Era esta criatura vicaria más dócil si cabe aún que la primera (pero con la docilidad de lo pensado, no la de lo real), quien hacía las veces de la difunta esposa, quien se mencionaba todos los días a la hora del té y quien fue haciéndose, con los años, a los gustos de tío Eduardo, a su horror a los ruidos, a los perros, a la compota de manzana y a la falta de puntualidad. La transformación se llevó a cabo en muchos años mediante sucesivas atribuciones positivas y negativas de la palabra «Adela». Y de la misma manera que una novela o una biografía es, en ocasiones, solamente un complejo y ramificado epíteto, así también la elaboración y cultivo de Adela-objeto fue equivalente a la elaboración de un complicado, y hasta laberíntico, sistema de adjetivos calificativos.

Doña María era la única cosa real que tío Eduardo tenía en casa. La única cosa, al menos, que no encaja del todo en la circularidad de su vida y que (como no se lo hubieran permitido nunca los familiares, los criados o los amigos) se permitía a veces cuestionar la vida de tío Eduardo.

«¡Eso son manías, don Eduardo!», decía doña María cada vez que a tío Eduardo le entraban las aprensiones de cáncer de la médula espinal. «¡Que nos enterrará usted a todos!» A tío Eduardo se le contagiaban las dolencias de palabra. Una epidemia contada de la gripe le metía en cama quince días e incluso enfermedades improbables a su edad se le volvían achaques. Un relato de parálisis infantiles le tuvo cojeando de la pierna izquierda un mes. Y todos los matices del reúma de doña Carolina Herrera se reflejaban, como un eco, en malestares sordos y punzadas continuas de la osamenta de tío Eduardo. «Y que siempre es lo mismo -pensaba doña María-, le enferman las palabras, los cuentos que le cuentan, como a un niño.» Habían tardado muchos años en hacerse el uno al otro. Al principio doña María se había limitado a desempeñar de un modo impersonal y eficiente sus funciones de ama de llaves. Cuando estaba tío Eduardo solo, hacía sus comidas con él, y se retiraba discretamente a su habitación cuando había invitados. Pero poco a poco doña María fue volviéndose tan parte de la casa y tan indispensable para la tranquilidad de espíritu de tío Eduardo, que fue convirtiéndose insensiblemente en parte de la figura de tío Eduardo. Todos la conocimos ya ahí sentada, a la cabecera de la mesa, de negro y con el broche de la mariposa dorada que era su única alhaja, sirviendo el té y sacudiendo la cabeza gris cuando le disgustaba lo que se decía, cuando tío Eduardo comentaba que el Caudillo «es una persona, el pobre, muy poco distinguida», o cuando, bajo cuerda, tomaba tío Eduardo dos aspirinas clandestinas para un dolor súbito y transeúnte de cabeza.

La verdad es que doña María, viuda muy joven de un comandante de Regulares fallecido en acto de servicio en el Barranco del Lobo, tuvo siempre el buen sentido, y el señorío, de no intervenir en cuentos de familia que le llegaban a tío Eduardo aún calientes aunque tamizados y diluidos en un millar de circunloquios melifluos, y acabó convirtiéndose (nunca se supo bien si a su pesar o de buen grado) en confidente universal de la familia. Doña María conservaba nominalmente todas las cosas «como cuando la Señora» o, como insistía siempre tío Eduardo, construyendo invariablemente la frase en presente del indicativo, «como le gusta a la Señora», en el entendimiento tácito de que así era como le gustaban a tío Eduardo. A veces se preguntaba para sus adentros doña María si se daría cuenta don Eduardo del sentido y alcance de semejantes anacronismos. De doña Adela recordaba ella el cuerpecillo ruinoso y la tos seca, los vahídos y las horas muertas tendida en la chaise longue del dormitorio hojeando, sin fijarse, un ejemplar ilustrado de Robinson Crusoe. Una mujer moribunda desprovista de todo encanto romántico: las enfermedades y la muerte son puntillosamente reales, tanto que acaban derrotando siempre el realismo de los escritores realistas. Doña María pensaba con frecuencia en su marido, escandalizándose cada vez en la falta de tonalidad emotiva de sus pensamientos. Pensaba en él sin amor, con el pensar puro y neutral con que se piensa «mesa», o «manzana», o la fecha del descubrimiento de América. Y como era piadosa -aunque no rezona-, intercalaba cuidadosamente el nombre de pila de su esposo todos los días en la Misa al llegar el momento de difuntos, empujando, por decirlo así, hacia su posición correcta en el conjunto de las cosas aquel objeto eidético, aquel Fernando genérico e inmutable que se había vuelto el comandante.

