Agustín salió con su caja de pasteles en la mano. Deseó verse en seguida lejos de aquel sitio. Cuando Agustín dejó la sala de visitas era ya casi de noche. Se había pasado la hora de la merienda. En los pasillos de arriba se oía ya el barullo de la cola del cine (la sala de actos estaba en el segundo piso). Agustín salió al patio vacío. Atardecía muy de prisa como un aroma olvidándose. Agustín deseó de pronto regresar y volver a ver a aquella señora lejana, oír de nuevo aquel: «este chico ha estado contándome cosas interesantísimas». De pronto se avergonzó de su caja de pasteles. Sintió una confusa rabia de sí mismo y sus tías, de que fueran como eran y no de otro modo, de «ese modo» que la señora huida era y que no era, por supuesto, ningún modo preciso de ser, pero que tampoco era -ni podía ser- a partir de ahora sencillamente ya nada en absoluto. Un «ese otro modo» evocado sin relleno alguno por el aroma, ya no olfatible, pensable aún, sin embargo, con la claridad y distinción con que pueden en ciertas ocasiones pensarse los objetos de la agujereante memoria. Nostalgia. Un grupo de primaria pasó a lo lejos voceando. Agustín no subió al cine esta tarde. Paseó patio arriba y abajo entre la luz emprobrecida, olvidándose, hasta que salieron los cursos del cine y se oyó la campanada de la cena. Entonces se encaminó hacia el comedor lentamente. La cena no solía durar mucho los jueves, porque la mayoría de los chicos, habiendo comistrajeado cosas durante todo el día, tenían poca gana a la hora de la cena. Al salir, Agustín se acercó al mayor de los dos chicos.

– ¿Era tu madre esa señora? -preguntó.

– Sí -contestó el chico un poco secamente. Y se fue corredor abajo.

Aquella noche Agustín dio vueltas y más vueltas en su cama, sin dormirse, en busca del aroma de la señora encantada.

El padre espiritual lo decía siempre: «Más vale prevenir que curar.» Y prevenía acostumbrando a sus dirigidos a proporcionarles información secreta. Este hombre temía el mal -todos los males, uno por uno y todos en conjunto día y noche. E imaginaba el mal entrando en tromba en los colegios, viniendo del infierno y de las calles, pasando de matute entre los libros, los pensamientos y los bocadillos como una simiente. Era un miedo mortal, miedo invencible. Y prevenía el mal husmeándolo y preguntando, casi inconscientemente, a unos colegiales acerca de otros hasta ser su cabeza una gran plaza cruzada por todas las direcciones y todos los instintos indiferenciados, posibles e imposibles. Un gran mapa sin sitios, mudo y guiñante. «Más vale prevenir que curar», repetía siempre.

Agustín no olvidó a la señora (aunque tampoco puede decirse que la recordara de ningún modo preciso). En realidad apenas recordaba de ella otra cosa que la emoción de haberse visto hablando con ella sin saber bien de qué y la frase: «Este chico ha estado contándome cosas interesantísimas.» Esta frase flotaba como un corcho en la memoria de Agustín -o en su presente- sin hundirse nunca, estándose ahí con esa tenacidad ligera de los corchos en el agua. Recordaba sus manos -aunque no se las podía figurar- y los guantes negros que la dama alisaba de cuando en cuando. Y el olor. El olor que se repetía, sin relleno, en su conciencia, casi únicamente mediante predicados negativos: ni fuerte, ni parecido a otros olores, ni de agua de colonia, ni incisivo, ni oloroso, ni olfatible. Al final Agustín acabó asociándolo al aroma muy pálido de la tarde invernal, a una confusa sensación de melancolía y nostalgia.

Agustín era edil de estudios. Lo había sido desde cuarto y seguía siéndolo. Aquella tarde de finales de mayo no hubo historia porque don Fernando telefoneó diciendo que estaba indispuesto (don Fernando era auxiliar del Instituto Nacional e intercalaba clases de Historia en el colegio de los padres jesuitas). Faltaba poco para los exámenes y el curso entero se quedó en el estudio repasando. El inspector tuvo que salir a algo. Y Agustín se quedó al cargo de la clase. A Agustín le gustaba ese oficio. Subirse a la tarima y sentarse allí en lo alto sin estudiar, viendo las nucas de los otros chicos como hacen los inspectores.

Aquel día desde un principio ya fue algo mal. Hubo risitas y tonterías por la parte de la cola donde se sentaban los chicos de la señora no-olfatible. Era un grupo, siempre los mismos, burlón y divertido, que Agustín envidiaba, y despreciaba, y confundía, y temía.

– ¡Apunto al que hable! -anunció Agustín muy serio desde la tarima. Una rara sensación de ridículo le invadió al decirlo. En realidad nadie hablaba. Había solamente un sofoco de risitas y gente volviendo la cabeza hacia la cola.

– ¡Apunto al que hable! -repitió Agustín poniéndose en pie.

Al ponerse en pie vio qué era todo el asunto. El chico más alto de los dos -uno de los dos que no amaban a la Santísima Virgen- arrastraba desde su pupitre, entre los pupitres, pasillo arriba, un ratón muerto. Lo arrastraba con un hilo atado a la patita.

– ¡Éste no habla, macho, que está muerto! -dijo el chico más alto de los dos en voz algo alta. La clase entera rompió a reír a carcajadas, y por la puerta, que estaba abierta, entró el padre prefecto. Agustín dio el nombre del chico más alto de los dos.

Aquella noche, a la hora de la cena, el chico más alto de los dos miraba a Agustín fijamente y le dijo:

– ¿Tú es que eres imbécil o qué es lo que eres? ¿A qué tienes que dar nombres de nadie? Además, yo no hablaba, que se estaban riendo todos.

– Tú sí hablabas -dijo Agustín sombríamente.

– ¿Sabes lo que te digo? -dijo entonces el chico más alto de los dos, el hijo de la señora encantada, deshecha-: ¡Pues que eres gilipollas!

Los otros de la mesa se reían tan fuerte que tuvo que venir el inspector a callarlos. A Agustín le cegó aquello. Y lo que sabía de antemano y tenía guardado como una foto obscena en la memoria, le ocupó de pronto toda la conciencia como un borbotón de sangre.

– Tú no te preocupes, Agustín, no te preocupes -dijo el padre espiritual-, que tú no has hecho más que cumplir con tu deber. Además -añadió el padre espiritual-, no me coge de sorpresa. Quien no es amante de la Santísima Virgen no puede ser bueno.

Agustín se enteró de todo a los dos días. Fue una curiosa sensación de vértigo. Una emoción grande y doble. Saber que mientras todos los demás tenían que figurarse el asunto e inventar motivos, él sabía. Hubo varias versiones. Y ninguna -pensaba Agustín- realmente correcta. Y mucha indignación. El chico de la señora encantada y su amigo eran muy populares en el colegio. Agustín se volvió sombra esos días. Luego perdió todo importancia de repente cuando el fin de curso se echó encima con los exámenes. Agustín tuvo las notas que esperaba. Y por fin una mañana, a últimos de junio, se despidió de los padres profesores y del padre espiritual -quien, por cierto, había procurado evitar a Agustín a partir de la conversación aquélla, un poco como si se avergonzara de que le encontraran hablando con él a solas- y se encaminó con su maleta hacia la plaza donde paraba el coche de línea de las doce que pasa por Mochil. El mismo coche de línea que toman siempre la tía Manolita y la tía Consuelo. Agustín acaba de cumplir dieciséis años.