvió aquí alrededor de las doce. Luego dijo que quería ir a su despacho a trabajar y que no deseaba que nadie le molestara, ni siquiera para almorzar.

– ¿Estás seguro de que estaba solo en su despacho cuando se produjo la explosión? -preguntó Ben, rogando obtener una respuesta afirmativa.

– Sí. Creo que sí -respondió Bankim rotundamente, aunque su mirada albergaba una sombra de duda-. ¿Por qué me preguntas eso? ¿Qué te ha dicho?

– ¿Estás completamente seguro, Bankim? -insistió Ben-. Piénsalo bien. Es impor-tante.

El profesor bajó la mirada y se masajeó la frente, como si tratase de hallar las palabras capaces de describir lo que apenas acertaba a recordar.

– En el primer momento -dijo Bankim-, un segundo después de la explosión, creí ver algo o a alguien salir del despacho. Todo era muy confuso.

– ¿Algo o alguien? -preguntó Ben-. ¿Qué era?

Bankim alzó la mirada y se encogió de hombros.

– No lo sé -respondió-. Nada que yo conozca puede moverse tan rápido.

– ¿Un animal? -No sé lo que vi, Ben. Lo más probable es que fuese mi propia ima-ginación.

El desprecio que las supersticiones y las historias de supuestos prodigios sobrenatu-rales despertaban en Bankim eran familiares para Ben. El muchacho sabía que el profesor nunca admitiría haber presenciado nada que escapase a su capacidad de análisis o comprensión. Si su mente no podía explicarlo, sus ojos no podían verlo. Tan simple como eso.

– Y si así fue -preguntó Ben por última vez-, ¿qué más imaginaste?

Bankim dirigió la mirada hacia el boquete ennegrecido que ocupaba el lugar que horas antes estaba reservado al despacho de Thomas Carter.

– Me pareció que se reía -admitió Bankim en voz baja-. Pero no pienso repetirle eso a nadie.

Ben asintió y dejó a Bankim junto al furgón para dirigirse hasta sus amigos, que esperaban con ansiedad conocer la naturaleza de su conversación con Carter. Entre ellos, Sheere le observaba con marcada inquietud, como si en el fondo de su espíritu fuera la única capaz de intuir que las noticias que Ben traía estaban a punto de decantar los acon-tecimientos hacia una senda oscura y mortal, donde ninguno de ellos podría desandar sus pasos.

– Tenemos que hablar -dijo Ben pausadamente-. Pero no aquí

Recuerdo aquella mañana de mayo como el primer signo del tormento que se cernía sobre nuestros destinos inexorablemente, tramándose a nuestras espaldas, y creciendo a la sombra de nuestra completa inocencia, aquella bendita ignorancia que nos hacía creer merecedores de un estado de gracia propio de aquellos que, al carecer de pasado, nada deben temer del futuro.

Poco sabíamos entonces que los chacales de la desgracia no corrían tras el infor-tunado Thomas Carter. Sus colmillos ansiaban otra sangre más joven, y teñida del estigma de una maldición que no podía ocultarse ni entre la multitud que se coagulaba en la algarabía de los mercados callejeros ni en las entrañas de ningún palacio sellado de Calcuta.

Seguimos a Ben hacia el Palacio de la Medianoche en busca de un lugar secreto donde escuchar lo que tenía que decirnos. Aquel día, ninguno de nosotros albergaba en su corazón el temor a que, tras aquel extraño accidente y aquellas palabras inciertas pronun-ciadas por los labios besados por el fuego de nuestro rector pudiera medrar mayor amenaza que la de la separación y el vacío hacia el cual las páginas en blanco de nuestro futuro parecían conducirnos. Debíamos aprender todavía que el Diablo creó la juventud para que cometiésemos nuestros errores y que Dios instauró la madurez y la vejez para que pudiéramos pagar por ellos.