Doña María tenía a sus sesenta y ocho el mismo aspecto que debió tener a los cuarenta, grande, encorsetada, solemne y juiciosa, manteniendo hábilmente el orden del servicio, unidad e identidad en la diversidad más o menos incesante de doncellas caedizas y chóferes tarambanas que pasaron por la casa de tío Eduardo. Envuelta ella misma, a pesar suyo, en el hechizo soso de la repetición y el hábito que envolvía y protegía aquella casa.

Se interesaba tío Eduardo desde lejos en las historias amatorias del servicio. Y siempre las había a montones, impregnadas -que musitó el propio tío Eduardo en una ocasión memorable por partes iguales- de un zumo bravio y de un olor a pies. Lo extraordinario de la frase disimuló la extraña mezcla de fascinación y temor que los amoríos sin domesticar de las domésticas le producían. Doña María al principio mencionaba estas cosas cuando no había más remedio (había que preparar a tío Eduardo antes de dejar que una figura nueva rondara por la casa), con una cierta severidad guasona; pero con los años, en parte por tener algo que contar y en parte por ver la cara que ponía don Eduardo, cogió doña María el hábito de transmitir reportajes abreviados después del almuerzo, en el rato antes del paseo. «El chico que sale con Jesusa -refería doña María, por ejemplo- me parece a mí que no está por la labor y que la trae a mal traer a esta pobre tonta, que siempre pica en todo sinvergüenza un poco guapo que le dice qué buenos ojos tienes. Y claro, luego pasa lo que pasa.» Doña María observó que don Eduardo no olvidaba jamás estas historias y que solía preguntar de cuando en cuando: «¿Qué pasó con el novio de Jesusa, doña María, aquel chico que no era de fiar?»

En aquella ciudad había dos vientos, uno de derechas y otro de izquierdas. Y la ciudad permanecía entre los dos, dudosa, alumbrada y trompa gracias a los dos, entretenida de ambos. Uno era el viento meón de las lloviznas y los curas que enfermaba los cocidos de alubias de todas las cocinas de las vegas. El otro era el grande, el viento incorruptible, verde y viejo, incendiario y alcohólico que soplaba en las rajas de los culos y sacaba a la calle el mal olor de los retretes. Desde las ventanas de todos los estudios del colegio se le vía martirizar los plátanos gigantes, odiar las aguas dulces, y los patos, y los sombreros, y los libros de Misa, y las hojas de todas las estaciones. Era un viento herético que causaba raros destrozos sin propósito en la cristalografía de los miradores del puerto. Híspido, áspero, flagrante, que barría los barrios y puntales con escobas de maleza seca. Recuerdo que las agujas y toda otra criatura metálica se regocijaba esos días al oír aquel viento seco y bravo bramando sin ton ni son en las hombreras, decapitando los sombreros. Brillaban los alfileres que todavía mortifican las dulcísimas yemas de los dedos de las segundas doncellas. Tío Eduardo odiaba ese viento de todo corazón y se metía en cama cuando soplaba, con catarro y vahos de eucalipto, aquejado de un complejísimo dolor de cabeza que demandaba no ver ni oír a nadie, ni que se abrieran o cerraran puertas, se corrieran cortinas, se sirviera pescado o cambiara de lugar limpiando -ni una milésima de milímetro- los infinitos objetos del despacho. Tenía que estarse al tanto el chófer en la cocina, con la gorra puesta, por si había que ir a la farmacia. Y se almorzaban caldos muy livianos, pollo hervido y patatas sin sal. Cuando amainaba el viento asomaba tío Eduardo mejorado, con ojeras de mujer fatal y un tintineo de la cabeza calva que quería decir «frágil».