Recuerdo también que todos escuchamos el recuento que Ben hizo de su conver-sación con Thomas Carter y que supimos sin excepción que nos ocultaba algo de lo que el rector herido le había confiado. Y recuerdo la expresión de preocupación que los rostros de mis amigos, y el mío, iban adquiriendo al comprender que, por primera vez en años, nuestro compañero Ben había elegido mantenernos al margen de la verdad, cualesquiera que fuesen sus motivos.

Cuando minutos más tarde solicitó hablar a solas con Sheere, pensé que su mejor amigo acababa de propinar la puñalada final que restaba para sentenciar los últimos días de la Chowbar Society.

Los hechos habrían de demostrarme más adelante que, una vez más, había juzgado erróneamente a Ben y a la fidelidad que los juramentos de nuestro club inspiraban en su ánimo.

En aquel momento, empero, me bastó observar el rostro de mi amigo Ben mientras hablaba con Sheere para intuir que la rueda de la fortuna había invertido su giro y que había sobre la mesa una mano negra cuyas apuestas nos abocaban a una partida más allá de nuestras posibilidades.

La Ciudad de los Palacios

A la luz neblinosa de aquel día húmedo y caluroso de mayo, los perfiles de los grabados y las gárgolas del refugio secreto de la Chowbar Society semejaban figuras de cera talladas a cuchillo por manos furtivas. El Sol se había ocultado tras un espeso manto de nubes de color ceniza y una asfixiante calima que se coagulaba en las calles de la ciu-dad negra ascendía desde el río Hooghly emulando los vapores letales de un pantano envenenado.

Ben y Sheere conversaban tras dos columnas derribadas en la sala central del caserón, mientras los demás esperaban a una docena de metros de allí, dedicando ocasionales miradas furtivas y recelosas a la pareja.

– No sé si he hecho bien ocultando esto a mis compañeros -confesó Ben a Sheere-. Sé que les disgustará y que va en contra de los principios de la Chowbar Society, pero si existe una remota posibilidad de que haya un asesino en las calles que pretende matarme, cosa que dudo, no tengo intención de complicarles en ello. Tampoco quiero involucrarte a ti, Sheere. No puedo imaginar qué relación guarda tu abuela con todo esto, y hasta que no lo averigüe, lo mejor será mantener este secreto entre tú y yo.

Sheere asintió. Le disgustaba comprender que de algún modo aquel secreto que com-partía con Ben se interponía entre el muchacho y sus compañeros, pero al mismo tiempo, consciente de que la gravedad del asunto podía ser mayor de la que contemplaban en aquel momento, saboreaba complacida la proximidad que aquel vínculo le procuraba con Ben.

– También yo debo decirte algo, Ben -empezó Sheere-. Esta mañana, cuando vine a despedirme de vosotros, no pensé que tuviese importancia, pero ahora las cosas han cambiado. Anoche, mientras volvíamos hacia la casa donde nos alojamos, mí abuela me hizo jurar que nunca más hablaría contigo. Me dijo que debía olvidarte y que cualquier intento por mi parte de acercarme a ti podría acabar en tragedia.

Ben suspiró ante la velocidad que aquel torrente de amenazas veladas, que florecían en todos los labios en relación a su persona, estaba adquiriendo. Todos, excepto él, aparentaban conocer algún secreto indecible que le convertía en una carta marcada y por-tadora de desgracias. Lo que al principio había sido incredulidad y más tarde inquietud empezaba a transformarse en abierta irritación e ira ante el secretismo que parecía mover-se a sus espaldas.

– ¿Qué razones dio para decir algo así? -preguntó Ben-. Jamás me había visto an-tes de anoche y no creo que mi comportamiento justificase semejantes barbaridades.

– No creo que tuviese que ver con eso -apuntó Sheere-. Estaba asustada. No había rabia en sus palabras, sólo miedo.

– Pues vamos a tener que encontrar algo más que miedo si pretendemos averiguar qué es lo que está pasando -replicó Ben-. Vamos a ir a verla ahora.